28/04/2017, 00:40
(Última modificación: 29/07/2017, 02:09 por Amedama Daruu.)
El carro inició la marcha, y al constante rumor de las ruedas sobre la tierra enseguida le acompañó el golpeteo de los cascos de los caballos. A la pregunta formulada por Ayame, el mercader negó con la cabeza, cerró los ojos y levantó el dedo hacia el cielo.
—No he dicho eso, zagala —replicó—. He dicho que es el único peligro que suele haber, si es que alguna vez hay algún incidente. Y la verdad, no suele haberlo. Eso si no tienes en cuenta el aburrimiento, claro, ¡ja, ja, ja!
Rio, pero Ayame se sentía demasiado inquieta como para formular algo más que una sonrisa nerviosa.
—Ya... Ojalá tengamos suerte —se le escapó, pero enseguida sacudió la cabeza, tratando de dejar atrás sus preocupaciones—. Por cierto, me llamo Aotsuki Ayame.
«No zagala.» Completó su cerebro, pero jamás llegó a pronunciar aquellas palabras.
En su lugar, se acomodó en su sitio y apoyó la espalda contra el respaldo. Aún inquieta, echaba cada dos por tres una ojeada a su alrededor, entre los árboles y los arbustos que iban dejando atrás. Como si esperara ver en cualquier momento la sombra del peligro cernirse sobre ellos. Pero los minutos pasaban, y la kunoichi fue relajando la guardia de manera inevitable. Al cabo de media hora, sus ojos paseaban plácidamente por el paisaje que los rodeaba, maravillándose ante la belleza del mundo exterior. En algún momento alzó la mirada hacia el cielo encapotado, y aunque le costó verla en aquella maraña de nubes, un movimiento atrajo su mirada. Un ave blanca surcaba el cielo por encima de ellos. Por su tamaño y su forma de volar, debía de ser un ave rapaz. Pero no alcanzaba a distinguir el qué. Y mientras se deleitaba con la libertad del vuelo de aquel majestuoso animal, el ligero traqueteo del carromato fue relajándola poco a poco. Ayame se vio obligada a parpadear con más frecuencia, tratando de controlar la modorra que la estaba invadiendo de forma lenta pero inexorable. Y justo cuando se estaba rindiendo a Morfeo y había sucumbido a cerrar los ojos momentáneamente para descansar la vista...
Un carro saltó repentinamente. Ayame sintió un fuerte golpe en la coronilla y volvió al mundo real con un grito de sorpresa que se vio enmudecido por el relincho de los caballos. Un bache en el camino.
—Arrrgh, maldita sea, lo siento —gruñó el hombre del carro, justo cuando consiguió recuperar el control de la situación—. Para llegar a Yukio debemos abandonar los caminos de Shinogi-to, que son los que mejor están cuidados, por supuesto... —Señaló a la izquierda del carro, y cuando Ayame siguió la dirección de su dedo se encogió al descubrir en la lejanía una silueta de piedra oscura—. ¡Mirad! Ahí está la ciudad. ¿Véis? Hemos tenido suerte, ni rastro de la banda. A partir de aquí, el camino está solitario casi siempre. Y si nos cruzamos con alguien, será otro mercader. Pocas veces veo a alguien en el camino de Shinogi-to a Yukio.
«Es más siniestro de lo que imaginé...» Pensó Ayame, tragando grueso.
Aunque era todo un alivio escuchar que habían pasado la zona de amenaza. A partir de entonces podrían relajarse, aunque comenzaba a resultar difícil, con todas aquellas maderas clavándose en la parte posterior de las rodillas, la espalda y la nuca.
—Si seguimos así, seguramente alcancemos Yukio al caer la noche —comentó el mercader, y Ayame alzó la mirada hacia el cielo de nuevo. Sin embargo, en un cielo siempre cubierto de nubes era difícil calcular una hora aproximada.
—¿No os ponéis las capas, chicos? Está cayendo una increíble, y así, tan parados... Vais a coger una buena.
Ayame se sintió palidecer.
—Bah, yo estoy acostumbrado —comentó Daruu, y Ayame se sobresaltó al escuchar su voz. No había hablado en todo el viaje, y casi se había olvidado de su presencia—. No suelo pillar los resfriados.
—Ya, ya, ¿Pero habéis pensado que nos dirigimos a Yukio? Cuando empecemos a ver nieve, desearéis que lo único que tengáis empapado sea la capa de viaje, no la ropa dentro de la capa.
Daruu se lo pensó unos instantes, pero luego se agachó, desató la capa que llevaba en los tirantes de la mochila de viaje y se la colocó enseguida.
—¡Ahhh, veo que has recapacitado sobre ello! —se rio el comerciante.
Daruu apartó la mirada, pero enseguida se rio también.
—Tiene usted razón, mejor prevenir que curar —respondió, colocándose la capucha por encima de la cabeza.
Pero Ayame apartó la mirada sin pronunciar palabra. Ella no llevaba consigo más que sus armas y su ropa. Kōri se había encargado de suplir su despiste, pero se había llevado con él su mochila de viaje.
Con su capa.
Tendría que aguantar sin rechistar. Y rezar a Amenokami por no pillar una buena pulmonía.
