25/08/2016, 23:48
—¡No a las vacunas! AN-TI-NA-TU-RAL. ¡No a las vacunas! CAUSAN EN-FER-ME-DAD.
Nada. Las intimidatorias palabras de Zetsuo no servían de nada. La multitud seguía gritando y agitando sus pancartas en contra de las vacunas y habían comenzado a invadir el salón de actos y a empujar a niños y senseis en su afán por llegar hasta el estrado, y Ayame volvió a removerse en el sitio cuando vio a su padre entornar los ojos en un gesto peligroso. Tenía que hacer algo. ¿Pero qué podía hacer alguien como ella, una genin prácticamente recién graduada de la academia, frente a tanta gente enaltecida? Por el rabillo del ojo vio que Daruu se adelantaba, con las manos entrelazadas listo para realizar alguna técnica, y maldijo su propia cobardía para sus adentros. Sin embargo, Zetsuo le cortó el paso con el brazo y a Ayame se le encogió el estómago cuando le vio a él juntar las manos en el sello del tigre.
«¿Qué hace? ¿Va a atacarles?»
La propia multitud ahogó una exclamación. Pero no ocurrió nada. Absolutamente nada. El silencio inundó el salón de actos como una densa y espesa niebla. Niños, profesores, manifestantes... todos habían enmudecido repentinamente. Y entonces la vio. Una pluma caía desde el cielo con su baile errático e hipnótico. Y a ella se le sumaron muchas más. Y en cuestión de segundos el aire se había llenado de plumas que se balanceaban a derecha e izquierda... derecha e izquierda... Ayame dio una cabezada, pero casi inmediatamente volvió a levantarla con una sacudida. No se había dado cuenta hasta entonces, pero los párpados le pesaban una tonelada y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no cerrar los ojos. Y sabía que si lo hacía, terminaría profundamente dormida.
«¿Qué ocurre...?» Algunas personas a su alrededor se desplomaron. Y pronto lo entendió. Y aunque era arriesgado, supo que tenía que actuar rápido antes de caer en las garras de Morfeo.
Reprimiendo un bostezo, Ayame juntó las manos en el sello del carnero. Interrumpió momentáneamente el flujo de su propio chakra y apenas un instante después volvió a activarlo súbitamente.
—K... ¡Kai! —exclamó, con un hilo de voz, y la nube de plumas se dispersó a su alrededor. Ayame jadeó, aliviada, y aunque aún se sentía algo somnolienta, no pudo evitar dirigir una mirada cargada de orgullo hacia su propio padre. Nunca. Jamás había conseguido disolver una ilusión suya.
Todas las demás personas en la sala, a excepción de los profesores que también habían sabido ver el Genjutsu a tiempo, dormían ahora a pierna suelta. Y los gritos de protesta se habían transformado en algún que otro ronquido.
—Venga, ¡lleváos a estos gilipollas! Yo me ocupo de dar la charla —ordenó Zetsuo, y los profesores no tardaron en cumplir con ayuda de algún que otro ninja de rango medio que se había acercado al escuchar el alboroto.
Los niños se despertaron en cuanto el médico deshizo la ilusión, y aún entre confusas preguntas sobre lo que había pasado y con la niebla del sueño aún rondando sus infantiles mentes, se vieron obligados a atender a las palabras de Zetsuo, que había decidido seguir con la charla.
—Como he dicho antes, si no fuese por las vacunas ahora estaríais muertos. Quizás la mitad de vosotros. Y de esa mitad, otra mitad no habríais ni nacido, porque vuestros padres estaban muertos. Así que no me toquéis los cojones y escuchad lo que tengo que decir.
El resto del discurso transcurrió sin más problemas. Ayame, desde su puesto, aún bostezaba de vez en cuando y se frotaba los ojos con gesto cansado. Y, cuando al fin llegó de verdad la diapositiva final, fueron los profesores los que prorrumpieron en aplausos mientras los chiquillos se miraban los unos a los otros, acobardados e inseguros.
—Ayame, cierra la puerta y asegúrala.
—¿Qu...? ¡Sí! —la súbita orden había conseguido sobresaltarla, pero no necesitó más que unas centésimas de segundo para despejarse y obedecer.
Los niños volvían a murmurar, preguntándose qué iba a pasar ahora. Y uno de los profesores tuvo que calmar a alguno que ellos, que se había echado a llorar sin remedio.
—Hanaiko, trae la carretilla que hay tras esa puerta —le indicó, señalando una puerta entreabierta que había en un lateral del estrado.
Si Daruu obedecía, abriría una chirriante puerta de madera y se encontraría en una nueva sala sumida entre las sombras. Sin embargo, entre el batiburrillo de objetos indistinguibles, junto a una de las paredes se apreciaba la silueta de una especie de carretilla metálica tapada con una lona...
