29/01/2017, 23:25
Akame sonrió, recuperando su usual expresión de afabilidad y calma, cuando su compañero replicó a la disculpa con una chanza mordaz. El más joven de los Uchiha observó el filo de la pequeña espada que todavía sostenía con la mano diestra; estaba ligeramente manchado de sangre, y relucía con el Sol de Primavera, como una mortífera doncella de cabellos de plata. Pasó los dedos índice y corazón de su mano zurda por la hoja, limpiando algunas gotas del viscoso fluído, y luego siguió hasta la empuñadura y el pomo. La gema pequeña y rugosa que brillaba con un fulgor carmesí cada vez que él utilizaba el Lamento de Hazama.
—¿Te habría matado, de haberlo hecho? —preguntó Akame, momentos después.
En realidad él había apuntado más abajo, al muslo de la pierna ya herida de su compañero. Sin embargo, todavía carecía de la destreza necesaria para obrar un lanzamiento como aquel con la precisión que exigía; lo ocurrido no hacía más que evidenciarlo. Akame se sintió peor por eso que por el hecho de haber podido herir de muerte a su pariente lejano, y eso le entristeció. «La familia es lo primero», le había repetido siempre su maestra.
La explicación que luego dio Haskoz no resultó para nada convincente a oídos del Uchiha de Tanzaku. «De un día para otro, claro... Veo que no vas a revelarme tan fácilmente tu secreto, Haskoz-kun». Sin dejar de sonreír, el más joven de los gennin replicó con audacia.
—No creo que un don así sea algo que cae del cielo —sus ojos, que habían vuelto al color azabache, se clavaron en los de su compañero—. Está bien, no me lo cuentes. Todos tenemos nuestros secretos, supongo —añadió, en un tono algo más misterioso del que le hubiera gustado.
Akame se puso en pie, estirándose sin pudor. Luego se acercó al árbol junto al cual reposaban sus cosas, tomó la vaina de su espada —que todavía colgaba de una rama— y guardó la misma tras limpiarla concienzudamente con su propia camisa. Recogió también el resto de su material que había quedado tirado por ahí, y por último se quedó plantado delante de Haskoz, con la mano derecha extendida.
—¿Te habría matado, de haberlo hecho? —preguntó Akame, momentos después.
En realidad él había apuntado más abajo, al muslo de la pierna ya herida de su compañero. Sin embargo, todavía carecía de la destreza necesaria para obrar un lanzamiento como aquel con la precisión que exigía; lo ocurrido no hacía más que evidenciarlo. Akame se sintió peor por eso que por el hecho de haber podido herir de muerte a su pariente lejano, y eso le entristeció. «La familia es lo primero», le había repetido siempre su maestra.
La explicación que luego dio Haskoz no resultó para nada convincente a oídos del Uchiha de Tanzaku. «De un día para otro, claro... Veo que no vas a revelarme tan fácilmente tu secreto, Haskoz-kun». Sin dejar de sonreír, el más joven de los gennin replicó con audacia.
—No creo que un don así sea algo que cae del cielo —sus ojos, que habían vuelto al color azabache, se clavaron en los de su compañero—. Está bien, no me lo cuentes. Todos tenemos nuestros secretos, supongo —añadió, en un tono algo más misterioso del que le hubiera gustado.
Akame se puso en pie, estirándose sin pudor. Luego se acercó al árbol junto al cual reposaban sus cosas, tomó la vaina de su espada —que todavía colgaba de una rama— y guardó la misma tras limpiarla concienzudamente con su propia camisa. Recogió también el resto de su material que había quedado tirado por ahí, y por último se quedó plantado delante de Haskoz, con la mano derecha extendida.