—¿Cuántas horas faltan exactamente para llegar a Yukio? —preguntó con un hilo de voz, sólo por ser consciente de cuánto tendría que soportar aquel tormento—. He perdido la noción del tiempo...
—No he dicho eso, zagala —replicó—. He dicho que es el único peligro que suele haber, si es que alguna vez hay algún incidente. Y la verdad, no suele haberlo. Eso si no tienes en cuenta el aburrimiento, claro, ¡ja, ja, ja!
Rio, pero Ayame se sentía demasiado inquieta como para formular algo más que una sonrisa nerviosa.
—Ya... Ojalá tengamos suerte —se le escapó, pero enseguida sacudió la cabeza, tratando de dejar atrás sus preocupaciones—. Por cierto, me llamo Aotsuki Ayame.
«No zagala.» Completó su cerebro, pero jamás llegó a pronunciar aquellas palabras.
En su lugar, se acomodó en su sitio y apoyó la espalda contra el respaldo. Aún inquieta, echaba cada dos por tres una ojeada a su alrededor, entre los árboles y los arbustos que iban dejando atrás. Como si esperara ver en cualquier momento la sombra del peligro cernirse sobre ellos. Pero los minutos pasaban, y la kunoichi fue relajando la guardia de manera inevitable. Al cabo de media hora, sus ojos paseaban plácidamente por el paisaje que los rodeaba, maravillándose ante la belleza del mundo exterior. En algún momento alzó la mirada hacia el cielo encapotado, y aunque le costó verla en aquella maraña de nubes, un movimiento atrajo su mirada. Un ave blanca surcaba el cielo por encima de ellos. Por su tamaño y su forma de volar, debía de ser un ave rapaz. Pero no alcanzaba a distinguir el qué. Y mientras se deleitaba con la libertad del vuelo de aquel majestuoso animal, el ligero traqueteo del carromato fue relajándola poco a poco. Ayame se vio obligada a parpadear con más frecuencia, tratando de controlar la modorra que la estaba invadiendo de forma lenta pero inexorable. Y justo cuando se estaba rindiendo a Morfeo y había sucumbido a cerrar los ojos momentáneamente para descansar la vista...
¡BAM!
Un carro saltó repentinamente. Ayame sintió un fuerte golpe en la coronilla y volvió al mundo real con un grito de sorpresa que se vio enmudecido por el relincho de los caballos. Un bache en el camino.
—Arrrgh, maldita sea, lo siento —gruñó el hombre del carro, justo cuando consiguió recuperar el control de la situación—. Para llegar a Yukio debemos abandonar los caminos de Shinogi-to, que son los que mejor están cuidados, por supuesto... —Señaló a la izquierda del carro, y cuando Ayame siguió la dirección de su dedo se encogió al descubrir en la lejanía una silueta de piedra oscura—. ¡Mirad! Ahí está la ciudad. ¿Véis? Hemos tenido suerte, ni rastro de la banda. A partir de aquí, el camino está solitario casi siempre. Y si nos cruzamos con alguien, será otro mercader. Pocas veces veo a alguien en el camino de Shinogi-to a Yukio.
«Es más siniestro de lo que imaginé...» Pensó Ayame, tragando grueso.
Aunque era todo un alivio escuchar que habían pasado la zona de amenaza. A partir de entonces podrían relajarse, aunque comenzaba a resultar difícil, con todas aquellas maderas clavándose en la parte posterior de las rodillas, la espalda y la nuca.
—Si seguimos así, seguramente alcancemos Yukio al caer la noche —comentó el mercader, y Ayame alzó la mirada hacia el cielo de nuevo. Sin embargo, en un cielo siempre cubierto de nubes era difícil calcular una hora aproximada.
—¿No os ponéis las capas, chicos? Está cayendo una increíble, y así, tan parados... Vais a coger una buena.
Ayame se sintió palidecer.
—Bah, yo estoy acostumbrado —comentó Daruu, y Ayame se sobresaltó al escuchar su voz. No había hablado en todo el viaje, y casi se había olvidado de su presencia—. No suelo pillar los resfriados.
—Ya, ya, ¿Pero habéis pensado que nos dirigimos a Yukio? Cuando empecemos a ver nieve, desearéis que lo único que tengáis empapado sea la capa de viaje, no la ropa dentro de la capa.
Daruu se lo pensó unos instantes, pero luego se agachó, desató la capa que llevaba en los tirantes de la mochila de viaje y se la colocó enseguida.
—¡Ahhh, veo que has recapacitado sobre ello! —se rio el comerciante.
Daruu apartó la mirada, pero enseguida se rio también.
—Tiene usted razón, mejor prevenir que curar —respondió, colocándose la capucha por encima de la cabeza.
Pero Ayame apartó la mirada sin pronunciar palabra. Ella no llevaba consigo más que sus armas y su ropa. Kōri se había encargado de suplir su despiste, pero se había llevado con él su mochila de viaje.
Con su capa.
Tendría que aguantar sin rechistar. Y rezar a Amenokami por no pillar una buena pulmonía.
—¿Cuántas horas faltan exactamente para llegar a Yukio? —preguntó con un hilo de voz, sólo por ser consciente de cuánto tendría que soportar aquel tormento—. He perdido la noción del tiempo...