17/05/2017, 02:35
Kōtetsu escuchaba el transcurrir de la historia con una atención casi académica. Se había concentrado tanto en el tono y en las palabras que, llevado por el fuerte hablar, olvido que se encontraba en medio de una ventisca que por momentos se hacía muda a sus oídos. Incluso llego un punto en donde pudo escuchar el viento y casi pudo asegurar que los mismos elementos se oponían a que se diera conclusión a aquel relato, como si se tratase de un tabú ofensivo contra fuerzas antiguas y misteriosas.
“Vamos, continúe con la narración, no importa lo que pase.” pensó, luego de que el narrador cayera de su improvisado asiento.
Como si pudiera escuchar sus suplicantes pensamientos, se reincorporo y reanudo lo contado en el punto en que se había quedado.
—Desde las profundidades de un mundo helado, emergieron por sobre el suelo congelado, como las frías manifestaciones del terror que nos esperaba. Eran seres que nos resultaban tan atemorizantes como incomprensibles. Llegaron a nosotros con apariencias hermosas y cristalinas: Pieles blancas como la nieve recién caída, cabellos claros y brillantes como el hielo más puro y ojos que brillaban con un helado fuego azul.
»Pero su magnífica apariencia solo hizo que sus diabólicas intenciones fuesen aun más terribles: Nos señalaron como ganado o esclavos, una condición que habíamos “aceptado” al invadir su tierra. Pues nuestra sangre caliente nos hacía, a sus crueles creencias, simples alimañas sin derecho sobre nuestra propia vida. Como es natural, nuestro pueblo se rebeló contra tan demenciales pensamientos. Fue entonces cuando los otros mostraron su verdadero rostro: Eran brutales demonios de hielo que deseaban arrebatarnos todo rastro de verdadera humanidad.
»La guerra fue inevitable… Nos defendimos como mejor pudimos, pero enfrentábamos poderes más allá de nuestra compresión y control… Eran gobernantes de la muerte: Cada uno de nuestros caídos se levantaba como un frio cuerpo sin alma, listo para unirse a la cada vez más inmensa legión enemiga, y para matar a quienes en vida fueron su pueblo. Eran señores del hielo: Arrojaban sobre nosotros interminable ventiscas y tormentas de granizo, que nos mantenían sumidos en perpetua oscuridad y en insoportable frio.
»Nuestra extinción se mostraba próxima, pues aunque corroboramos que podían morir, por cada uno de sus caídos cien de los nuestros perecían, para luego sumarse a sus huestes. Elevamos millares de oraciones al cielo, en busca de los antiguos dioses que vieron nacer a nuestra gente. Pedimos esperanza, piedad y fuerza... Les dijimos "ayúdennos" pero con su ominoso e indescriptiblemente cruel silencio nos respondieron "no".
»En nuestra desesperación recurrimos al único poder que podía darnos una mínima posibilidad de sobrevivir. Recurrimos a la demencia del mundo que habíamos dejado atrás, al poder inhumano de aquellos que podían dar muerte a lo que fuera. Cuando nos vimos reducidos a un centenar, y creíamos que el fin nos encontraría, llegaron ellos: El que no debe ser olvidado y su gente. Se trataba de un hombre de un poder y sabiduría inmensos, solo comparables a su deleite por los conflictos bélicos. Aquel sujeto se llamaba Sarutobi Yabu.
»Él fue quien mantuvo viva la llama de la esperanza que brillaba en medio de la ventisca. Nos enseño que los otros tenían una debilidad, el fuego. Aprendimos a utilizar el aceite de ballena para elaborar mejores formas de crear llamas. También aprendimos a quemar a nuestros muertos para que no pudieran ser reanimados. Los Sarutobi nos permitieron seguir viviendo, mientras ellos se mantenían como la línea de frente en una guerra que se extendió por toda la región durante décadas.
»Aquel conflicto fue llamado la guerra de fuego y hielo. Nadie sabe en realidad como termino todo, pero visto que nuestro pueblo sigue en estas tierras y que no se ha vuelto a ver a uno de los otros en cientos de años, es seguro decir que nosotros fuimos quienes obtuvieron la victoria.
Un gesto de asombro generalizado recorrió el interior del trineo, pues aquella historia resultaba impresionante. Se asemejaba a una alegoría sobre como el calor de la vida triunfo sobre el frio de la muerte.
