16/07/2016, 01:23
(Última modificación: 16/07/2016, 01:25 por Uchiha Datsue.)
—Te lo juro —repetía Datsue por enésima vez—. Es tal y como te lo cuento. —Su interlocutor le miraba con cara extrañada, como si no terminase de creerle—. Había cientos… Que digo cientos, ¡miles de farolillos! Farolillos anaranjados, ocres, rojizos, verdes, azules… Y todos con un único deseo: rezaban por mí. —Su oyente soltó una risotada aguda, como si no se creyese una patraña de lo que Datsue soltaba por la boca—. ¡No te rías! ¡Es la verdad! —exclamó, provocando todavía más risas en su interlocutor—. Bueno, ya sabes como a mis padres les gusta exagerar, pero… ¡El caso! —gritó, sonriente, volviendo a conseguir su atención—. Que yo dormía allí. —Señaló con la mano libre las Raíces del Árbol Sagrado, que se veían a lo lejos entre centenares de lucecillas danzarinas que iluminaban la Villa—. Debía tener tu edad, más o menos, y con los huesos más rotos que el corazón de un Uzureño enamorado. El caso fue que cuando me desperté al día siguiente… Bueno, lo hice siendo el tío duro que soy ahora.
Su interlocutor daba muestras de no entender ni la mitad de lo que acababa de decirle. A decir verdad, aquello era incluso quedarse corto. A Datsue no le sorprendía, teniendo en cuenta que se trataba de un bebé que ni siquiera llegaba al año de edad. Una bebé, en realidad, de cabellos rubios y rizados, los ojos más grandes que el Uchiha había visto jamás y envuelta en una manta fina de color ocre.
—La próxima vez te contaré la historia de cómo tu hermanito salvó a Ayame la Jinchuriki y Eri la Enanita de una muerte aciaga, sacrificándose por el resto y renunciando a un Bijuu que le correspondía por derecho de sangre —como quería inculcar a su hermana con valores como el honor y la verdad, a veces se entretenía contándole viejas glorias del pasado—. Pero eso será otro día. Ahora a buscar a Ryouta y Naomi, que ya es tarde.
Aquel día, Uchiha Datsue se había vestido con sus mejores galas: un kimono blanco, con tintes dorados al borde del cuello y al final de las mangas, anchas. Su hanhaba obi también era dorado, con motas azules, y usaba unas getas del color propio de la madera. También se había peinado para la ocasión, añadiendo dos trenzas a su habitual moño. Las dos trenzas, una a cada lateral de la cabeza, recorrían toda su sien y caían por detrás de la oreja, rozando el nacimiento de sus hombros y otorgándole un falso efecto rapado a cada lado.
Su kimono estaba lo bastante abierto como para dejar al descubierto su inseparable collar, cuya figura del Baku rebotaba en su pecho a cada paso que daba. Sus ojos, más expresivos si cabe que antaño, fueron a parar en uno de los cientos de rostros que colapsaban la ribera en aquella noche tan especial.
Inconscientemente, una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Vaya, vaya, vaya. ¡Pero que ven mis ojos! —exclamó, acercándose a la mesa cuya persona había captado su atención, de frente—. ¿A qué debemos el honor de que la Gran Anzu de Taki se digne a brindarnos su divina presencia? —¿Cuánto hacía que no la veía? ¿Un año? Datsue recordaba haber preguntado por ella en una ocasión, cuando buscaba cierta comadre para cierto negocio, pero al parecer había volado muy lejos de la Villa—. Por cierto, prefería tu anterior peinado —comentó, mordaz, aunque sin todavía poder quitarse la sonrisa tonta que se le había dibujado en el rostro. En sus brazos, un bebé de ojos grandes y azules miraban a Anzu con expresión curiosa.
Su interlocutor daba muestras de no entender ni la mitad de lo que acababa de decirle. A decir verdad, aquello era incluso quedarse corto. A Datsue no le sorprendía, teniendo en cuenta que se trataba de un bebé que ni siquiera llegaba al año de edad. Una bebé, en realidad, de cabellos rubios y rizados, los ojos más grandes que el Uchiha había visto jamás y envuelta en una manta fina de color ocre.
—La próxima vez te contaré la historia de cómo tu hermanito salvó a Ayame la Jinchuriki y Eri la Enanita de una muerte aciaga, sacrificándose por el resto y renunciando a un Bijuu que le correspondía por derecho de sangre —como quería inculcar a su hermana con valores como el honor y la verdad, a veces se entretenía contándole viejas glorias del pasado—. Pero eso será otro día. Ahora a buscar a Ryouta y Naomi, que ya es tarde.
Aquel día, Uchiha Datsue se había vestido con sus mejores galas: un kimono blanco, con tintes dorados al borde del cuello y al final de las mangas, anchas. Su hanhaba obi también era dorado, con motas azules, y usaba unas getas del color propio de la madera. También se había peinado para la ocasión, añadiendo dos trenzas a su habitual moño. Las dos trenzas, una a cada lateral de la cabeza, recorrían toda su sien y caían por detrás de la oreja, rozando el nacimiento de sus hombros y otorgándole un falso efecto rapado a cada lado.
Su kimono estaba lo bastante abierto como para dejar al descubierto su inseparable collar, cuya figura del Baku rebotaba en su pecho a cada paso que daba. Sus ojos, más expresivos si cabe que antaño, fueron a parar en uno de los cientos de rostros que colapsaban la ribera en aquella noche tan especial.
Inconscientemente, una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Vaya, vaya, vaya. ¡Pero que ven mis ojos! —exclamó, acercándose a la mesa cuya persona había captado su atención, de frente—. ¿A qué debemos el honor de que la Gran Anzu de Taki se digne a brindarnos su divina presencia? —¿Cuánto hacía que no la veía? ¿Un año? Datsue recordaba haber preguntado por ella en una ocasión, cuando buscaba cierta comadre para cierto negocio, pero al parecer había volado muy lejos de la Villa—. Por cierto, prefería tu anterior peinado —comentó, mordaz, aunque sin todavía poder quitarse la sonrisa tonta que se le había dibujado en el rostro. En sus brazos, un bebé de ojos grandes y azules miraban a Anzu con expresión curiosa.
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado