9/05/2017, 19:19
— ¿Y ahora qué me dices? Porque eso no sonaba a un dulce conejito —replicó Senju, y Ayame se volvió hacia él, pálida.
—¿Y a mí qué me cuentas? ¡Si nunca he estado aq...! ¡Ey! ¡Espera!
Sin embargo no debió escucharla, porque el rubio se levantó de un salto y echó a correr hacia el otro lado del puente. Mientras tanto, Ayame había bajado la mirada, dubitativa. ¿Qué debía hacer? Su hermano le había ordenado que no se moviera de allí, que él volvería enseguida. Pero el animal que había lanzado aquel rugido no debía de ser precisamente un dulce conejito, como decía Senju. ¿Y si Kōri se había encontrado con lo que fuera aquello? Fuera lo que fuera...
¿Y si de verdad era un dinosaurio?
Ayame terminó por sacudir la cabeza y, antes de volver a pensarlo con detenimiento, arrancó a correr. Adelantó a Senju, que parecía que se había detenido a mitad de camino, pero no le dio mayor importancia. Tenía que ayudar a su hermano. Tenía que salvarlo antes de que aquella bestia lo atrapara entre sus fauces.
Y con esa premisa en mente, la muchacha recortó la distancia que la separaba del bosque del País de los Bosques en cuestión de segundos. Se internó entre los árboles, esquivó algunos arbustos saltando por encima de ellos, se deshizo de algunas lianas que querían atraparla y entorpecer su avance. Seguía su memoria auditiva para encontrar el lugar donde se había originado aquel terrorífico rugido. Los árboles se abrieron poco después, dejando a la vista un pequeño claro que daba directamente a un río tan extenso que fácilmente podría haberse hecho pasar por un pequeño lago. Si no fuera porque sus aguas, aunque de forma tranquila, seguían discurriendo en su cauce arrastrando consigo varios troncos que flotaban a la deriva.
Ayame se detuvo entre resuellos, pero no había tiempo para descansar. Angustiada, miraba a su alrededor, buscando con desesperación.
—¡Kōri! ¡¿Dónde estás, hermano?! —gritaba, con toda la fuerza de sus pulmones.
—¿Y a mí qué me cuentas? ¡Si nunca he estado aq...! ¡Ey! ¡Espera!
Sin embargo no debió escucharla, porque el rubio se levantó de un salto y echó a correr hacia el otro lado del puente. Mientras tanto, Ayame había bajado la mirada, dubitativa. ¿Qué debía hacer? Su hermano le había ordenado que no se moviera de allí, que él volvería enseguida. Pero el animal que había lanzado aquel rugido no debía de ser precisamente un dulce conejito, como decía Senju. ¿Y si Kōri se había encontrado con lo que fuera aquello? Fuera lo que fuera...
¿Y si de verdad era un dinosaurio?
Ayame terminó por sacudir la cabeza y, antes de volver a pensarlo con detenimiento, arrancó a correr. Adelantó a Senju, que parecía que se había detenido a mitad de camino, pero no le dio mayor importancia. Tenía que ayudar a su hermano. Tenía que salvarlo antes de que aquella bestia lo atrapara entre sus fauces.
Y con esa premisa en mente, la muchacha recortó la distancia que la separaba del bosque del País de los Bosques en cuestión de segundos. Se internó entre los árboles, esquivó algunos arbustos saltando por encima de ellos, se deshizo de algunas lianas que querían atraparla y entorpecer su avance. Seguía su memoria auditiva para encontrar el lugar donde se había originado aquel terrorífico rugido. Los árboles se abrieron poco después, dejando a la vista un pequeño claro que daba directamente a un río tan extenso que fácilmente podría haberse hecho pasar por un pequeño lago. Si no fuera porque sus aguas, aunque de forma tranquila, seguían discurriendo en su cauce arrastrando consigo varios troncos que flotaban a la deriva.
Ayame se detuvo entre resuellos, pero no había tiempo para descansar. Angustiada, miraba a su alrededor, buscando con desesperación.
—¡Kōri! ¡¿Dónde estás, hermano?! —gritaba, con toda la fuerza de sus pulmones.