De pronto, todos pudieron notar que la ventisca había cesado desapercibidamente, como si hubiera ido perdiendo fuerza a medida que el relato avanzaba, y a medida que se reafirmaba la supremacía del fuego sobre el hielo.
—¡El clima mejoro, pronto llegaremos a Hakushi! —grito el conductor, que ahora se escuchaba claramente.
“Vamos, continúe con la narración, no importa lo que pase.” pensó, luego de que el narrador cayera de su improvisado asiento.
Como si pudiera escuchar sus suplicantes pensamientos, se reincorporo y reanudo lo contado en el punto en que se había quedado.
—Desde las profundidades de un mundo helado, emergieron por sobre el suelo congelado, como las frías manifestaciones del terror que nos esperaba. Eran seres que nos resultaban tan atemorizantes como incomprensibles. Llegaron a nosotros con apariencias hermosas y cristalinas: Pieles blancas como la nieve recién caída, cabellos claros y brillantes como el hielo más puro y ojos que brillaban con un helado fuego azul.
»Pero su magnífica apariencia solo hizo que sus diabólicas intenciones fuesen aun más terribles: Nos señalaron como ganado o esclavos, una condición que habíamos “aceptado” al invadir su tierra. Pues nuestra sangre caliente nos hacía, a sus crueles creencias, simples alimañas sin derecho sobre nuestra propia vida. Como es natural, nuestro pueblo se rebeló contra tan demenciales pensamientos. Fue entonces cuando los otros mostraron su verdadero rostro: Eran brutales demonios de hielo que deseaban arrebatarnos todo rastro de verdadera humanidad.
»La guerra fue inevitable… Nos defendimos como mejor pudimos, pero enfrentábamos poderes más allá de nuestra compresión y control… Eran gobernantes de la muerte: Cada uno de nuestros caídos se levantaba como un frio cuerpo sin alma, listo para unirse a la cada vez más inmensa legión enemiga, y para matar a quienes en vida fueron su pueblo. Eran señores del hielo: Arrojaban sobre nosotros interminable ventiscas y tormentas de granizo, que nos mantenían sumidos en perpetua oscuridad y en insoportable frio.
»Nuestra extinción se mostraba próxima, pues aunque corroboramos que podían morir, por cada uno de sus caídos cien de los nuestros perecían, para luego sumarse a sus huestes. Elevamos millares de oraciones al cielo, en busca de los antiguos dioses que vieron nacer a nuestra gente. Pedimos esperanza, piedad y fuerza... Les dijimos "ayúdennos" pero con su ominoso e indescriptiblemente cruel silencio nos respondieron "no".
»En nuestra desesperación recurrimos al único poder que podía darnos una mínima posibilidad de sobrevivir. Recurrimos a la demencia del mundo que habíamos dejado atrás, al poder inhumano de aquellos que podían dar muerte a lo que fuera. Cuando nos vimos reducidos a un centenar, y creíamos que el fin nos encontraría, llegaron ellos: El que no debe ser olvidado y su gente. Se trataba de un hombre de un poder y sabiduría inmensos, solo comparables a su deleite por los conflictos bélicos. Aquel sujeto se llamaba Sarutobi Yabu.
»Él fue quien mantuvo viva la llama de la esperanza que brillaba en medio de la ventisca. Nos enseño que los otros tenían una debilidad, el fuego. Aprendimos a utilizar el aceite de ballena para elaborar mejores formas de crear llamas. También aprendimos a quemar a nuestros muertos para que no pudieran ser reanimados. Los Sarutobi nos permitieron seguir viviendo, mientras ellos se mantenían como la línea de frente en una guerra que se extendió por toda la región durante décadas.
»Aquel conflicto fue llamado la guerra de fuego y hielo. Nadie sabe en realidad como termino todo, pero visto que nuestro pueblo sigue en estas tierras y que no se ha vuelto a ver a uno de los otros en cientos de años, es seguro decir que nosotros fuimos quienes obtuvieron la victoria.
Un gesto de asombro generalizado recorrió el interior del trineo, pues aquella historia resultaba impresionante. Se asemejaba a una alegoría sobre como el calor de la vida triunfo sobre el frio de la muerte.
De pronto, todos pudieron notar que la ventisca había cesado desapercibidamente, como si hubiera ido perdiendo fuerza a medida que el relato avanzaba, y a medida que se reafirmaba la supremacía del fuego sobre el hielo.
—¡El clima mejoro, pronto llegaremos a Hakushi! —grito el conductor, que ahora se escuchaba claramente.