3/05/2017, 20:34
Hoshu miró a Riko, y sonrió. Le hacía gracia su forma de actuar bajo presión, y aunque su sugerencia no fue ni de cerca la más acertada, el joven escuálido no tenía más que aceptar que, en las condiciones actuales; improvisar era la única opción viable.
Luego miró a Kaido, y pidió su aprobación. El escualo asintió, sin mucho más que agregar.
Hoshu entendió aquello y se levantó del suelo en completo silencio. Tomó la delantera, sabiéndose conocedor de las calles que los dos jóvenes shinobi en su vida habían transitado, y esperó el momento indicado para tomar rumbo hacia la calle principal que hace minutos les había visto entrar. Kaido instó a Riko a que tomara el segundo puesto, y él salió de último; aunque dejando un margen de separación lo bastante corto como para que pudieran actuar juntos, y rápido, en caso de encontrar alguna amenaza incluso antes de llegar a la entrada de aquel túnel secreto.
El lugareño continuó rumbo abajo del incipiente e insoportable calor, atravesando un par de calles más y rodeando ciertos edificios donde lo consideraba oportuno. De vez en cuando pedía a sus colegas detenerse, a fin de echar un ojo al camino siguiente, y cuando sabía que no había moros en la costa, decidía continuar.
Para la suerte de los tres jóvenes, Hoshu supo qué caminos tomar sin toparse con los hombres de Kabutomushi. Al menos, antes de que se encontrasen de lleno con los cuatro tipos de los que les había hablado antes.
—Allí está, mira... la entrada a la Cola de cascabel. El túnel del que les hablé antes.
A unos diez metros se encontraba la única vía de escape. Era una especie de cueva cuya entrada, además de estar cubierta por los cuatro tipos pertenecientes a la banda de carroñeros, se antojaba de ser subterránea. Lo único que les separaba de entrar allí era un simple pedazo de madera que funcionaba como portón, la cual se abría hacia arriba. No había forma de escabullirse hasta el interior sin ser vistos, por lo que la única forma de tener alguna opción era deshaciéndose de los vigilantes.
No obstante, eran cuatro. Cuatro hombres de piel tostada, rostro de mala muerte y ataviados de armas filosas a sus espaldas. Todos de musculatura envidiable, salvo el tercero; que era el más bajo y pequeño de todos, aunque quizás, no por ello el más débil.
Kaido miró a Hoshu, y luego a Riko. No tenía ni puta idea de lo que iban a hacer.
—Bien, capullos. Oigo ideas, pues... —comentó, con voz baja e ininteligible salvo para ellos tres.
Luego miró a Kaido, y pidió su aprobación. El escualo asintió, sin mucho más que agregar.
Hoshu entendió aquello y se levantó del suelo en completo silencio. Tomó la delantera, sabiéndose conocedor de las calles que los dos jóvenes shinobi en su vida habían transitado, y esperó el momento indicado para tomar rumbo hacia la calle principal que hace minutos les había visto entrar. Kaido instó a Riko a que tomara el segundo puesto, y él salió de último; aunque dejando un margen de separación lo bastante corto como para que pudieran actuar juntos, y rápido, en caso de encontrar alguna amenaza incluso antes de llegar a la entrada de aquel túnel secreto.
El lugareño continuó rumbo abajo del incipiente e insoportable calor, atravesando un par de calles más y rodeando ciertos edificios donde lo consideraba oportuno. De vez en cuando pedía a sus colegas detenerse, a fin de echar un ojo al camino siguiente, y cuando sabía que no había moros en la costa, decidía continuar.
Para la suerte de los tres jóvenes, Hoshu supo qué caminos tomar sin toparse con los hombres de Kabutomushi. Al menos, antes de que se encontrasen de lleno con los cuatro tipos de los que les había hablado antes.
—Allí está, mira... la entrada a la Cola de cascabel. El túnel del que les hablé antes.
A unos diez metros se encontraba la única vía de escape. Era una especie de cueva cuya entrada, además de estar cubierta por los cuatro tipos pertenecientes a la banda de carroñeros, se antojaba de ser subterránea. Lo único que les separaba de entrar allí era un simple pedazo de madera que funcionaba como portón, la cual se abría hacia arriba. No había forma de escabullirse hasta el interior sin ser vistos, por lo que la única forma de tener alguna opción era deshaciéndose de los vigilantes.
No obstante, eran cuatro. Cuatro hombres de piel tostada, rostro de mala muerte y ataviados de armas filosas a sus espaldas. Todos de musculatura envidiable, salvo el tercero; que era el más bajo y pequeño de todos, aunque quizás, no por ello el más débil.
Kaido miró a Hoshu, y luego a Riko. No tenía ni puta idea de lo que iban a hacer.
—Bien, capullos. Oigo ideas, pues... —comentó, con voz baja e ininteligible salvo para ellos tres.