Otoño-Invierno de 221
Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Nivel
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10 |
Exp
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396 puntos |
Dinero
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1950 ryōs |
Ficha de personaje
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Hanamura Kazuma Datos básicos
· Fecha de nacimiento: Tercer Tsuchiyōbi de Augurio del 205 · Residencia: Kusagakure · Sexo: Masculino · Facultad personal: Kenjutsu · Naturalezas del chakra: - Descripciones
· Física: · Psicológica: Atributos
· Nivel: 10 Código: • Fuerza: 35 • Resistencia: 30 • Aguante: 20 • Agilidad: 20 • Destreza: 45 • Poder: 30 • Inteligencia: 50 • Carisma: 20 • Voluntad: 50 • Percepción: 20 • PV: 160 • CK: 160 Facultades
• Facultad personal (Kenjutsu): 50
Hitai-ate: Frente Bokken: Cadera, lado izquierdo Ninjatō: Cruzado perpendicular a la espalda Portaobjetos Básico [10/10]: Cadera, lado derecho
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Historia
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Fenomenologia de un espiritu gris
Transcurría la primavera del año doscientos once y me encontraba en un viaje por el País del Bosque, en las cercanías de la frontera con el País de las Tormentas, en la remota región del Paraje sin Sol. Mi travesía por aquellas recónditas y lóbregas tierras estaba motivada por una visita que deseaba —y es que se había tornado inaplazable— hacer a Hanamura, un pequeño pueblo perdido en lo profundo de aquel territorio; de tan poca presencia y dimensiones que no existía en cartogramas o mapas que fuesen de hace dos lustros o más, y aun en los más contemporáneos figuraba como un pequeño e insignificante punto que se atravesaba en una derivación de un camino secundario. Mi carruaje se desplazaba con algo de dificultad por el interminable y solitario camino, sumergiéndose y emergiendo de los apacibles y laberinticos bancos de bruma. El transporte era cómodo, pero aun así el viaje resultaba agotador para alguien de mi edad. Sin embargo, necesitaba y quería registrar en mis investigaciones el progreso que había tenido una población en donde fui uno de los padres fundadores —aunque el sustantivo de artesano me resulta absolutamente más adecuado por su connotación de demiurgo—. De eso hace ya unas cinco décadas (en los intelectualmente agitados días del año ciento sesenta y uno). Mientras mi cara yacía cerca del cristal de la ventanilla, mis ojos se entretenían en la fútil tarea de buscar alguna falla, alguna abertura, en la formación de inabarcables cumulonimbos, con la intención de apreciar la dorada y cegadora efigie del sol; pero como el nombre de aquel sitio sugería, tal fenómeno era poco menos que improbable, además de resultar —según recuerdo las palabras de los nativos— ominoso. En mi mente se acumularon pensamientos colmados de expectativas y con proyecciones de mil posibilidades: ¿Cuántas generaciones se habrían sucedido? ¿Cómo se habrán desarrollado sus costumbres y modo de vida? ¿Cuántos quedaran de quienes conocí? ¿Habrá alguna anomalía que se haya escapado a nuestras predicciones? Mis meditaciones alcanzaron a mantenerme distraído de mis dolencias hasta que el cochero dio aviso de que habíamos llegado; el horizonte gris y los bancos de niebla errante daban veracidad a su afirmación. Curiosamente, y así debían de percibirlo mis acompañantes, parecía que estuviésemos en medio de ninguna parte, como si hubiésemos incursionado fuera de la existencia. No tarde en mucho en descender junto con quienes me acompañaban y contemplar aquel pueblo que tímidamente se insinuaba tras la neblina: su apariencia había cambiado mucho en algunos aspectos, pues su tamaño era ahora unas cinco veces mayor a lo reservado en mis recuerdos, pero era tal y como se había proyectado; y las edificaciones eran más variadas de lo que hubiese podido esperar, seguramente siguiendo los planes de mis colegas. Y pese a ello, aquel halo taciturno que arropaba las casas con tejado de gris y oscura pizarra seguía siendo una constante, como el suave ulular de la brisa y la casi permanente presencia de la llovizna, como el parcial abandono del sol… Casi había olvidado lo opresivo que podía ser el ambiente en aquel sitio. Sin embargo, cuando por momentos los profundos muros de neblina