9/05/2017, 23:16
La razón se la llevó la chica, obviamente. Ya de por sí no porque la tuviese o no, que la tenía, si no porque tarde o temprano llevaría la razón si o si, una de las cualidades innatas en cualquier mujer hecha y derecha. Ya podía afirmar que el sol era morado, que si así se le antojaba, así debiere confirmarlo el chico, por su bien. ¿Qué hay peor que una chica cabreada? Ni mil demonios, ni un castillo fantasmagórico, ni el mismo fin de la tierra.
Pese a darle la razón, Riko reconoció que no estaba pensando tan en claro como debía, seguramente a causa del miedo. Detuvo la conversación anotando que, por muy bien que hacía comprobando las armaduras, no tenía porqué comprobar sus interiores. Ésto llevó a la chica a alzar la ceja, claramente en desacuerdo.
—¿Qué sentido tendría no hacerlo? Pueden contener un mecanismo interior que se active por movimientos cercanos, activando la trampa. ¿Cómo si no iba a funcionar el castillo encantado? —escupió la chica. —Mantén la mente fría. Por mucho que ésto te pueda asustar, tan solo tienes que ser precavido.
El chico se adelantó a observar la siguiente armadura, y tras un lapso considerado de tiempo, el chico cayó en cuenta de lo que anteriormente había soltado la chica. La burrada que había soltado. Indignado quizás, y con la ceja mas alta que una bandera, el chico sentenció que estaban en el mismo jaleo ambos, si uno corría peligro la otra también lo hacía.
La chica ladeó los labios, en una mueca fugaz. Dejó caer tras ello un leve suspiro, puso la mano diestra sobre la superficie del filo de la katana esa bien oxidada que tenía la armadura entre manos, y apretó ésta contra el filo hasta que el color carmesí bañó el metal. La sangre corrió con poca delicadeza, manchando todo a su paso, en un pequeño reguero.
—No soy como cualquier otra persona... —anunció a su antagonista. —Yo soy capaz de recuperarme de cualquier corte... por eso digo que no corro el mismo peligro.
Sin mas, levantó la mano del filo de la espada, haciendo inconscientemente que ésta se tambalease un poco. Con apremio, enseñó la palma de la mano a Riko. Ésta estaba sangrando aún, ligeramente, pero entre el color carmesí la herida actuaba un tanto distinto a lo habitual. La carne comenzaba a unirse, poco a poco, dejando paso a una piel totalmente unida, ausente de herida alguna.
—¿Lo ves? —La pelirroja sacudió la mano justo después, deshaciéndose de la sangre que aún calentaba su diestra.
Pese a darle la razón, Riko reconoció que no estaba pensando tan en claro como debía, seguramente a causa del miedo. Detuvo la conversación anotando que, por muy bien que hacía comprobando las armaduras, no tenía porqué comprobar sus interiores. Ésto llevó a la chica a alzar la ceja, claramente en desacuerdo.
—¿Qué sentido tendría no hacerlo? Pueden contener un mecanismo interior que se active por movimientos cercanos, activando la trampa. ¿Cómo si no iba a funcionar el castillo encantado? —escupió la chica. —Mantén la mente fría. Por mucho que ésto te pueda asustar, tan solo tienes que ser precavido.
El chico se adelantó a observar la siguiente armadura, y tras un lapso considerado de tiempo, el chico cayó en cuenta de lo que anteriormente había soltado la chica. La burrada que había soltado. Indignado quizás, y con la ceja mas alta que una bandera, el chico sentenció que estaban en el mismo jaleo ambos, si uno corría peligro la otra también lo hacía.
La chica ladeó los labios, en una mueca fugaz. Dejó caer tras ello un leve suspiro, puso la mano diestra sobre la superficie del filo de la katana esa bien oxidada que tenía la armadura entre manos, y apretó ésta contra el filo hasta que el color carmesí bañó el metal. La sangre corrió con poca delicadeza, manchando todo a su paso, en un pequeño reguero.
—No soy como cualquier otra persona... —anunció a su antagonista. —Yo soy capaz de recuperarme de cualquier corte... por eso digo que no corro el mismo peligro.
Sin mas, levantó la mano del filo de la espada, haciendo inconscientemente que ésta se tambalease un poco. Con apremio, enseñó la palma de la mano a Riko. Ésta estaba sangrando aún, ligeramente, pero entre el color carmesí la herida actuaba un tanto distinto a lo habitual. La carne comenzaba a unirse, poco a poco, dejando paso a una piel totalmente unida, ausente de herida alguna.
—¿Lo ves? —La pelirroja sacudió la mano justo después, deshaciéndose de la sangre que aún calentaba su diestra.