21/06/2015, 12:28
La mujer se excusó, haciendo alusión a su maltrecha memoria, pero Ayame no se creía ya ni una sola palabra. Aquella mujer no debía sobrepasar los cincuenta años, una edad que se asemejaba mucho a la de su padre, por lo que no era tan anciana como para ir perdiendo la memoria así como así. No respondió; sin embargo, aquella carcajada se le clavó en los oídos como una taladradora. Y entonces, la joven de los cabellos rubios emergió de entre los arbustos para reunirse con su madre.
La kunoichi les dirigió una larga mirada mientras se marchaba, con un complicado nudo de emociones entremezcladas en su pecho. Ni siquiera se inmutó cuando la mujer le asestó un bastonazo a su hija.
La voz de Juro, entremezclada con la de la otra muchacha, la sobresaltó. Cuando se giró hacia ellos fue cuando reparó en que aquella debía de ser su hermana, la que debía ir a buscarle a las cataratas, y por un momento se sintió algo culpable. Hasta que sintió una férrea y gélida mano apoyarse sobre su hombro. Era el momento de la despedida.
—Esto... Juro-san, ha sido un placer. Espero que nos veamos pronto —le dijo, con una reverencia. Pero antes de darse media vuelta le dirigió una tímida mirada a la joven que en ese momento le sostenía del brazo—. Por favor, no sea muy duro con él, señorita. Gran parte de esto ha sido culpa mía.
Junto a ella, Kōri había abierto los ojos como platos.
¿Por qué había hecho eso? Ni ella misma estaba segura de la respuesta. En realidad, la culpa no había sido de ninguno de los dos, pero la muchacha quería aliviar la posible bronca que le pudiera caer al shinobi de Uzushiogakure.
—¡Nos vemos!
Kōri se despidió con una simple inclinación de cabeza, y ambos hermanos se perdieron pronto en la espesura del bosque.
Ayame caminaba, cabizbaja, junto a Kōri. Este la miraba de vez en cuando, consciente del decaído ánimo de la kunoichi.
—¿Has sacado algo en claro?
—No. Ni siquiera he podido ver bien las estatuas, esa mujer lo ha estropeado todo —gruñó, malhumorada.
—Eso no te va a eximir de que me expliques qué ha pasado —un tenso silencio acompañó a aquella afirmación. Kōri seguía con sus ojos clavados en la muchacha, y esta seguía con sus ojos clavados en el suelo. Finalmente, el hombre de blanco dejó escapar un suspiro—. Nos quedaremos un par de días más.
Ayame alzó la cabeza, como movida por un resorte.
—¿En serio?
—Sí. Pero después tendremos que aligerar el paso o si no padre comenzará a preocuparse.
—¡Gracias, hermano! —exclamó, eufórica, pero entonces su rostro se descompuso en un gesto incómodo—. Pero... ¿tienes algo de agua? Necesito beber...
La kunoichi les dirigió una larga mirada mientras se marchaba, con un complicado nudo de emociones entremezcladas en su pecho. Ni siquiera se inmutó cuando la mujer le asestó un bastonazo a su hija.
La voz de Juro, entremezclada con la de la otra muchacha, la sobresaltó. Cuando se giró hacia ellos fue cuando reparó en que aquella debía de ser su hermana, la que debía ir a buscarle a las cataratas, y por un momento se sintió algo culpable. Hasta que sintió una férrea y gélida mano apoyarse sobre su hombro. Era el momento de la despedida.
—Esto... Juro-san, ha sido un placer. Espero que nos veamos pronto —le dijo, con una reverencia. Pero antes de darse media vuelta le dirigió una tímida mirada a la joven que en ese momento le sostenía del brazo—. Por favor, no sea muy duro con él, señorita. Gran parte de esto ha sido culpa mía.
Junto a ella, Kōri había abierto los ojos como platos.
¿Por qué había hecho eso? Ni ella misma estaba segura de la respuesta. En realidad, la culpa no había sido de ninguno de los dos, pero la muchacha quería aliviar la posible bronca que le pudiera caer al shinobi de Uzushiogakure.
—¡Nos vemos!
Kōri se despidió con una simple inclinación de cabeza, y ambos hermanos se perdieron pronto en la espesura del bosque.
Ayame caminaba, cabizbaja, junto a Kōri. Este la miraba de vez en cuando, consciente del decaído ánimo de la kunoichi.
—¿Has sacado algo en claro?
—No. Ni siquiera he podido ver bien las estatuas, esa mujer lo ha estropeado todo —gruñó, malhumorada.
—Eso no te va a eximir de que me expliques qué ha pasado —un tenso silencio acompañó a aquella afirmación. Kōri seguía con sus ojos clavados en la muchacha, y esta seguía con sus ojos clavados en el suelo. Finalmente, el hombre de blanco dejó escapar un suspiro—. Nos quedaremos un par de días más.
Ayame alzó la cabeza, como movida por un resorte.
—¿En serio?
—Sí. Pero después tendremos que aligerar el paso o si no padre comenzará a preocuparse.
—¡Gracias, hermano! —exclamó, eufórica, pero entonces su rostro se descompuso en un gesto incómodo—. Pero... ¿tienes algo de agua? Necesito beber...