se derrumbaban, se podía apreciar la humilde vitalidad de los animales en el campo y las interminables y simétricamente laberínticas hectáreas de amapolas. A la entrada del pueblo parecía estarme esperando un comité de bienvenida, algo que había previsto pues había anunciado por carta de mi visita. Me recibieron con todos los honores y cordialidades que podía esperar; todo organizado y dirigido por el alcalde, quien fuese hijo de uno de mis más preciados amigos y mentores, quien ya rebasaba el medio siglo de vida cuando colaboramos en la fundación. Mientras me dirigía al ayuntamiento, entre preguntas y respuestas lacónicas, me fije en la confortable y tristona paz que imperaba en las calles, desocupadas a excepción de la solitaria figura de un chico de aspecto curioso que jugaba serenamente junto al poso de la pequeña plaza central. Aquel pueblo me debía a mí y a un grupo de asociados su nombre, ornato en condigo del proyecto que teníamos entre manos: fuimos congregados un selecto y perfecto conjunto de profesionales con la intención de desarrollar un medio de sustento para una población sostenible, basado en la producción y comercialización de múltiples variaciones de la amapola, de mucha productividad pero que solo crecían en lugares con una humedad moderada y constante, y con la ausencia parcial del sol. Por lo que aquella región era el lugar perfecto. Tomo un tiempo el correcto desarrollo de esta planta experimental, pero conseguir personas que habitasen y cuidasen tal lugar fue relativamente sencillo: seleccionamos y acogimos a una variedad de desposeídos que rondaban por la frontera (todos mansos y de caracteres más o menos uniformes), que serían supervisados por algunos de nosotros que accederían a quedarse. Mi espíritu de erudito bohemio me llevo a marchar y mantenerme informado de forma indirecta durante décadas. Y aunque el proyecto era interesante y prometedor, mi lista de prioridades me ha empujado a dejar su revisión hasta tan tardía etapa de mi vida. Una vez en el ayuntamiento, y culminadas las necesarias pero fatigosas ceremonias y presentaciones, me dedique perdidamente a actualizarme respecto al progreso del proyecto Hanamura. Por supuesto, para aquellas personas, pese a conocer los motivos de fundación del pueblo —aunque creo, y no es que importe mucho, que no nuestras intenciones ultimas—, se trataba de sus vidas y de su hogar, por lo que me obligaba a tratarles con más calidez humana que con frialdad científica. Las flores seleccionadas e hibridadas habían respondido excelentemente al filtro solar natural que creaban las nubes sobre el pueblo, además de que el clima les daba la medida justa y necesaria de hidratación, por lo que el único trabajo de peso recaía en el cuidado y nutrición del suelo, control de plagas... Me hubiera gustado que todos mis compañeros fuesen testigo del éxito absoluto —aunque sé que de una forma u otra se han mantenido informados, como yo—: tenían una economía modesta, pero lo suficientemente estable como para mantenerse sin mayores problemas; pues el comercio con los vendedores que ambulaban entre pueblo y pueblo era constante, además de que habían progresado de buena manera con la cría del cordero y otras especies autóctonas. La vida pacífica y sencilla había sido mantenida por obra del fuerte sentido de responsabilidad y pertenencia que tenían sus habitantes, quienes ya comenzaban a formar un grupo étnicamente homogéneo: en más de una ocasión algún traficante o productor de opio trato de establecer alguna improvisada base en las cercanías (seguramente, ofreciendo sobornos o ejecutando chantajes), pero en cada caso fueron repelidos rápida y violentamente, al igual que como hacían con todo extranjero de intenciones dudosas. Satisfecho de las informaciones que pudieron suministrarme, decidí dejar al alcalde y al consejo el trabajo de descargar, estudiar y catalogar la ingente cantidad de material científico (ensayos, estudios, manuales…) que había traído conmigo y que sabía que sería de provecho para que el proyecto siguiese progresando. Mientras aquellos permanecían ocupados, decidí fatigarme durante el resto de mi visita en la inspección de cuanto asunto y detalle considerara de interés para su posterior transcripción y comunicación. Lo primero fue dirigirme a una extraña estructura alta y voluminosa que no estaba entre las descritas en los planeamientos poblacionales y cuya arquitectura desencajaba en un todo con la del resto del poblado. Camino a ella me topé con el mismo muchachito que había visto durante mi llegada, el día anterior. En otras circunstancias no me hubiese detenido o ni siquiera hubiese reparado en él, pero en cuanto me acerque su extraña apariencia capturo poderosamente mi atención: su cabello era de un blanco puro y profundo como la bruma de la mañana, e igual de informe e inestable ante la brisa. Su piel era de un color oscuro, suavemente amarronado como las infusiones de café aclaradas con un poco de leche. Rompiendo mi habitual indiferencia de observador, le pregunte como cualquier anciano curioso, como a quien poco le importa el asunto, que hacia tan solitario allí, cuando lo normal sería que estuviese jugando con sus similares en edad e intereses. Alzo su infantil rostro y me observo con unos ojos que contenían la serenidad y el color de un estanque mercurial. Me aseguro que los demás niños estaban en “los ritos litúrgicos del mediodía”. Aquella revelación me confundió y perturbo a partes iguales, en parte por cómo sin la ayuda del sol revelaban el misterio de las horas, cuando el cielo permanecía en un gris perpetuo y discreto. Me olvide de aquello, motivado en parte por la paz que emitía su mirar; le pregunte del porque entonces no estaba él con los demás. Bajo la vista y me contesto que prefería evadirse de aquel deber pues siempre terminaba por ocasionarles problemas al “pastor” y a los demás. Con aquello dicho, decidí encaminarme a buscar el origen y definición de aquellas palabras que me sonaban tan extrañas como familiares; pero el muchacho tiro con suavidad de mi túnica y me detuvo. Estuve a punto de pedirle que me soltara, pero su mirada ahora era profunda y curiosa, como si los cuestionamientos se manifestaran a gran velocidad y en considerable volumen en su mente. En otro momento, en otras circunstancias y con otra persona habría perdido el interés y hubiese seguido mi camino; no es secreto para nadie que siento un saludable desprecio por las situaciones que no son capaces de enervar mi intelecto y animar mi espíritu. Sin embargo, también soy creyente de que el mero hecho de hacer una pregunta indica una sabiduría subyacente, secreta, inconsciente…, proporcional en magnitud al carácter de la pregunta en sí misma. Aquel chico me retuvo por cuestión de unas horas, colocándose (para ser justos, colocándonos a ambos) absortos en cuestionamiento que, aunque repletos de ignorancia infantil, y siendo aparentemente simples, tiraban de mi hacia reflexiones interesantes pero incomprensibles para él. En suma, que ante una sabiduría como la mía, de proporciones cuasi míticas, se colocó en un estado de duda universal sobre todo cuanto había conocido por medios propios y ajenos, que no era mucho para la gente de aquel sitio, tal como se había predispuesto hacia años. Mostrábase resuelto en su indagar, sin temor alguno a la comprensión de las respuestas o a la no comprensión de las mismas. Escuchaba, meditaba un poco y volvía a preguntar a un ser que parecía tener todas las respuestas. En cierto momento, nos interrumpió el llamado de uno de sus familiares; se levantó con cierta indiferencia lacónica (un tanto ofensiva) y me agradeció antes de marcharse al trote. Mientras se retiraba hice un esfuerzo de memoria, que a mi edad suele resultar en mayor fatiga que respuestas, y resulto en la seguridad de que entre las gentes seleccionadas hacía décadas no había aquellos rasgos anómalos que se manifestaban en aquel muchachito: no se encontraban aislados en ninguno de los sujetos, menos conjugados en algún individuo. Marche y continúe con mi cometido de inspeccionar el extraño edificio e interrogar a quienes lo ocupasen. Sonaron unas campanadas y, junto con una letanía disipada, del mismo emergieron un grupo de niños y algunos aldeanos con túnicas de aspecto humilde pero muy bien cuidado; entre si se llamaban “hermanos y hermanas”, y todos llevaban una curiosa efigie tallada colgando de un rosario (a mi ver, se trataba de dos barras entrecruzadas para formar cuatro ángulos rectos, de forma que una de ellas quedase dividida a la mitad, similar a la daga tipográfica u obelo). Pregunte por el dirigente de aquel sitio, y me indicaron