18/09/2016, 18:03
(Última modificación: 18/09/2016, 18:03 por Aotsuki Ayame.)
Dentro de la posada parecía haber cundido el más absoluto pánico. Los clientes se levantaban apresurados de sus mesas y todos se dirigían hacia la barra de la posada, donde la posadera sujetaba entre sus manos varios papeles y no dejaba de gesticular, tan alterada como el resto de los clientes. Alguien golpeó una mesa, hubo nuevos gritos, pero Ayame fue incapaz de comprenderlos desde su posición.
—Esto es malo... Tenemos que entrar, Dat... —comenzó a decir, pero entonces alguien abrió la puerta con tal fuerza que Ayame tuvo que apartarse rápidamente para no ser aplastada por ella.
De la posada salió un hombre adulto, de cabellos negros y cortos y barba de tres días. Parecía terriblemente enfadado, y en su afán de encontrar lo que quiera que fuera que estaba buscando dio con la asustada Ayame.
—¡Tú! —gritó, y ella se encogió en un acto reflejo preguntándose qué había hecho. Sin embargo, el hombre se limitó a señalarla con un dedo como una salchicha—. ¡¿Dónde está el malnacido?!
—Q... ¿Quién...? —balbuceó, confusa, pero enseguida salió otro hombre, más bajito y sin barba.
—¡Debes ayudarnos! —Sus ojos estaban clavados en su frente. En su bandana—. ¡Es tu deber!
Pero antes de que Ayame pudiera siquiera reaccionar, media docena más de personas salieron de la posada y prácticamente la acorralaron entre gritos desesperados.
—¡Somos tu pueblo! ¡¿Acaso no vas a defender a tu gente?!
—¡POR ALGO PAGAMOS NUESTROS IMPUESTOS! —aulló otra mujer, regordeta y de cabellos rizados. Estaba tan enfadada que sus ojos amenazaban con salir despedidos de sus órbitas y una vena palpitaba peligrosamente en su cuello—. ¡NUESTROS IMPUESTOS!
—¡Ya no hay respeto por nada! —Otra mujer se abrió paso entre el tumulto hacia Ayame. Aquella fue a la única a la que reconoció: era la misma camarera a la que le había pedido un plato anteriormente—. ¡Mira! ¡Mira esta broma de mal gusto! —le gritó, poniéndole varios fragmentos de lo que parecía ser papel higiénico a escasos centímetros del rostro. A aquella escasa distancia, y tan asustada estaba, que a Ayame le costó enfocar la visión para tratar de ver lo que le estaban enseñando. Pero enseguida pudo distinguir los trazos de tinta azul que dibujaban símbolos sencillos como el de una carita sonriente sacando la lengua o el dibujo de una caca.
—Pero... pero... —balbuceó, tomando los dibujos y alternando miradas extrañadas entre el cúmulo de gente y los papeles—. ¿Todo este ajetreo viene sólo por unos dibujos en el papel higiénico...?
A sus espaldas, un aullido familiar rasgó el aire y le revolvió las entrañas al recordarle una anécdota similar en el pasado:
—¡¡¡YEEEEEHAAAAAA!!!
Ella sola, atrapada en una posada, mientras Datsue escapaba a pleno galope con un grito de libertad...
Ayame miró hacia atrás con los ojos entornados y el ceño fruncido y apretó los puños, aplastando los dibujos en el proceso.
—Esto es malo... Tenemos que entrar, Dat... —comenzó a decir, pero entonces alguien abrió la puerta con tal fuerza que Ayame tuvo que apartarse rápidamente para no ser aplastada por ella.
De la posada salió un hombre adulto, de cabellos negros y cortos y barba de tres días. Parecía terriblemente enfadado, y en su afán de encontrar lo que quiera que fuera que estaba buscando dio con la asustada Ayame.
—¡Tú! —gritó, y ella se encogió en un acto reflejo preguntándose qué había hecho. Sin embargo, el hombre se limitó a señalarla con un dedo como una salchicha—. ¡¿Dónde está el malnacido?!
—Q... ¿Quién...? —balbuceó, confusa, pero enseguida salió otro hombre, más bajito y sin barba.
—¡Debes ayudarnos! —Sus ojos estaban clavados en su frente. En su bandana—. ¡Es tu deber!
Pero antes de que Ayame pudiera siquiera reaccionar, media docena más de personas salieron de la posada y prácticamente la acorralaron entre gritos desesperados.
—¡Somos tu pueblo! ¡¿Acaso no vas a defender a tu gente?!
—¡POR ALGO PAGAMOS NUESTROS IMPUESTOS! —aulló otra mujer, regordeta y de cabellos rizados. Estaba tan enfadada que sus ojos amenazaban con salir despedidos de sus órbitas y una vena palpitaba peligrosamente en su cuello—. ¡NUESTROS IMPUESTOS!
—¡Ya no hay respeto por nada! —Otra mujer se abrió paso entre el tumulto hacia Ayame. Aquella fue a la única a la que reconoció: era la misma camarera a la que le había pedido un plato anteriormente—. ¡Mira! ¡Mira esta broma de mal gusto! —le gritó, poniéndole varios fragmentos de lo que parecía ser papel higiénico a escasos centímetros del rostro. A aquella escasa distancia, y tan asustada estaba, que a Ayame le costó enfocar la visión para tratar de ver lo que le estaban enseñando. Pero enseguida pudo distinguir los trazos de tinta azul que dibujaban símbolos sencillos como el de una carita sonriente sacando la lengua o el dibujo de una caca.
—Pero... pero... —balbuceó, tomando los dibujos y alternando miradas extrañadas entre el cúmulo de gente y los papeles—. ¿Todo este ajetreo viene sólo por unos dibujos en el papel higiénico...?
A sus espaldas, un aullido familiar rasgó el aire y le revolvió las entrañas al recordarle una anécdota similar en el pasado:
—¡¡¡YEEEEEHAAAAAA!!!
Ella sola, atrapada en una posada, mientras Datsue escapaba a pleno galope con un grito de libertad...
Ayame miró hacia atrás con los ojos entornados y el ceño fruncido y apretó los puños, aplastando los dibujos en el proceso.