17/04/2017, 16:44
(Última modificación: 29/07/2017, 02:08 por Amedama Daruu.)
—Shinogi-to es sólo una ciudad grande con muy poca guardia permanente —respondió Daruu con un sonoro resoplido—. Hay que saber por dónde pasar y a quién no dirigirse: osea, a nadie. Pero no debería pasar nada incluso si entramos. Bueno, sí, que comeríamos y dormiríamos mal.
Pese a que su compañero le restaba importancia, a Ayame no le hacía ninguna gracia pasar por allí. En su mente había imaginado una y otra vez el aspecto de Shinogi-to como una siniestra ciudad sumida en tinieblas, con casas destartaladas y siluetas aquí y allá mirándola desde las sombras con ojos maliciosos cargados de malas intenciones. No, Shinogi-to no podía ser un lugar seguro, por mucho que Daruu así lo afirmara.
—¿Qué es... la Ciudad Fantasma? —preguntó el genin.
Pero antes de que Ayame pudiera responder, Kōri se le adelantó.
—La Ciudad Fantasma son las ruinas de una antigua ciudad tres veces más grande que Amegakure y Shinogi-to juntas. Sin embargo, el ataque del Gobi hace diez años la borró del mapa, junto a todos sus habitantes.
Ayame hundió la mirada, sombría. Cuando sucedió el ataque, ella era demasiado pequeña para ser consciente siquiera de la situación. Pero ahora sabía bien que aquella catástrofe era la razón por la que se había convertido en el contenedor de aquel monstruo.
Un súbito pinchazo atravesó su espalda de parte a parte, y Ayame dobló su cuerpo con un gemido de dolor. Intentó resistir, pero al final sucumbió al dolor y dio con sus rodillas en el suelo, con el sudor frío perlando su frente. A lo lejos, un espeluznante bramido hendió el aire y un escalofriante frío rodeó sus hombros.
—¿...estás bien?
Kōri se había inclinado sobre ella, y Ayame sacudió la cabeza tratando de despejarse.
—Ha... ¿Habéis oído eso...? —balbuceó, pero Kōri parpadeó perplejo e intercambió una mirada interrogante con Daruu.
—¿El qué?
Ayame miró a Daruu por el rabillo del ojo, pero sabiendo lo que iba a obtener en respuesta volvió a sacudir la cabeza y se obligó a reincorporarse. El pinchazo había remitido y ya sólo era una leve palpitación entre los omóplatos.
—Nada. He debido imaginarlo. Estoy bien, sólo he tropezado —mintió, con la cabeza gacha, antes de ponerse de nuevo en camino. Aunque por dentro no podía parar de preguntarse qué demonios había sido eso.
Pese a que su compañero le restaba importancia, a Ayame no le hacía ninguna gracia pasar por allí. En su mente había imaginado una y otra vez el aspecto de Shinogi-to como una siniestra ciudad sumida en tinieblas, con casas destartaladas y siluetas aquí y allá mirándola desde las sombras con ojos maliciosos cargados de malas intenciones. No, Shinogi-to no podía ser un lugar seguro, por mucho que Daruu así lo afirmara.
—¿Qué es... la Ciudad Fantasma? —preguntó el genin.
Pero antes de que Ayame pudiera responder, Kōri se le adelantó.
—La Ciudad Fantasma son las ruinas de una antigua ciudad tres veces más grande que Amegakure y Shinogi-to juntas. Sin embargo, el ataque del Gobi hace diez años la borró del mapa, junto a todos sus habitantes.
Ayame hundió la mirada, sombría. Cuando sucedió el ataque, ella era demasiado pequeña para ser consciente siquiera de la situación. Pero ahora sabía bien que aquella catástrofe era la razón por la que se había convertido en el contenedor de aquel monstruo.
Un súbito pinchazo atravesó su espalda de parte a parte, y Ayame dobló su cuerpo con un gemido de dolor. Intentó resistir, pero al final sucumbió al dolor y dio con sus rodillas en el suelo, con el sudor frío perlando su frente. A lo lejos, un espeluznante bramido hendió el aire y un escalofriante frío rodeó sus hombros.
—¿...estás bien?
Kōri se había inclinado sobre ella, y Ayame sacudió la cabeza tratando de despejarse.
—Ha... ¿Habéis oído eso...? —balbuceó, pero Kōri parpadeó perplejo e intercambió una mirada interrogante con Daruu.
—¿El qué?
Ayame miró a Daruu por el rabillo del ojo, pero sabiendo lo que iba a obtener en respuesta volvió a sacudir la cabeza y se obligó a reincorporarse. El pinchazo había remitido y ya sólo era una leve palpitación entre los omóplatos.
—Nada. He debido imaginarlo. Estoy bien, sólo he tropezado —mintió, con la cabeza gacha, antes de ponerse de nuevo en camino. Aunque por dentro no podía parar de preguntarse qué demonios había sido eso.