que en el fondo del mismo podría encontrar al “Padre Shiwasu”… Aquel nombre me revelo varios misterios y dispuso algunos más: Shiwasu Isuke era un respetable teólogo y un ferviente creyente de una secta prácticamente extinta, y en la cual nunca tuve interés. Siendo un pacificador y hombre de gran saber por naturaleza, fue uno de quienes más contribuyeron a la fundación de aquel poblado. Ahora me quedaba claro que aquella estructura era un santuario para su dios único, que se manifestaba a través de una sagrada trinidad, y que había convertido a gran parte del pueblo, sino es que a todos, a su primitiva y excéntrica religión panteísta. Siendo que aquello estaba fuera de lo pautado, solo me quedaba averiguar el por qué y si representaba una amenaza para el proyecto. Lo encontré en un lugar oscuro y recóndito, una gran sala en donde la tenue luz se filtraba por vidrieras de colores con figuras sagradas de miradas acusadoras, que juzgaban injustamente la volubilidad en la naturaleza humana. Oraba, elevando disculpas, gracias y suplicas hacia las alturas en donde debía de morar su “dios”. Le llame con sequedad, y se giró para saludarme con dulzura y efusividad. Me parece que estaba deseando mi presencia, y el que fuera directo al asunto y le preguntase la significación de aquel intento de expansión religiosa. Me aseguro que era necesario e ideal para darle al pueblo un sentido de identidad y un camino a seguir como individuos y comunidad. Mediante cientos de registros detallados y cuidadosos (aunque algo parcializado y, la verdad sea dicha, inútiles) me demostró que su “evangelización” no había afectado negativamente al proyecto, sino al contrario; siendo que mantenía en su debida estima los valores y virtudes morales. Siempre había sido un sujeto listo y devoto, demasiado para que pudiese confiar plenamente en él. Tuvimos una leve discusión —que me retorno a nuestras conversaciones y desacuerdos de antaño: el siempre abogaba por el perfeccionamiento a través de la religión y la moral, mientras que yo siempre he creído en la senda del conocimiento y la reflexión— en donde el me explico el desarrollo de sus creencias y en donde yo le insistía que aunque me parecían sumamente interesantes, no consideraba posible el que llegase a estar en acuerdo con la influencia de una religión basada en el miedo al castigo y a la sumisión por conveniencia… El encuentro termino conmigo diciéndole que lo toleraría mientras no afectara negativamente al proyecto y se asegurara de mantener sus prioridades en el debido orden (mientras el sospechoso palimpsesto de su discurso no llegase a materializarse)… Sonrió con cansancio y me aseguro que me había vuelto más serio y tozudo. Tome aquello como un elogio a mi identidad como ser racional. Antes de abandonar aquel sitio insanamente opresivo, le pregunte por aquel muchacho que al parecer no podía ser aceptado en el servicio diario. Me aseguro que en el pueblo todos aceptaban sin problemas “la palabra de dios”, menos aquel niño: hacia demasiadas preguntas y jamás se conformaba con las respuestas dadas, siempre tratando de llegar a sus propias conclusiones sin importarle las reglas o creencias sobre las que tuviera que pasar. Siendo incorregible incluso a través de la penitencia, pues era testarudo como un buey y curioso como un mapache, se decidió dejarlo al margen de aquel tipo de actividades. Aquello me arranco una honesta y hacía mucho tiempo no liberada carcajada: en el pueblo había alguien con la prodigiosa bendición del sentido común, la voluntad para no ser asimilado por el pensamiento de otros y la curiosidad serena de los seres más allá de lo mundano. Aquello representaba un potencial peligro para el proyecto, y también un agradable incentivo a mi curiosidad científica. Habiendo perdido el interés en aquel asunto, pues lo daba por aclarado —al menos por el momento—, decidí que debía de averiguar más sobre aquel misterioso muchacho. Con cuanta discreción me fue posible visite los hogares, verificando el estado de las estructuras y las condiciones de las familias. Siendo leal a mi doble finalidad, me informe sobre cuál era la casa de aquel niño y determine que sería la última que habría de visitar, con lo que podría tomarme mi tiempo. La noche cubrió Hanamura y me encontró en el portal de la última de las viviendas. Me