26/07/2016, 21:05
La Yotsuki se echó a reír ante la fingida tristeza de Datsue; ya empezaba a calar al muchacho y cada vez se le daba mejor dilucidar cuándo hablaba en serio y cuándo no. Sin embargo, torció los labios en una mueca de escepticismo cuando el Uchiha empezó a hablar sobre su —según él— certera inmortalidad. «Sí es verdad que el cabrón parece duro de pelar, un Chidori en todo el pecho y ni un rasguño le hice. Pero, ¿de ahí a inmortal? Esa no me la trago».
Ya se disponía a contestar cuando Datsue, previendo su réplica, le contó una bonita historia sobre su infancia. Anzu escuchó, ciertamente embelesada, cada detalle de aquel relato; y arrugando el ceño cada vez que algo le parecía demasiado inverosímil. «¿Huesos de cristal? ¿La bendición del Árbol Sagrado? ¿Inmortalidad? Datsue-san, se te va la pinza...» Una de aquellas tres cosas, por separado, podría habérsela colado; pero, ¿aquello? Aquello era la historia con menos credibilidad que había escuchado en toda su vida. Y, habiéndose criado en Shinogi-To, Anzu no tenía un repertorio precisamente escaso.
—Va, va, para el carro socio —dijo cuando el gennin terminó de contar una anécdota sobre cómo su sensei había intentado amputarle una pierna—. Sí, me ha gustado el principio, pero te has ido viniendo muy arriba. ¿Milagros en el Árbol Sagrado? Me lo creo... Pero, ¿que toda la Aldea rezase por tí? ¡Venga ya!
Echó a reír, divertida ante su propio chiste, mientras imitaba a su compañero y recogía su kunai, perdido durante el combate. Parecía mentira que hacía tan sólo una hora hubiera ardido en deseos de moler a golpes a aquel tío.
—Y no, no recuerdo a ese tal Kagome-sensei —añadió luego, sincera—. Todo mi entrenamiento desde que llegué a Takigakure, hasta el último minuto, ha estado y está supervisado por Yotsuki Hida-sensei. El puto amo de entre todos los jounins de la Cascada.
Hinchó el pecho, llena de orgullo. Siempre se sentía así cuando hablaba de su maestro. Hida era un poderoso guerrero, era justo, inteligente y sabio. Anzu soñaba con ser como él.
Ya se disponía a contestar cuando Datsue, previendo su réplica, le contó una bonita historia sobre su infancia. Anzu escuchó, ciertamente embelesada, cada detalle de aquel relato; y arrugando el ceño cada vez que algo le parecía demasiado inverosímil. «¿Huesos de cristal? ¿La bendición del Árbol Sagrado? ¿Inmortalidad? Datsue-san, se te va la pinza...» Una de aquellas tres cosas, por separado, podría habérsela colado; pero, ¿aquello? Aquello era la historia con menos credibilidad que había escuchado en toda su vida. Y, habiéndose criado en Shinogi-To, Anzu no tenía un repertorio precisamente escaso.
—Va, va, para el carro socio —dijo cuando el gennin terminó de contar una anécdota sobre cómo su sensei había intentado amputarle una pierna—. Sí, me ha gustado el principio, pero te has ido viniendo muy arriba. ¿Milagros en el Árbol Sagrado? Me lo creo... Pero, ¿que toda la Aldea rezase por tí? ¡Venga ya!
Echó a reír, divertida ante su propio chiste, mientras imitaba a su compañero y recogía su kunai, perdido durante el combate. Parecía mentira que hacía tan sólo una hora hubiera ardido en deseos de moler a golpes a aquel tío.
—Y no, no recuerdo a ese tal Kagome-sensei —añadió luego, sincera—. Todo mi entrenamiento desde que llegué a Takigakure, hasta el último minuto, ha estado y está supervisado por Yotsuki Hida-sensei. El puto amo de entre todos los jounins de la Cascada.
Hinchó el pecho, llena de orgullo. Siempre se sentía así cuando hablaba de su maestro. Hida era un poderoso guerrero, era justo, inteligente y sabio. Anzu soñaba con ser como él.