28/07/2016, 21:05
La kunoichi tomó rumbo a su negocio, sin tomarse descanso alguno para cualquier otra tontería. Lo único que le sustrajo algo de tiempo fue el momento que se tomó para poner un cigarrillo, de los pocos supervivientes, entre labios. Ando con parsimonia mientras portaba su cigarrillo en la boca, aunque no llegó a encenderlo. Solamente era estética, día a día, éste hecho así como su rudo comportamiento la habían situado como una de las guardianas mas temidas del recinto. Hoy no era diferente.
Un enorme cartel luminoso blanco reinaba en lo mas alto del local. Unas letras rojas ponían en Katakana el nombre del mismo, mientras que un borde negro hacía relucir aún mas el blanco de fondo. El local tenía las fachadas pintadas de color blanco, lisas y con algunas pequeñas vidrieras algo mas arriba de lo habitual. Éste hecho impedía ver quién o qué se hacía dentro, además de que una pegatina en las mismas impedían la visión exterior, pese a que estaban todas entre abiertas. Arriba del todo el edificio era liso, con pequeñas losetas negras que adornaban un techo tradicional acabado en dos pandas recostados. Las figuras no eran del mismo material, eran de pura cerámica. La entrada principal estaba constituida por dos grandes pilares de color rojo, adornados en los límites superiores e inferiores por una estructura elíptica de tono negro. Así mismo, dos portalones grandes de color negro daban límite a la entrada, de madera robusta y bien tratada. Una de las puertas estaba abierta, dando a ver un interior que bien podía parecer un simple y mero bar. Luces blancas tenues, música relajante, y una barra de madera de tono negro que casi recorría la mitad de la sala. Las paredes interiores también eran blancas, lo cuál daba una tranquilidad abrumante en conjunto a unos sillones de tela que dejaban hundirse en su suave relleno. Pequeñas mesas quedaban entre cada pocos puff, dando a cada interesado acceso a cachimbas, reposo para sus bebidas, o incluso para las pipas.
Evidentemente, habían varias salas de ésta misma índole, así como varios pisos; no hablemos de las habitaciones sueltas. Quizás el negocio iba para mas que para repartir alcohol y droga, realmente repartía felicidad.
La chica llegó al destino, y dejó la mochila que había tomado justo tras la barra. Tras ello, quedó en la misma barra, sentada sobre ésta concretamente. Entre tanto, encendió su cigarrillo con sus propios dedos. La técnica que había aprendido recientemente le servía para mucho mas que para combatir; de hecho, era una técnica que no estaba apenas enfocada al arte de la guerra.
«A ver si viene éste chico... No es que la cajetilla de tabaco cueste un ojo de la cara, pero aplastarla a propósito después de que haya sido tan indulgente tras su perversión... suerte tiene de que no le haya quemado las manos...»
La chica le propinó una calada al cigarrillo, y dejó escapar el humo de sus pulmones con parsimonia.
De pronto, el guarda principal del negocio se interpuso en la puerta, parando de golpe a tres individuos que corrían frenéticamente hacia el interior. Si había algo claro en éste negocio, era que no se podía entrar corriendo o molestar a los clientes. Era la primera norma, y estaba grabada a fuego. —¿Dónde creéis que vais?— El coloso tenía claro que ese trío no entrarían con esa actitud al recinto.
Katomi se levantó de un salto, y se aproximó fugazmente hacia la entrada. En el interior, la calma permanecía reina.
—¿Sucede algo, Gomu-chan?— Preguntó katomi tras dar una calada al cigarrillo y clavar sus ojos en el grupo de chicos que habían quedado en el suelo.
—No, éstos chicos se han equivocado de local, pero ya se iban señorita Sarutobi.— Contestó el grandullón.
A todo ésto, apareció el pervertido. ¿Al fin había venido a por su mochila? La chica dejó caer un suspiro, tras lo cuál reposó de nuevo el cigarrillo en sus labios. —¿y tú que? ¿También te has equivocado de sitio?
