8/11/2016, 17:58
La travesía de los shinobi siguió su progreso a través de los peligrosos bosques de Hi no Kuni. Lo que tiempo ha fuese un remanso de paz y tranquilidad se había convertido, hace algo más de doscientos años, en un paraje hostil donde la flora —y, sobretodo, la fauna— parecían conspirar contra cualquiera que tuviese las agallas, o la mala fortuna, de poner un pie en la foresta.
Cuando por fin dejaron los frondosos árboles del bosque a sus espaldas, los jóvenes gennin dieron con sus huesos en Tanifukai. Akame no pudo evitar sentirse entre entristecido y curioso; las paupérrimas condiciones de los campesinos, la estructura de las viviendas y los caminos evidenciaban que aquellas tierras habían visto días mejores. «Quizás cuando Konoha era una de las Grandes Aldeas». El joven Uchiha no era un experto en historia, pero si algo sabía, era que cuando se producía una catástrofe como aquella y el poder cambiaba de manos, nada volvía a ser lo mismo para los habitantes de la región.
El cansancio había hecho mella ya en el equipo, que apenas tenía fuerzas para conversar, de modo que cuando Yoshimitsu propuso hacer una parada antes de presentarse ante el señor de la fortaleza, a Akame se le iluminó la mirada. Esos mismos ojos brillaron con desdén cuando Datsue —en un alarde de orgullo—, impugnó aquella posibilidad y siguió caminando hacia la gigantesca fortificación que coronaba el valle. «Maldito, ¿cómo puede no estar cansado?».
Sea como fuere, los chicos acabaron viéndose ante los enormes portones de la fortaleza de la familia Yamabushi. Akame no pudo evitar quedarse estupefacto al admirar los altísimos muros de piedra, el profundo foso lleno de agua y quién sabe qué más cosas, y las gruesas cadenas de hierro negro que sujetaban el puente de madera bajo sus pies. Aunque el Sol ya se estaba poniendo, tiñendo el cielo invernal de naranjas, añiles y violetas, los gennin tuvieron la suerte de que las puertas de la fortaleza aún estuviesen abiertas. A aquellas horas apenas se esperaba tránsito entre los campesinos y los habitantes del fortín.
—Ciertamente impresionante —concedió el de Inaka—. Creo que sería una descortesía por nuestra parte presentarnos ante el señor de tamaña fortaleza con el estómago vacío, ¿eh?
Akame estaba hambriento y cualquier excusa le serviría para saciarse. Cruzó el gigantesco arco de piedra del portón y admiró, atónito, el interior de aquella fortificación. Edificios de piedra y madera se derramaban apretados por cada rincón; viviendas, talleres de artesanía, tabernas. Pese a su tamaño, la fortaleza debía albergar un buen número de residentes. La mayoría vivían en el círculo exterior, justo después de las murallas, mientras que el castillo del señor Yamabushi podía intuirse en la lejanía, tras los muros del círculo interior. «Es tal y como se cuenta en las historias». Akame no era un experto ingeniero, pero la arquitectura de aquella fortaleza se correspondía con la de tantos relatos que cualquiera conocía.
Si sus compañeros estaban de acuerdo, el Uchiha entraría en la primera taberna que viese con la intención de comerse hasta un caballo —si es que lo servían—.
Cuando por fin dejaron los frondosos árboles del bosque a sus espaldas, los jóvenes gennin dieron con sus huesos en Tanifukai. Akame no pudo evitar sentirse entre entristecido y curioso; las paupérrimas condiciones de los campesinos, la estructura de las viviendas y los caminos evidenciaban que aquellas tierras habían visto días mejores. «Quizás cuando Konoha era una de las Grandes Aldeas». El joven Uchiha no era un experto en historia, pero si algo sabía, era que cuando se producía una catástrofe como aquella y el poder cambiaba de manos, nada volvía a ser lo mismo para los habitantes de la región.
El cansancio había hecho mella ya en el equipo, que apenas tenía fuerzas para conversar, de modo que cuando Yoshimitsu propuso hacer una parada antes de presentarse ante el señor de la fortaleza, a Akame se le iluminó la mirada. Esos mismos ojos brillaron con desdén cuando Datsue —en un alarde de orgullo—, impugnó aquella posibilidad y siguió caminando hacia la gigantesca fortificación que coronaba el valle. «Maldito, ¿cómo puede no estar cansado?».
Sea como fuere, los chicos acabaron viéndose ante los enormes portones de la fortaleza de la familia Yamabushi. Akame no pudo evitar quedarse estupefacto al admirar los altísimos muros de piedra, el profundo foso lleno de agua y quién sabe qué más cosas, y las gruesas cadenas de hierro negro que sujetaban el puente de madera bajo sus pies. Aunque el Sol ya se estaba poniendo, tiñendo el cielo invernal de naranjas, añiles y violetas, los gennin tuvieron la suerte de que las puertas de la fortaleza aún estuviesen abiertas. A aquellas horas apenas se esperaba tránsito entre los campesinos y los habitantes del fortín.
—Ciertamente impresionante —concedió el de Inaka—. Creo que sería una descortesía por nuestra parte presentarnos ante el señor de tamaña fortaleza con el estómago vacío, ¿eh?
Akame estaba hambriento y cualquier excusa le serviría para saciarse. Cruzó el gigantesco arco de piedra del portón y admiró, atónito, el interior de aquella fortificación. Edificios de piedra y madera se derramaban apretados por cada rincón; viviendas, talleres de artesanía, tabernas. Pese a su tamaño, la fortaleza debía albergar un buen número de residentes. La mayoría vivían en el círculo exterior, justo después de las murallas, mientras que el castillo del señor Yamabushi podía intuirse en la lejanía, tras los muros del círculo interior. «Es tal y como se cuenta en las historias». Akame no era un experto ingeniero, pero la arquitectura de aquella fortaleza se correspondía con la de tantos relatos que cualquiera conocía.
Si sus compañeros estaban de acuerdo, el Uchiha entraría en la primera taberna que viese con la intención de comerse hasta un caballo —si es que lo servían—.