17/12/2016, 17:13
Ayame fue a girar sobre sus talones rápidamente para abalanzarse sobre la puerta de su habitación y hacer despertar a Kōri de una vez por todas para abandonar aquel lugar maldito cuanto antes. Sin embargo, algo tapó su visión momentáneamente y antes de que pudiera siquiera chillar se vio arrojada contra el suelo.
—¡Ah...! —gimió, dolorida. Y en su aturdimiento fue incapaz de reincorporarse lo suficientemente deprisa. Ni siquiera le dio tiempo a comprobar qué era lo que la había tirado o si Eri había sufrido el mismo destino que ella. Algo en la puerta de la habitación 300 llamó la atención de sus ojos, y pronto se arrepintió de haber mirado siquiera. Se había quedado paralizada del más absoluto terror.
Una sombra difusa, alargada y oscura como la noche se arrastraba hacia ella, reptando por el suelo como una serpiente constituida únicamente por oscuridad. Sin embargo, aquella serpiente no siseaba, sino que se reía. Se reía pese a que no parecía tener boca. Y aquellas carcajadas le ponían la carne de gallina. Ayame sollozó para sí. ¿Alguna vez había pasado tanto miedo? Intentó moverse y apartarse, intentó activar su habilidad para licuar su cuerpo, pero ya era demasiado tarde. La sombra la envolvió. Ayame gritó. Y el estómago le dio un súbito vuelco. Como si hubiese sido engullida por un torbellino de oscuridad, se sintió subir, bajar, girar sobre sí misma... Quiso vomitar. Quiso arrancarse los oídos para dejar de escuchar aquella terrible cacofonía que perforaba sus tímpanos y retumbaba en cada uno de sus huesos. Estaba mareada. Terriblemente mareada... Y sollozaba rogando porque aquella pesadilla terminara de una vez y dejara de torturarla.
«Mátame ya, si quieres... Déjame en paz...» Llegó a pensar, en su profunda desesperación.
Y, de repente, todo se detuvo. El sonido que había llenado sus oídos se alejó de ella. Las sombras desaparecieron de sus ojos. Y entonces se encontró de pie, en un pequeño cubículo que traqueteaba con el sonido de un ronroneante rumor de un motor de fondo.
«El... ¿El ascensor...?» Pensó, completamente desorientada.
—¿Qué...?
Ayame miró a su alrededor, con el sudor frío perlando su frente y el corazón aún redoblando en sus sienes. El alivio invadió su pecho cuando comprobó que no estaba sola allí. Eri, Ryu... ¡Kōri estaba también allí! Y todos parecían sanos y salvos...
Sin embargo, lejos de calmar su terror, Ayame se abrazó a su hermano entre renovados sollozos.
—¡Kōri! Estás... ¡Estás bien! —lloraba y lloraba, incapaz de contenerse.
—A... ¿Ayame? —preguntó Kōri, y cuando Ayame se apartó de él y le miró a los ojos vio más allá de su eterna máscara de hielo y vio la duda y la confusión en ellos—. ¿Qué ocurre?
—T... tú... yo... —balbuceó, sin saber muy bien cómo debía explicarse. Ayame giró la cabeza hacia Eri, esperando ver algún tipo de complicidad en sus ojos. Saber que no se había vuelto loca y lo había soñado todo. ¿Pero cómo podía haber soñado todo aquello desde que habían entrado al ascensor hasta aquel instante? Sólo debían haber pasado unos pocos segundos, ¡era totalmente imposible! ¿Acaso se había vuelto loca? Sacudió la cabeza, y se volvió de nuevo hacia su hermano. Le agarró de la chaqueta con gesto implorante—. N... no lo puedo explicar... ¡Pero tenemos que irnos de aquí ya!
—¿Irnos? Ayame, acabo de pagar la habitación. Es el último hostal que debe quedar en toda Tanzaku Gai y no pod...
—¡No me importa! —le gritó, desesperada. Y Kōri se sobresaltó ligeramente. Ayame nunca, jamás, le había gritado—. ¡No me importa dormir al raso! ¡No me quejaré! ¡Te... te pagaré la habitación cuando tenga más dinero! Pero, por favor, vámonos de aquí...
