9/08/2016, 00:44
Kazeyōbi, 17 de Caída del Pétalo del año 202
Posada del Sediento, Tierras de Llovizna. País de la Tormenta
Posada del Sediento, Tierras de Llovizna. País de la Tormenta
Aunque la lluvía caía con la delicadeza de los pétalos de un cerezo en flor, el viento soplaba con una inusitada fuerza aquel día. Tal era así, que la capa en la que iba envuelta Ayame se arremolinaba y agitaba tras su espalda, creando un pesado lastre que dificultaba aún más la caminata. Si no hubiese sido por aquella súbita tormenta, no se habría detenido hasta llegar a El Túnel que habría de llevarla de vuelta a casa. Pero al final se vio obligada a refugiarse en el primer edificio que divisó en aquella eterna llanura de pastos verdes, con un letrero colgante que rezaba con el título de "La posada del Sediento".
«Ese caballo... me recuerda a algo y no sé a qué...» Pensó, al pasar junto a los postes de madera que se alzaban en un lateral de la posada. Sólo había un caballo, de color pardo y con una marca blanca en la frente, atado a aquellos con una simple cuerda. Sin embargo, Ayame sacudió la cabeza para apartar aquellos nimios pensamientos y se adentró en el albergue.
Un suspiro escapó de sus labios al sentir el calor del fuego abrazarla por encima de la humedad y el frío que llevaba encima. Con una sonrisa de alivio, Ayame hizo el amago de acercarse a la barra para pedir algo caliente y pasar así el tiempo mientras amainaba la tormenta. Sin embargo, fue una voz la que detuvo en seco sus pasos:
—Todo empezó cuando Ayame se rebeló —no estaba acostumbrada a escuchar su nombre en labios de otras personas, por lo que aquellas simples palabras bastaron para que girara bruscamente la cabeza. Para su sorpresa, no se estaban refiriendo a ella. El que hablaba era un chico con los cabellos peinados en forma de moño que se sentaba de espaldas a ella en una de las mesas más alejadas del local.
«Se debe estar refiriendo a otra Ayame. No soy la única que se llama así.» Se encogió de hombros, resuelto el misterio.
Pero entonces, el chico siguió hablando. Y en aquella ocasión perdió todo el color del rostro:
—Ayame no quería que me convirtiesen en jinchuuriki. Se negaba en redondo. “Convertir a más personas en jinchuurikis no es la solución”, había dicho.
«No... no puede ser...»
Pero sí. Sí podía ser. No se había fijado bien la primera vez que había echado un vistazo en su dirección, pero ya estaba segura de qué le sonaba el caballo que había en la entrada.
—Lo quería para sí, claro. Lo demandaba como premio del Torneo. Sí, cariño, sí. ¡Y eso que ella ya tenía uno! Pero bueno, hay gente golosa… y luego están los de Ame. A esos hay que darles de comer aparte.
Ayame apretó los puños junto a los costados. Sentía un calor abrasador a la altura del pecho, pero aquel ardiente sentimiento quedaba ya lejos de la apacible calidez de las llamas de la chimenea.
—Hacía unos días me había cruzado con ella y le había llenado la cabeza de esperanza y frases motivacionales. De esas que venden a los soñadores más incautos. Y ya se sabe que los de Uzu ya tienen demasiadas flores en la cabeza de por sí.
Ayame comenzó a acercarse hacia el chico de Takigakure por la espalda. Sus pies apenas hacían ruido sobre las tablillas de madera, pero si las miradas matasen, él ya habría muerto acuchillado varias veces.
—Total, que viendo que aquello podía convertirse en la Segunda Gran Guerra Ninja, renuncié al Bijuu que me correspondía por derecho de sangre para que la cosa no fuese a más. Pero la cosa no acabó ahí. No, no señor. La cosa se iba a poner mucho más tensa cuando…
—¿Cuándo te vendiste a ti y a tu aldea por un puñado de diamantes? Ah, no, que eso ocurrió en la primera ronda del torneo, qué despiste el mío...
Pegada a la espalda del de Takigakure, Ayame se había cruzado de brazos en un gesto claramente defensivo. Pero sus ojos castaños seguían acuchillándole sin ningún tipo de piedad.
—Mejor: "La cosa se iba a poner mucho más tensa cuando Kawakage-sama bajó de su palco y casi me enterró en la arena de la colleja que me metió por caradura".
»No te mereces que Rikudo-sama te devolviera a la vida. Ojalá te hubiese comido el Shukaku.