Ruda como una roca, la chica no cambió su actitud. No pensaba mostrar debilidades, mucho menos con un empleado a su lado; aún menos estando en las puertas de su negocio.
Un enorme cartel luminoso blanco reinaba en lo mas alto del local. Unas letras rojas ponían en Katakana el nombre del mismo, mientras que un borde negro hacía relucir aún mas el blanco de fondo. El local tenía las fachadas pintadas de color blanco, lisas y con algunas pequeñas vidrieras algo mas arriba de lo habitual. Éste hecho impedía ver quién o qué se hacía dentro, además de que una pegatina en las mismas impedían la visión exterior, pese a que estaban todas entre abiertas. Arriba del todo el edificio era liso, con pequeñas losetas negras que adornaban un techo tradicional acabado en dos pandas recostados. Las figuras no eran del mismo material, eran de pura cerámica. La entrada principal estaba constituida por dos grandes pilares de color rojo, adornados en los límites superiores e inferiores por una estructura elíptica de tono negro. Así mismo, dos portalones grandes de color negro daban límite a la entrada, de madera robusta y bien tratada. Una de las puertas estaba abierta, dando a ver un interior que bien podía parecer un simple y mero bar. Luces blancas tenues, música relajante, y una barra de madera de tono negro que casi recorría la mitad de la sala. Las paredes interiores también eran blancas, lo cuál daba una tranquilidad abrumante en conjunto a unos sillones de tela que dejaban hundirse en su suave relleno. Pequeñas mesas quedaban entre cada pocos puff, dando a cada interesado acceso a cachimbas, reposo para sus bebidas, o incluso para las pipas.
Evidentemente, habían varias salas de ésta misma índole, así como varios pisos; no hablemos de las habitaciones sueltas. Quizás el negocio iba para mas que para repartir alcohol y droga, realmente repartía felicidad.
La chica llegó al destino, y dejó la mochila que había tomado justo tras la barra. Tras ello, quedó en la misma barra, sentada sobre ésta concretamente. Entre tanto, encendió su cigarrillo con sus propios dedos. La técnica que había aprendido recientemente le servía para mucho mas que para combatir; de hecho, era una técnica que no estaba apenas enfocada al arte de la guerra.
«A ver si viene éste chico... No es que la cajetilla de tabaco cueste un ojo de la cara, pero aplastarla a propósito después de que haya sido tan indulgente tras su perversión... suerte tiene de que no le haya quemado las manos...»
La chica le propinó una calada al cigarrillo, y dejó escapar el humo de sus pulmones con parsimonia.
De pronto, el guarda principal del negocio se interpuso en la puerta, parando de golpe a tres individuos que corrían frenéticamente hacia el interior. Si había algo claro en éste negocio, era que no se podía entrar corriendo o molestar a los clientes. Era la primera norma, y estaba grabada a fuego. —¿Dónde creéis que vais?— El coloso tenía claro que ese trío no entrarían con esa actitud al recinto.
Katomi se levantó de un salto, y se aproximó fugazmente hacia la entrada. En el interior, la calma permanecía reina.
—¿Sucede algo, Gomu-chan?— Preguntó katomi tras dar una calada al cigarrillo y clavar sus ojos en el grupo de chicos que habían quedado en el suelo.
—No, éstos chicos se han equivocado de local, pero ya se iban señorita Sarutobi.— Contestó el grandullón.
A todo ésto, apareció el pervertido. ¿Al fin había venido a por su mochila? La chica dejó caer un suspiro, tras lo cuál reposó de nuevo el cigarrillo en sus labios. —¿y tú que? ¿También te has equivocado de sitio?
Ruda como una roca, la chica no cambió su actitud. No pensaba mostrar debilidades, mucho menos con un empleado a su lado; aún menos estando en las puertas de su negocio.