Kōri frunció ligeramente el ceño y miró al resto de sus acompañantes, más confundido que antes si cabía.
—¡Ah...! —gimió, dolorida. Y en su aturdimiento fue incapaz de reincorporarse lo suficientemente deprisa. Ni siquiera le dio tiempo a comprobar qué era lo que la había tirado o si Eri había sufrido el mismo destino que ella. Algo en la puerta de la habitación 300 llamó la atención de sus ojos, y pronto se arrepintió de haber mirado siquiera. Se había quedado paralizada del más absoluto terror.
Una sombra difusa, alargada y oscura como la noche se arrastraba hacia ella, reptando por el suelo como una serpiente constituida únicamente por oscuridad. Sin embargo, aquella serpiente no siseaba, sino que se reía. Se reía pese a que no parecía tener boca. Y aquellas carcajadas le ponían la carne de gallina. Ayame sollozó para sí. ¿Alguna vez había pasado tanto miedo? Intentó moverse y apartarse, intentó activar su habilidad para licuar su cuerpo, pero ya era demasiado tarde. La sombra la envolvió. Ayame gritó. Y el estómago le dio un súbito vuelco. Como si hubiese sido engullida por un torbellino de oscuridad, se sintió subir, bajar, girar sobre sí misma... Quiso vomitar. Quiso arrancarse los oídos para dejar de escuchar aquella terrible cacofonía que perforaba sus tímpanos y retumbaba en cada uno de sus huesos. Estaba mareada. Terriblemente mareada... Y sollozaba rogando porque aquella pesadilla terminara de una vez y dejara de torturarla.
«Mátame ya, si quieres... Déjame en paz...» Llegó a pensar, en su profunda desesperación.
Y, de repente, todo se detuvo. El sonido que había llenado sus oídos se alejó de ella. Las sombras desaparecieron de sus ojos. Y entonces se encontró de pie, en un pequeño cubículo que traqueteaba con el sonido de un ronroneante rumor de un motor de fondo.
«El... ¿El ascensor...?» Pensó, completamente desorientada.
—¿Qué...?
Ayame miró a su alrededor, con el sudor frío perlando su frente y el corazón aún redoblando en sus sienes. El alivio invadió su pecho cuando comprobó que no estaba sola allí. Eri, Ryu... ¡Kōri estaba también allí! Y todos parecían sanos y salvos...
Sin embargo, lejos de calmar su terror, Ayame se abrazó a su hermano entre renovados sollozos.
—¡Kōri! Estás... ¡Estás bien! —lloraba y lloraba, incapaz de contenerse.
—A... ¿Ayame? —preguntó Kōri, y cuando Ayame se apartó de él y le miró a los ojos vio más allá de su eterna máscara de hielo y vio la duda y la confusión en ellos—. ¿Qué ocurre?
—T... tú... yo... —balbuceó, sin saber muy bien cómo debía explicarse. Ayame giró la cabeza hacia Eri, esperando ver algún tipo de complicidad en sus ojos. Saber que no se había vuelto loca y lo había soñado todo. ¿Pero cómo podía haber soñado todo aquello desde que habían entrado al ascensor hasta aquel instante? Sólo debían haber pasado unos pocos segundos, ¡era totalmente imposible! ¿Acaso se había vuelto loca? Sacudió la cabeza, y se volvió de nuevo hacia su hermano. Le agarró de la chaqueta con gesto implorante—. N... no lo puedo explicar... ¡Pero tenemos que irnos de aquí ya!
—¿Irnos? Ayame, acabo de pagar la habitación. Es el último hostal que debe quedar en toda Tanzaku Gai y no pod...
—¡No me importa! —le gritó, desesperada. Y Kōri se sobresaltó ligeramente. Ayame nunca, jamás, le había gritado—. ¡No me importa dormir al raso! ¡No me quejaré! ¡Te... te pagaré la habitación cuando tenga más dinero! Pero, por favor, vámonos de aquí...
Kōri frunció ligeramente el ceño y miró al resto de sus acompañantes, más confundido que antes si cabía.