recibió con mucha cordialidad una humilde pareja. Les hice las preguntas de rigor, enterándome de que el hombre era mampostero y la mujer era tejedora; ambos jóvenes que acaso no superaban la veintena y media. Ofrecieron llamar al muchacho para que presentara sus respetos a uno de los padres fundadores, pero les indique que no era necesario, que solo le molestaríamos con asuntos de adultos. Pasando, sutilmente, a un plano de conversación más trivial, me aventure a preguntarles sobre el muchacho: como resultaba obvio, no era su hijo de sangre. Aquello me extraño un tanto, se suponía que la gente del pueblo no recibiera tan fácilmente a las personas del exterior, a menos que las circunstancias fuesen “singulares”. Dichas circunstancias estaban dadas por dos sucesos: el primero, la imposibilidad que había tenido la pareja para reproducirse y generar descendencia (debía de registrar aquello en el informe que estaba elaborando, pues los casos de infertilidad son de importancia crítica para el desarrollo del proyecto); segundo, y más curioso aun, al muchacho lo habían encontrado en un camino cercano al pueblo, abandonado en una zanja, entre los restos destrozados de una gran carrosa. Al principio pensaron que pudo ser el sobreviviente de un asalto, pero los objetos de valor yacían allí y aunque había sangre en abundancia no así cadáveres. También se pensó en un posible ataque de lobos, pero se notaba que la destrucción era obra de fuerzas y herramientas humanas. En conclusión, el muchacho estaba allí tan solo como extraviado y ellos tenían una plaza disponible en su núcleo familiar. Como antes, no pude evitar tener opiniones encontradas: por una parte resultaba fascinante el agregado de un elemento externo en el desarrollo del proyecto, pero por otra parte también resultaban preocupantes sus posibles efectos a largo plazo. Indague sobre la naturaleza del infantil ser, y sus adoptivos padres mostraron una expresión de preocupación y cansancio. Me explicaron que el chico era, cuando menos, extraño y tenía una conducta que variaba entre lo molesto y preocupante: no solo era su aspecto que le hacía diferenciarse del resto, sino su forma de ser, su totalidad… Era tranquilo, pero su serenidad podía llegar a rayar en una exasperante indiferencia de buitre. También demostraba ser rebelde y tozudo, jamás se conformaba con lo que le decían, todo lo cuestionaba e interrogaba, hasta el punto de convertirse en insolencia. Era metódico y responsable, inclusive trabajador y maduro; pero demostraba carecer de aprecio por otros y cercanía con sus similares (cual carroñero solitario). Además, cualquier intento de inculcarle un sistema de valores o creencias se tropezaba con un muro misterioso e inflexible. En fin, me dieron a entender que se trataba de la “oveja negra” del pueblo. Habiendo saciado mi curiosidad superficial, me despedí y me retire a los aposentos preparados para mí, con la finalidad de meditar sobre cuestionamientos más profundos. Aquella noche dormí poco o nada. El insomnio se presentó ante mí en la forma de quiméricas ideas y posibilidades. Mi mente se mantuvo ocupada en los recuerdos y el deseo de releer la Teoría funcional del pequeño grupo, de Abiko Okinori y El extranjero: ensayo sobre el fenómeno de la resistencia a la alienación, de Fukushige Kameyo. El primero, esencial para la formación y cohesión de la sociedad en Hanamura; y el segundo, fundamental para la disposición de la conducta posterior de dicho grupo social para con las influencias externas persistentes. Por supuesto, no faltaron los recuerdos de mis deberes y potestades, de mis pasiones y ambiciones. Para cuando llego la mañana, fría y húmeda, ya tenía un resolución clara sobre lo que deseaba hacer (pues parece que al final la victoria de toda dialéctica interna es la del deseo bien encausado). Teniendo que ponerme en marcha, deje en manos de mis asistentes la recopilación de datos y la redacción del informe para mi posterior revisión. Además de encargarles la actualización de la biblioteca con todo el material que habíamos traído en un par de pesados cajones. Espere a que comenzara el servicio de la mañana. Me acerque al centro del pueblo, y tal como esperaba allí estaba el taciturno muchachito de ojos grises, inspeccionando un libro que veía con fascinación y que a mí se me hacía