19/06/2015, 16:07
La tormenta seguía arreciando con violencia, sacudiendo las llanuras con su furia. Los dos gennin trataban de hacerse entender sobre el retumbar de los truenos y los alaridos del viento, comunicándose a duras penas. Kunie sonrió a medias cuando el muchacho la llamó 'su ángel de la guarda', pero no dijo nada. Probablemente porque estaba demasiado ocupada tratando de resistir la ira del cielo, agarrando su capa y manteniendo el chakra en las suelas de sus sandalias ninja para no hundirse en el barro del sendero. Un resplandor la cegó por momentos cuando un rayo alcanzó tierra en las cercanías.
"Esto se está volviendo realmente peligroso... Tenemos que ponernos a cubierto ya."
Cuando el extranjero la apremió a llegar al refugio lo antes posible, Kunie no se lo pensó dos veces. Con la mano derecha se caló la capucha, cubriéndose el rostro casi por completo, y echó a andar. Esperaba que el chico pudiera seguirle el ritmo, enfangado como iba hasta la coronilla.
Siguieron caminando durante unos minutos que se hicieron agónicos, y al fin, los ojos ambarinos de la kunoichi vislumbraron una silueta conocida junto al sendero. Se trataba de una piedra, pero no una piedra cualquiera, no señor. No era ningún vulgar pedrusco. Era alargada, como si la hubieran esculpido a través de un soplador de vidrio, y levantaba más de dos metros del suelo; la distancia justa para que fuera visible a una buena distancia, pero no atrayese la peligrosa atención de los rayos que caían sobre cualquier cosa que se atreviera a alzarse demasiado.
- ¡Allí! - gritó Kunie con gran alivio.- ¡Es allí! ¡Corre!
Como si los dioses les estuvieran jugando una mala pasada, la tormenta aumentó su violencia por momentos. La kunoichi echó a correr hacia el pedrusco, ignorando completamente al extranjero. Una vez junto a la señal, no tardó en ver una grieta excavada en el suelo, que se abría a un lado del sendero; era el preciado refugio. A la carrera, bajó las improvisadas escaleras que había construido quienquiera que fuese el buen samaritano autor del refugio, y abrió la puerta de madera que la separaba de la salvación.
Suspiró, aliviada, cuando sintió el techo sobre su cabeza. El refugio era precario y modesto, de apenas veinte metros cuadrados. El único mobiliario lo conformaban una mesa, un cajón con leña y algunos utensilios, y un par de banquetas. En la pared contraria a la entrada había un hueco, con rescoldos de la hoguera con la que se habían calentando los últimos viajeros.
- Por fin... - dio media vuelta, buscando a su acompañante.- ¿Sigues de una pieza?
"Esto se está volviendo realmente peligroso... Tenemos que ponernos a cubierto ya."
Cuando el extranjero la apremió a llegar al refugio lo antes posible, Kunie no se lo pensó dos veces. Con la mano derecha se caló la capucha, cubriéndose el rostro casi por completo, y echó a andar. Esperaba que el chico pudiera seguirle el ritmo, enfangado como iba hasta la coronilla.
Siguieron caminando durante unos minutos que se hicieron agónicos, y al fin, los ojos ambarinos de la kunoichi vislumbraron una silueta conocida junto al sendero. Se trataba de una piedra, pero no una piedra cualquiera, no señor. No era ningún vulgar pedrusco. Era alargada, como si la hubieran esculpido a través de un soplador de vidrio, y levantaba más de dos metros del suelo; la distancia justa para que fuera visible a una buena distancia, pero no atrayese la peligrosa atención de los rayos que caían sobre cualquier cosa que se atreviera a alzarse demasiado.
- ¡Allí! - gritó Kunie con gran alivio.- ¡Es allí! ¡Corre!
Como si los dioses les estuvieran jugando una mala pasada, la tormenta aumentó su violencia por momentos. La kunoichi echó a correr hacia el pedrusco, ignorando completamente al extranjero. Una vez junto a la señal, no tardó en ver una grieta excavada en el suelo, que se abría a un lado del sendero; era el preciado refugio. A la carrera, bajó las improvisadas escaleras que había construido quienquiera que fuese el buen samaritano autor del refugio, y abrió la puerta de madera que la separaba de la salvación.
Suspiró, aliviada, cuando sintió el techo sobre su cabeza. El refugio era precario y modesto, de apenas veinte metros cuadrados. El único mobiliario lo conformaban una mesa, un cajón con leña y algunos utensilios, y un par de banquetas. En la pared contraria a la entrada había un hueco, con rescoldos de la hoguera con la que se habían calentando los últimos viajeros.
- Por fin... - dio media vuelta, buscando a su acompañante.- ¿Sigues de una pieza?