3/11/2016, 16:43
Kōri lo intentó con todas sus fuerzas, pero la presión por la velocidad era tan grande que fue incapaz de separar los brazos del techo y formar un escudo de hielo que les protegiera del inminente impacto. Irritado, apretó las mandíbulas y al final se vio obligado a cerrar los ojos cuando el aire se volvió insoportable por más tiempo. Seguían cayendo, y cayendo. Cada vez a más velocidad. A Ayame se le bloqueó el aire en los pulmones y fue incapaz de respirar por más tiempo.
Y entonces, se detuvo.
Salieron disparados contra el suelo del ascensor. Ayame intentó transformarse en agua, pero de repente se vio incapaz de hacerlo. Los cuatro atravesaron el metal con un ensordecedor estallido y Ayame sintió un dolor indescriptible, como si le hubiesen triturado todos los huesos del cuerpo al mismo tiempo. Nunca jamás había sentido tanto dolor, y durante un instante todo su mundo se apagó a su alrededor. Si había perdido o no la consciencia momentáneamente jamás lo sabría. Cuando fue capaz de razonar de nuevo se vio a sí misma tirada sobre una moqueta. A su alrededor sólo había oscuridad, y su corazón se encogió de terror. Una mano gélida se apoyó de repente sobre su hombro y ella se sacudió sobresaltada.
—Tranquila, soy yo. ¿Estás bien? ¿Por qué no te has transformado? —Kōri se había inclinado sobre ella, seguramente para comprobar su estado, y Ayame se incorporó entre violentos temblores.
—No... no he podido hacerlo... —respondió, y entonces miró a su alrededor con desazón—. ¿Cómo... cómo hemos llegado aquí?
Los cuatro estaban en un pasillo oscuro, sin ventanas ni más iluminación que una parpadeante y terrorífica luz carmesí que iluminaba sus rasgos a intervalos regulares. Miró a su izquierda, con el corazón palpitándole con fuerza, y entre aquellos flashes rojos vio que el pasillo terminaba en un callejón sin salida. A la derecha el pasillo se abría en una pared curva que daba a dos puertas sobre las que brillaba aquella luz. Los números 300 y 301 estaban grabados en los carteles que lucían.
—Pero... si nuestras habitaciones estaban... en el último piso... —balbuceó, agarrándose con tal fuerza al brazo de su hermano que sus dedos se clavaron en él—. Y hemos caído con el ascensor... —miró hacia el techo, como si esperara ver en él algún tipo de trampilla o algo que pudiera indicar que habían caído desde él—. No... no entiendo nada...
Se agarró con más fuerza a Kōri y escondió el rostro en su espalda entre silenciosos sollozos de terror.
—No... no quiero ir ahí... Tengo miedo... Sácame de aquí, hermano... Por favor...
—Ayame, no tenemos otro modo de salir —respondió él, antes de dirigir sus escarchados ojos a Ryu y a Eri—. No hay ventanas, ni ninguna otra salida. Vamos a tener que ver qué es lo que hay tras esas puertas.
—¡No!
Y entonces, se detuvo.
Salieron disparados contra el suelo del ascensor. Ayame intentó transformarse en agua, pero de repente se vio incapaz de hacerlo. Los cuatro atravesaron el metal con un ensordecedor estallido y Ayame sintió un dolor indescriptible, como si le hubiesen triturado todos los huesos del cuerpo al mismo tiempo. Nunca jamás había sentido tanto dolor, y durante un instante todo su mundo se apagó a su alrededor. Si había perdido o no la consciencia momentáneamente jamás lo sabría. Cuando fue capaz de razonar de nuevo se vio a sí misma tirada sobre una moqueta. A su alrededor sólo había oscuridad, y su corazón se encogió de terror. Una mano gélida se apoyó de repente sobre su hombro y ella se sacudió sobresaltada.
—Tranquila, soy yo. ¿Estás bien? ¿Por qué no te has transformado? —Kōri se había inclinado sobre ella, seguramente para comprobar su estado, y Ayame se incorporó entre violentos temblores.
—No... no he podido hacerlo... —respondió, y entonces miró a su alrededor con desazón—. ¿Cómo... cómo hemos llegado aquí?
Los cuatro estaban en un pasillo oscuro, sin ventanas ni más iluminación que una parpadeante y terrorífica luz carmesí que iluminaba sus rasgos a intervalos regulares. Miró a su izquierda, con el corazón palpitándole con fuerza, y entre aquellos flashes rojos vio que el pasillo terminaba en un callejón sin salida. A la derecha el pasillo se abría en una pared curva que daba a dos puertas sobre las que brillaba aquella luz. Los números 300 y 301 estaban grabados en los carteles que lucían.
—Pero... si nuestras habitaciones estaban... en el último piso... —balbuceó, agarrándose con tal fuerza al brazo de su hermano que sus dedos se clavaron en él—. Y hemos caído con el ascensor... —miró hacia el techo, como si esperara ver en él algún tipo de trampilla o algo que pudiera indicar que habían caído desde él—. No... no entiendo nada...
Se agarró con más fuerza a Kōri y escondió el rostro en su espalda entre silenciosos sollozos de terror.
—No... no quiero ir ahí... Tengo miedo... Sácame de aquí, hermano... Por favor...
—Ayame, no tenemos otro modo de salir —respondió él, antes de dirigir sus escarchados ojos a Ryu y a Eri—. No hay ventanas, ni ninguna otra salida. Vamos a tener que ver qué es lo que hay tras esas puertas.
—¡No!