15/07/2016, 23:18
(Última modificación: 15/07/2016, 23:19 por Uchiha Akame.)
Ya había caído la noche sobre la Villa Oculta de la Cascada y, como era tradición desde el albor de los tiempos, luces provenientes de todo tipo de lámparas iluminaban el cielo nocturno con su fulgor. Las calles estaban adornadas con la delicadeza y el mimo que caracterizaba a aquellas fechas, porque los takigakureños ponían toda su dedicación en la fiesta de Año Nuevo. Como cada víspera de Primero de Bienvenida, Takigakure no Sato se vestía de gala y mostraba su mejor cara; los aldeanos iban de allá para acá, ataviados con lo más exquisito de su armario, la comida y el vino fluían como nunca y el ambiente estaba colmado de risas, canciones y vítores a antepasados gloriosos que ya no estaban entre nosotros.
Sin embargo, había una persona para la que nada era igual, a pesar de que nada había cambiado. Iba vestida con una sencilla yukata femenina de color aguamarina, con el símbolo de Takigakure estampado en hilo dorado. Era una prenda cara, muy cara para una simple gennin como ella —un obsequio de su maestro—. Calzaba sandalias de madera, como dictaba la tradición, muy duras e incómodas. Tenía el pelo más largo, aunque rapado por ambos lados de la cabeza, recogido en un moño arreglado con destreza profesional. Aquel peinado le daba un aire moderno y elegante a la vez —al menos, todo lo elegante que podía verse alguien con la boca deformada por una horrible cicatriz—.
«No está.»
Estaba sentada en una de las largas mesas dispuestas en la ribera de fresca hierba verde, rodeada de su maestro y los familiares de éste, de algunos compañeros de profesión y otros completos deconocidos. Pese a su popular apetito y las copiosas bandejas repletas de manjares, ella comía con mesura.
«¿No está?»
Las mangas de su yukata se escurrieron por sus brazos, fuertes y de color café, revelando los tatuajes que adornaban sus muñecas. Justicia y Coraje podían verse representados en sus correspondientes kanjis, grabados con tinta negra en la piel de la kunoichi. Sus ojos grises y vivaces se movían incansablemente entre la multitud.
—Anzu-chan, ¿ocurre algo? —preguntó con buen tino Hida-sensei, que conocía bien a su alumna—. Si la vista no me falla, llevamos media hora sentados a la mesa y todavía queda comida en un área de cinco metros a tu alrededor.
La aludida le devolvió una mirada ausente. No prestaba atención. Hida frunció el ceño; la Yotsuki había estado así desde que volvieran a la Villa, un par de días atrás, después de pasar casi un año entero recorriendo Oonindo.
Pero en ese momento, a Kajiya Anzu sólo le interesaba encontrar a una persona...
Sin embargo, había una persona para la que nada era igual, a pesar de que nada había cambiado. Iba vestida con una sencilla yukata femenina de color aguamarina, con el símbolo de Takigakure estampado en hilo dorado. Era una prenda cara, muy cara para una simple gennin como ella —un obsequio de su maestro—. Calzaba sandalias de madera, como dictaba la tradición, muy duras e incómodas. Tenía el pelo más largo, aunque rapado por ambos lados de la cabeza, recogido en un moño arreglado con destreza profesional. Aquel peinado le daba un aire moderno y elegante a la vez —al menos, todo lo elegante que podía verse alguien con la boca deformada por una horrible cicatriz—.
«No está.»
Estaba sentada en una de las largas mesas dispuestas en la ribera de fresca hierba verde, rodeada de su maestro y los familiares de éste, de algunos compañeros de profesión y otros completos deconocidos. Pese a su popular apetito y las copiosas bandejas repletas de manjares, ella comía con mesura.
«¿No está?»
Las mangas de su yukata se escurrieron por sus brazos, fuertes y de color café, revelando los tatuajes que adornaban sus muñecas. Justicia y Coraje podían verse representados en sus correspondientes kanjis, grabados con tinta negra en la piel de la kunoichi. Sus ojos grises y vivaces se movían incansablemente entre la multitud.
—Anzu-chan, ¿ocurre algo? —preguntó con buen tino Hida-sensei, que conocía bien a su alumna—. Si la vista no me falla, llevamos media hora sentados a la mesa y todavía queda comida en un área de cinco metros a tu alrededor.
La aludida le devolvió una mirada ausente. No prestaba atención. Hida frunció el ceño; la Yotsuki había estado así desde que volvieran a la Villa, un par de días atrás, después de pasar casi un año entero recorriendo Oonindo.
Pero en ese momento, a Kajiya Anzu sólo le interesaba encontrar a una persona...