muy familiar. Me acerque y le pregunte que leía. Me respondió, con una terrible pronunciación (casi analfabética), que el titulo era Cuestionamientos existencialistas en las doctrinas budistas, de Kitahama Pakira; que no entendía las palabras que usaban y que no sabía que trataban de decirle, pero que de igual forma le parecían muy “bonitos” todos los dibujos e ilustraciones que se presentaban —me maravillo lo mucho y lo poco que puedes hacer enseñándole a alguien a leer en un sitio como aquel; me ofendió un tanto el que alguien dijese que un diagrama cosmogónico y un mandala eran simples “dibujos”. Sabía que aquel libro pertenecía a la biblioteca del pueblo, en el ayuntamiento; siendo uno que yo mismo había dejado allí hacia tantos años, y que no me había llevado conmigo por temor a extraviarlo, pues era el libro de cabecera de mi mentor, director y precursor del proyecto Hanamura. Me senté junto a él y fui directo al asunto que allí me retenía: le dije —al menos trate de ser simple y entendible— que el en realidad no pertenecía aquel pueblo, y que siempre sería un extranjero en el mismo; pues la razón de existir de ese pueblo y de sus habitantes era precisamente aquello que le estaba despojando a el de un motivo para vivir. Continúe, y le dije que con el transcurso del tiempo aquello solamente sería peor: el proyecto estaba hecho para encausar, acaso doblegar, la voluntad de quienes vivían allí a las pretensiones de los fundadores, pero él estaba fuera de ese ordenamiento. Si la naturaleza misma de aquella comunidad no lograba quebrantar su espíritu, convirtiéndolo en uno más del rebaño; entonces terminaría por ser la tumba de todo lo que pudiese ser y de todo potencial que pudiese llegar a tener. Puede que no hubiese pensado en ello, pero creo que instintivamente el sentimiento de desapego y falta de identidad que le fatigaban y separaban del resto reflejaban que mis razonamientos eran ciertos, pese a ser “incomprensibles”. Me observo desapasionadamente durante unos segundos, y , confuso, me pregunto que podía hacer. Le conteste que aquel pueblo era una simulación, una mentira pacífica y simple; pero era algo que sus habitantes naturales habían elegido vivir tal como era, pues estaban adoctrinados para ello. Le pregunte si estaría conforme viviendo una placida mentira o si le gustaría recorrer el arduo camino que le llevaría a la prodigiosa verdad que yacía más allá de la niebla; le pregunte (quizás irresponsablemente, acaso egoístamente) si quería que le llevase conmigo a un mundo en donde, para bien o para mal, podría realizar su propia búsqueda y obtener sus propias respuestas bajo la luz del sol; sus propios desafíos y aventuras. Miro al cielo, el eternamente nublado cielo, y supo que en él había una parte de verdad y de revelaciones que caían con la llovizna, pero que era demasiado pequeña para poder saciar la sed de su corazón; pues las nubes grises era sabias, pero también recelosas e indiferentes, y jamás revelaban sus misterios y prodigios a quienes no se atreviesen a adentrarse en ellas e ir mas allá… Su respuesta no me sorprendió, lo que si me fascino fue la determinación y el desapego que había en su inocente, curiosa y serena mirada; que en la sumatoria de todo aquello resultaba un tanto inquietante. Con aquello solo necesitaba verificar una cosa más, algo que sería el punto perfecto para iniciar mi nuevo proyecto personal. Le ofrecí un pequeño pedazo de papel, con signos que se le antojaban incomprensibles. Le dije que se concentrara en el diseño y que tratase de darle un poco de su vida y aliento al papel. El sello reacciono y se transformó en caracteres y configuración. Lo tome de sus manos y lo guarde silencioso y expectante: el muchacho poseía el prodigioso don del chakra, una anomalía en aquel sitio, pues nos habíamos asegurado, a través de un plan de reproducción selectiva, que las posibilidades de que entre los nacidos en el pueblo hubiera usuarios del chakra fuese prácticamente de cero. Sentí cierta satisfacción: ya había tenido protegidos por cuestiones académicas, pero jamás uno que tuviese el potencial de convertirse en un ninja. Resultaba un proyecto interesante, en cuanto a lo difícil que era hallar un niño con el talento del chakra y sin influencias ninjas de ningún tipo. Además, con aquella personalidad —y aunque era