Nada. Las intimidatorias palabras de Zetsuo no servían de nada. La multitud seguía gritando y agitando sus pancartas en contra de las vacunas y habían comenzado a invadir el salón de actos y a empujar a niños y senseis en su afán por llegar hasta el estrado, y Ayame volvió a removerse en el sitio cuando vio a su padre entornar los ojos en un gesto peligroso. Tenía que hacer algo. ¿Pero qué podía hacer alguien como ella, una genin prácticamente recién graduada de la academia, frente a tanta gente enaltecida? Por el rabillo del ojo vio que Daruu se adelantaba, con las manos entrelazadas listo para realizar alguna técnica, y maldijo su propia cobardía para sus adentros. Sin embargo, Zetsuo le cortó el paso con el brazo y a Ayame se le encogió el estómago cuando le vio a él juntar las manos en el sello del tigre.
«¿Qué hace? ¿Va a atacarles?»
La propia multitud ahogó una exclamación. Pero no ocurrió nada. Absolutamente nada. El silencio inundó el salón de actos como una densa y espesa niebla. Niños, profesores, manifestantes... todos habían enmudecido repentinamente. Y entonces la vio. Una pluma caía desde el cielo con su baile errático e hipnótico. Y a ella se le sumaron muchas más. Y en cuestión de segundos el aire se había llenado de plumas que se balanceaban a derecha e izquierda... derecha e izquierda... Ayame dio una cabezada, pero casi inmediatamente volvió a levantarla con una sacudida. No se había dado cuenta hasta entonces, pero los párpados le pesaban una tonelada y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no cerrar los ojos. Y sabía que si lo hacía, terminaría profundamente dormida.
«¿Qué ocurre...?» Algunas personas a su alrededor se desplomaron. Y pronto lo entendió. Y aunque era arriesgado, supo que tenía que actuar rápido antes de caer en las garras de Morfeo.
Reprimiendo un bostezo, Ayame juntó las manos en el sello del carnero. Interrumpió momentáneamente el flujo de su propio chakra y apenas un instante después volvió a activarlo súbitamente.
—K... ¡Kai! —exclamó, con un hilo de voz, y la nube de plumas se dispersó a su alrededor. Ayame jadeó, aliviada, y aunque aún se sentía algo somnolienta, no pudo evitar dirigir una mirada cargada de orgullo hacia su propio padre. Nunca. Jamás había conseguido disolver una ilusión suya.
Todas las demás personas en la sala, a excepción de los profesores que también habían sabido ver el Genjutsu a tiempo, dormían ahora a pierna suelta. Y los gritos de protesta se habían transformado en algún que otro ronquido.
—Venga, ¡lleváos a estos gilipollas! Yo me ocupo de dar la charla —ordenó Zetsuo, y los profesores no tardaron en cumplir con ayuda de algún que otro ninja de rango medio que se había acercado al escuchar el alboroto.
Los niños se despertaron en cuanto el médico deshizo la ilusión, y aún entre confusas preguntas sobre lo que había pasado y con la niebla del sueño aún rondando sus infantiles mentes, se vieron obligados a atender a las palabras de Zetsuo, que había decidido seguir con la charla.
—Como he dicho antes, si no fuese por las vacunas ahora estaríais muertos. Quizás la mitad de vosotros. Y de esa mitad, otra mitad no habríais ni nacido, porque vuestros padres estaban muertos. Así que no me toquéis los cojones y escuchad lo que tengo que decir.
El resto del discurso transcurrió sin más problemas. Ayame, desde su puesto, aún bostezaba de vez en cuando y se frotaba los ojos con gesto cansado. Y, cuando al fin llegó de verdad la diapositiva final, fueron los profesores los que prorrumpieron en aplausos mientras los chiquillos se miraban los unos a los otros, acobardados e inseguros.
—Ayame, cierra la puerta y asegúrala.
—¿Qu...? ¡Sí! —la súbita orden había conseguido sobresaltarla, pero no necesitó más que unas centésimas de segundo para despejarse y obedecer.
Los niños volvían a murmurar, preguntándose qué iba a pasar ahora. Y uno de los profesores tuvo que calmar a alguno que ellos, que se había echado a llorar sin remedio.
—Hanaiko, trae la carretilla que hay tras esa puerta —le indicó, señalando una puerta entreabierta que había en un lateral del estrado.
Si Daruu obedecía, abriría una chirriante puerta de madera y se encontraría en una nueva sala sumida entre las sombras. Sin embargo, entre el batiburrillo de objetos indistinguibles, junto a una de las paredes se apreciaba la silueta de una especie de carretilla metálica tapada con una lona...