10/07/2016, 11:26
Anzu curvó los labios en una mueca de ira ante las descaradas palabras de su compañero Uchiha. Su cicatriz se retorció sin miramientos en una expresión incluso menos femenina que la que normalmente exhibía su rostro. Trató de contestar, probablemente con alguna amenaza acompañada del puño en ristre, pero estaba sin resuello. Lo único que pudo hacer la kunoichi fue abrir la boca para tomar otra bocanada de aire. Estaba exhausta, y notaba su corazón palpitar a mil por segundo.
«Demasiado para mí. Esto ha sido demasiado...»
Sin embargo, cuando escuchó la sincera declaración de Datsue, cuando la risa del chico inundó sus oídos, se sintió tremendamente afortunada. Estaban vivos, sí, y de una pieza. Habían caminado junto a un huracán —o varios— y habían salido indemnes. «Si es verdad que hay dioses allí arriba, ¡sois los putos amos! ¡Gracias, joder!» Anzu nunca había sido una persona especialmente creyente, ella prefería darle importancia a las cosas que pasaban en el mundo que podía tocar, ver y oír. Pero, si aquella noche de verdad terminaba con ellos dos sanos y salvos, eso sólo podía atribuirse a verdadero favor divino.
—Por los huesos de mi madre —masculló—. ¡Estamos vivos, socio! —exclamó, y echó a reír.
Las carcajadas de júbilo de los chicos inundaron el solitario callejón, elevándose por encima del repiqueteo de la lluvia y el silencio nocturno. Anzu se dio cuenta de que estaba empapada y, de repente, todo el frío que debía haber sentido a lo largo de la noche se le vino al cuerpo.
—No entiendo nada de lo que ha pasado esta noche, y si me pongo a preguntar, nos llevamos hasta mañana. Supongo que tendrás donde alojarte, ¿no? —preguntó sin tapujos. Pese a que Datsue era, en buena parte, el culpable de todo lo que les había pasado aquella noche, Anzu había comprobado de primera mano cómo de perdido estaba en la ciudad. Y ella no era de las que dejaban tirado a un compañero shinobi.
«Demasiado para mí. Esto ha sido demasiado...»
Sin embargo, cuando escuchó la sincera declaración de Datsue, cuando la risa del chico inundó sus oídos, se sintió tremendamente afortunada. Estaban vivos, sí, y de una pieza. Habían caminado junto a un huracán —o varios— y habían salido indemnes. «Si es verdad que hay dioses allí arriba, ¡sois los putos amos! ¡Gracias, joder!» Anzu nunca había sido una persona especialmente creyente, ella prefería darle importancia a las cosas que pasaban en el mundo que podía tocar, ver y oír. Pero, si aquella noche de verdad terminaba con ellos dos sanos y salvos, eso sólo podía atribuirse a verdadero favor divino.
—Por los huesos de mi madre —masculló—. ¡Estamos vivos, socio! —exclamó, y echó a reír.
Las carcajadas de júbilo de los chicos inundaron el solitario callejón, elevándose por encima del repiqueteo de la lluvia y el silencio nocturno. Anzu se dio cuenta de que estaba empapada y, de repente, todo el frío que debía haber sentido a lo largo de la noche se le vino al cuerpo.
—No entiendo nada de lo que ha pasado esta noche, y si me pongo a preguntar, nos llevamos hasta mañana. Supongo que tendrás donde alojarte, ¿no? —preguntó sin tapujos. Pese a que Datsue era, en buena parte, el culpable de todo lo que les había pasado aquella noche, Anzu había comprobado de primera mano cómo de perdido estaba en la ciudad. Y ella no era de las que dejaban tirado a un compañero shinobi.