poco probable que aprendiese las artes ninjas por su cuenta— las cosas podrían complicarse mucho cuando llegara al florecer adolecente y al arborecer adulto. El tramite fue realmente sencillo: sus padres, y parece que el pueblo en general, parecían aliviados al deshacerse de aquel niño. Y aunque sus cuidadores temían quedarse solos, les asegure que había traído conmigo varios métodos tanto para la supresión como para la potenciación de la fertilidad; y que eran tratamientos que el boticario del pueblo fácilmente les podría suministrar. La despedida fue sencilla, seca y sin dramas de ningún tipo… Eso, facilito mucho mi proceder. Parece que, como debía ser, accedían a las peticiones de un padre fundador sin cuestionar nada. Habría de llevarme al muchacho a la Aldea Oculta de la Hierba; donde recibiría una correcta formación como ninja, al tiempo que me aseguraría de que tuviera una correcta formación como individuo. Si poseía la capacidad para ser un buen ninja, yo lo ignoraba, pero esas variantes impredecibles es lo que le da vida a un buen proyecto. Además, estaba seguro de que la aldea haría lo posible para que desarrollara su potencial, como lo hizo conmigo y con otros como él. No necesito preparar pertenencias, pues no tenía muchas. Eso sí, se llevó consigo el libro que había tomado de la biblioteca, motivado por la promesa de que yo le ayudaría a que eventualmente lo entendiera. Antes de subir al carruaje, y de que sus pies tocasen posiblemente por última vez aquella tierra apagada y fría, miro hacia el pueblo y supe que solo hasta entonces se daba cuenta de que jamás había sido su hogar, sino una parada en el camino de lo que le restaba de vida, un nido de otra ave, temporal, del cual debía volar hasta más allá de la niebla, hacia donde había sol. De pronto, como con remordimiento, me pregunto si la curiosidad era mala y si hacer preguntas y buscar las respuestas le podría quitar el sentido a su vida, tal como le había advertido la gente del pueblo. No pude evitar el sonreír tenuemente y decirle, citando a uno de mis cuentistas más admirados: “La curiosidad mato al gato; pero el gato fatigo sus siete vidas en busca de la verdad, para al final de estas encontrarla, para morir sabiendo”.
Para dar muerte a su ser anterior y vida al ser ulterior, le asegure que ese, tal cual como yo lo estimaba, debía de ser el sentido de su vida. |
Cronología
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❀ Primavera❀ ❋ Verano❋ ❊ Otoño❊ ❆ Invierno❆ |
Técnicas del sistema
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Nº total de técnicas: 11/20 Habilidades: ¤ Negociador Habilidades: ¤ Escalada Vertical ¤ Andar sobre el Agua ¤ Kuchiyose no Jutsu Técnicas: ¤ Bunshin no Jutsu ¤ Kakuremino no Jutsu ¤ Nawanuke no Jutsu ¤ Henge no Jutsu ¤ Kawarimi no Jutsu ¤ Sunshin no Jutsu Taijutsu Habilidades: ¤ Shinobi Kumite Técnicas: - Técnicas: ¤ Isshi Tōjin ¤ Ippan no Fūinjutsu ¤ Chakura Kyūin ¤ Tensha Fūin Habilidades: ¤ Shinobi Buki Kumite Técnicas: ¤ Kibaku Fuda: Kassei-ka ¤ Ninpō: Bunkai Técnicas: - |
Técnicas propias de Facultad Personal
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Kenjutsu 10
Kenjutsu 25
Kenjutsu 40
Kenjutsu 50
Kenjutsu 60
Kenjutsu 70
Kenjutsu 80
Kenjutsu 100
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Evolutivas
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Merito Diseñador
Primera evolutiva (1-5)
Segunda evolutiva (6-10)
Tercera evolutiva (6-10)
Cuarta evolutiva (11-15)
Quinta evolutiva (16-20)
Sexta evolutiva (16-20)
Séptima evolutiva (21-25)
Octava evolutiva (26-30)
Novena evolutiva (26-30)
Décima evolutiva (31-35)
Undécima evolutiva (36-40)
Duodécima evolutiva (36-40)
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Técnicas alteradas
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Primer alterador (1-5)
Segundo alterador (6-10)
Tercer alterador (11-15)
Cuarto alterador (16-20)
Quinto alterador (21-25)
Sexto alterador (26-30)
Séptimo alterador (31-35)
Octavo alterador (36-40)
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Espacio personal
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Reacciones |
Reacciones más recibidas |
8
6
5
4
3
2
2
1
1
1
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Reacciones más dadas |
20
13
7
6
5
4
4
4
3
3
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