21/11/2016, 18:04
«¡Esto sí que es una coincidencia! Tres jugadores de shogi alrededor de la misma mesa. Si tan sólo tuviera aquí mi tablero y mis fichas...», se lamentó el Uchiha. Claro, que aquellas piezas a las que se refería no estaban ni siquiera cerca de su alcance —guardadas en el viejo baúl de su habitación subterránea bajo las antiguas murallas de Sunagakure no Sato—, y tampoco se las había regalado su padre, sino su maestra.
Sea como fuere, lo que sobrevino al shogi fue una sucesión de carcajadas, bromas picantes tras un descuido lingüístico de la mesera, y más carcajadas. Akame reía como el que más, aunque su risa fuese tan característica como su comportamiento en general; parecía que se conteniese al reír, como si tuviese miedo de soltar todo el aire de sus pulmones. Sin embargo, las chanzas terminaron tan pronto como Datsue empezó a pedir platos. El de Inaka lo observó con el semblante serio y los ojos muy abiertos. Conocía la avaricia de su compañero de Aldea, pero no se imaginaba que pudiera llegar a ser tan descarado.
—Yo tomaré la carne típica del lugar —dijo el Uchiha cuando Datsue hubo terminado—. Estoy seguro de que esos pastos tan verdes deben dar reses de suma calidad —agregó luego, con una sonrisa amable.
Una vez Yoshimitsu —el último en pedir— lo hubiera hecho, el Uchiha se recostaría en su taburete y echaría un vistazo alrededor. La taberna no parecía gran cosa, por muy llena que estuviese, y todavía retenía en su mente la imagen de los campos de chozas precarias y niños descalzos.
—Parece que estas tierras han visto días mejores... —murmuró, aunque lo suficientemente alto como para que sus compañeros se enterasen—. Este gran señor debe haber pagado un buen dinero por semejante cortejo fúnebre, y aún así sus vasallos viven entre desperdicios.
Había algo nuevo en su voz, algo que ni Datsue ni Yoshimitsu habían advertido antes. Entre las tranquilas aguas de su temple buceaba, oculto bajo la superficie, un deje de frialdad.
Sea como fuere, lo que sobrevino al shogi fue una sucesión de carcajadas, bromas picantes tras un descuido lingüístico de la mesera, y más carcajadas. Akame reía como el que más, aunque su risa fuese tan característica como su comportamiento en general; parecía que se conteniese al reír, como si tuviese miedo de soltar todo el aire de sus pulmones. Sin embargo, las chanzas terminaron tan pronto como Datsue empezó a pedir platos. El de Inaka lo observó con el semblante serio y los ojos muy abiertos. Conocía la avaricia de su compañero de Aldea, pero no se imaginaba que pudiera llegar a ser tan descarado.
—Yo tomaré la carne típica del lugar —dijo el Uchiha cuando Datsue hubo terminado—. Estoy seguro de que esos pastos tan verdes deben dar reses de suma calidad —agregó luego, con una sonrisa amable.
Una vez Yoshimitsu —el último en pedir— lo hubiera hecho, el Uchiha se recostaría en su taburete y echaría un vistazo alrededor. La taberna no parecía gran cosa, por muy llena que estuviese, y todavía retenía en su mente la imagen de los campos de chozas precarias y niños descalzos.
—Parece que estas tierras han visto días mejores... —murmuró, aunque lo suficientemente alto como para que sus compañeros se enterasen—. Este gran señor debe haber pagado un buen dinero por semejante cortejo fúnebre, y aún así sus vasallos viven entre desperdicios.
Había algo nuevo en su voz, algo que ni Datsue ni Yoshimitsu habían advertido antes. Entre las tranquilas aguas de su temple buceaba, oculto bajo la superficie, un deje de frialdad.