11/04/2017, 23:27
(Última modificación: 29/07/2017, 02:08 por Amedama Daruu.)
La felicidad se había desplegado en su pecho como una mariposa inquieta, y el sentimiento se contagió rápidamente a sus labios, que formaron una amplia sonrisa ante la felicitación de Daruu por su reciente graduación. Sumergida en su propia emoción, Ayame le había mostrado el pergamino con los detalles de la misión, pero él ya parecía conocerlos al dedillo. Era normal, después de todo, su madre debía de haberle puesto al tanto de cuál era su papel en todo aquello.
Un papel cuyos detalles todavía se escapaban a su ansiosa curiosidad.
Intrigada por el viaje que les aguardaba, Ayame le preguntó a Daruu.
—Sí, un par de veces o tres. Tranquila, como mucho tienes que temer morirte de aburrimiento por los trigales y pasar un poco de frío en las tierras de la nieve. ¿Habéis traído una capa o algo? —preguntó, señalando la mochila que cargaba a su espalda. En uno de los laterales ondeaba una capa que, en un principio, había tomado como un pedazo de tela más.
A Ayame se le cayó el alma a los pies. Pese a que los habían citado a las puertas de las aldeas, no se le había ocurrido la remota posibilidad de que en su primera misión como kunoichi le hicieran salir al exterior. Y mucho menos que tuvieran que pasar más de un día fuera...
—Ya me he encargado yo —intervino Kōri, y aunque Ayame se sintió aliviada al ver la abultada mochila con la que cargaba, se encogió sobre sí misma cuando clavó en ella sus ojos gélidos—. Pero estate atenta para la próxima vez, Ayame.
—Lo siento. No volverá a ocurrir, Kōri... -sensei —se excusó, con una ligera inclinación.
Él sacudió la cabeza y se volvió con lentitud.
—Si estáis listos, nos vamos. Nos espera un largo viaje.
Ayame asintió, nerviosa.
Aunque no existía ninguna muralla que delimitara el perímetro de la aldea, quedaba muy claro dónde empezaba y acababa. El lago que rodeaba Amegakure, y que estaba alimentado por las permanentes precipitaciones que asolaban la región, era su muralla. Y entre la misma aldea y el puente que los conectaba con el resto del continente estaba el punto de control, siempre vigilado por un par de ninjas de alto rango. Kōri se adelantó para justificar el motivo de su partida y, tras un breve intercambio de palabras, los tres fueron libres para abandonar al fin la aldea.
Ni siquiera habían terminado de recorrer el puente, pero Ayame ya miraba a su alrededor extasiada. El mundo se abría ante ella por primera vez, y ya no veía rascacielos, asfalto y luces de neón allá donde mirara. Ahora había agua, árboles en la lejanía, el rumor de la lluvia en sus oídos y el misterio de lo que les aguardaría delante de sus pasos. Sentía miedo... pero al mismo tiempo sentía una emoción desenfrenada.
—Ahora que lo pienso... Vamos a pasar cerca de Shinogi-To... y la Ciudad Fantasma —pensó en voz alta, y un desagradable escalofrío la sacudió de los pies a la cabeza.
Kōri le dirigió una larga mirada, pero no dijo nada al respecto. Su rostro seguía siendo inescrutable, una máscara de insensibilidad perfecta.
Un papel cuyos detalles todavía se escapaban a su ansiosa curiosidad.
Intrigada por el viaje que les aguardaba, Ayame le preguntó a Daruu.
—Sí, un par de veces o tres. Tranquila, como mucho tienes que temer morirte de aburrimiento por los trigales y pasar un poco de frío en las tierras de la nieve. ¿Habéis traído una capa o algo? —preguntó, señalando la mochila que cargaba a su espalda. En uno de los laterales ondeaba una capa que, en un principio, había tomado como un pedazo de tela más.
A Ayame se le cayó el alma a los pies. Pese a que los habían citado a las puertas de las aldeas, no se le había ocurrido la remota posibilidad de que en su primera misión como kunoichi le hicieran salir al exterior. Y mucho menos que tuvieran que pasar más de un día fuera...
—Ya me he encargado yo —intervino Kōri, y aunque Ayame se sintió aliviada al ver la abultada mochila con la que cargaba, se encogió sobre sí misma cuando clavó en ella sus ojos gélidos—. Pero estate atenta para la próxima vez, Ayame.
—Lo siento. No volverá a ocurrir, Kōri... -sensei —se excusó, con una ligera inclinación.
Él sacudió la cabeza y se volvió con lentitud.
—Si estáis listos, nos vamos. Nos espera un largo viaje.
Ayame asintió, nerviosa.
Aunque no existía ninguna muralla que delimitara el perímetro de la aldea, quedaba muy claro dónde empezaba y acababa. El lago que rodeaba Amegakure, y que estaba alimentado por las permanentes precipitaciones que asolaban la región, era su muralla. Y entre la misma aldea y el puente que los conectaba con el resto del continente estaba el punto de control, siempre vigilado por un par de ninjas de alto rango. Kōri se adelantó para justificar el motivo de su partida y, tras un breve intercambio de palabras, los tres fueron libres para abandonar al fin la aldea.
Ni siquiera habían terminado de recorrer el puente, pero Ayame ya miraba a su alrededor extasiada. El mundo se abría ante ella por primera vez, y ya no veía rascacielos, asfalto y luces de neón allá donde mirara. Ahora había agua, árboles en la lejanía, el rumor de la lluvia en sus oídos y el misterio de lo que les aguardaría delante de sus pasos. Sentía miedo... pero al mismo tiempo sentía una emoción desenfrenada.
—Ahora que lo pienso... Vamos a pasar cerca de Shinogi-To... y la Ciudad Fantasma —pensó en voz alta, y un desagradable escalofrío la sacudió de los pies a la cabeza.
Kōri le dirigió una larga mirada, pero no dijo nada al respecto. Su rostro seguía siendo inescrutable, una máscara de insensibilidad perfecta.