17/05/2017, 21:02
(Última modificación: 29/07/2017, 02:15 por Amedama Daruu.)
Como un reloj en marcha, Daruu salió de la habitación a toda prisa a las diez en punto. Y para cuando Ayame y Kōri quisieron seguirle, el muchacho se había esfumado por las escaleras.
—Vaya... sí que debe tener hambre... —comentó Ayame para sí.
Los dos hermanos bajaron las escaleras y giraron inmediatamente a la izquierda. El comedor se abrió ante ellos, un espacio amplio, con varias mesas con cuatro sillas cada una llenándolo. Daruu ya estaba sentado en la primera mesa accesible, y Ayame y Kōri no tardaron en acompañarle.
—Al final parece que no estamos solos —les comentó Ayame, bajando la voz. Aunque sus ojos curiosos se paseaban por todo el comedor. Cerca de ellos, una anciana acariciaba un precioso gato persa de color canela y, en otra mesa, tres hombres ocultaban sus rostros bajo tres túnicas de diferente color: rojo, verde y azul—. ¿Por qué se tapan la cara dentro de una posada?
—Ayame, sé discreta —la advirtió Kōri, y Ayame se volvió inmediatamente al frente, roja como un tomate.
—L... lo siento, Kōri...-sensei.
—Ay, mi chiquitín... —escuchó la voz de la anciana a sus espaldas, seguramente dirigiéndose a su gato—. Ya sé que te gusta la lasaña de Buitonin-san, pero hoy hay pizza...
—¿Qué es una las...? —comenzó a preguntar Ayame, pero fue incapaz de terminar.
Daruu había pegado un sonoro golpe en la mesa, y Ayame se encogió sobre sí misma en un acto reflejo. Muy poco le había faltado para licuar su cuerpo...
—¿Qué ocurre, Daruu-kun? —preguntó Kōri.
Su compañero se había quedado lívido, con los ojos abiertos como platos. Y Ayame por un momento temió que hubiera sucedido algo con los hombres encapuchados. Sin embargo, enseguida volvió a sentarse tapándose el rostro con ambas manos.
—Lo siento, lo siento mucho, no sé qué me ha pasado...
Ayame ladeó ligeramente la cabeza, pero antes de que pudiera hacer cualquier pregunta, un joven pelirrojo y delgado como un palo se acercó a la mesa y dejó una bandeja con una masa circular, aplanada y con una salsa blanquecina, rebosante de queso, por encima de la cual asomaban trocitos de bacon y...
«Champiñón...» Pensó, torciendo el gesto ligeramente.
—Queh aprovecheh —dijo el chico, con una extraña voz que parecía sacada de un peluche en una juguetería—. Zih quierehn máh, zolo tieneh queh pedihlah.
Se alejó, patizambo, y Ayame volvió a centrar su atención en lo que se suponía que era la pizza. Un delicioso aroma no tardó en acariciar su nariz, seductor. Y, sin embargo...
—¿Te pasa algo, Ayame?
—Yo... esto... no... —balbuceaba, cada vez más y más roja. Las orejas le ardían y por un momento un doloroso nudo atenazó su garganta. Tuvo que tragar saliva para deshacerlo—. Yo... No sé como se come esto...
—Vaya... sí que debe tener hambre... —comentó Ayame para sí.
Los dos hermanos bajaron las escaleras y giraron inmediatamente a la izquierda. El comedor se abrió ante ellos, un espacio amplio, con varias mesas con cuatro sillas cada una llenándolo. Daruu ya estaba sentado en la primera mesa accesible, y Ayame y Kōri no tardaron en acompañarle.
—Al final parece que no estamos solos —les comentó Ayame, bajando la voz. Aunque sus ojos curiosos se paseaban por todo el comedor. Cerca de ellos, una anciana acariciaba un precioso gato persa de color canela y, en otra mesa, tres hombres ocultaban sus rostros bajo tres túnicas de diferente color: rojo, verde y azul—. ¿Por qué se tapan la cara dentro de una posada?
—Ayame, sé discreta —la advirtió Kōri, y Ayame se volvió inmediatamente al frente, roja como un tomate.
—L... lo siento, Kōri...-sensei.
—Ay, mi chiquitín... —escuchó la voz de la anciana a sus espaldas, seguramente dirigiéndose a su gato—. Ya sé que te gusta la lasaña de Buitonin-san, pero hoy hay pizza...
—¿Qué es una las...? —comenzó a preguntar Ayame, pero fue incapaz de terminar.
Daruu había pegado un sonoro golpe en la mesa, y Ayame se encogió sobre sí misma en un acto reflejo. Muy poco le había faltado para licuar su cuerpo...
—¿Qué ocurre, Daruu-kun? —preguntó Kōri.
Su compañero se había quedado lívido, con los ojos abiertos como platos. Y Ayame por un momento temió que hubiera sucedido algo con los hombres encapuchados. Sin embargo, enseguida volvió a sentarse tapándose el rostro con ambas manos.
—Lo siento, lo siento mucho, no sé qué me ha pasado...
Ayame ladeó ligeramente la cabeza, pero antes de que pudiera hacer cualquier pregunta, un joven pelirrojo y delgado como un palo se acercó a la mesa y dejó una bandeja con una masa circular, aplanada y con una salsa blanquecina, rebosante de queso, por encima de la cual asomaban trocitos de bacon y...
«Champiñón...» Pensó, torciendo el gesto ligeramente.
—Queh aprovecheh —dijo el chico, con una extraña voz que parecía sacada de un peluche en una juguetería—. Zih quierehn máh, zolo tieneh queh pedihlah.
Se alejó, patizambo, y Ayame volvió a centrar su atención en lo que se suponía que era la pizza. Un delicioso aroma no tardó en acariciar su nariz, seductor. Y, sin embargo...
—¿Te pasa algo, Ayame?
—Yo... esto... no... —balbuceaba, cada vez más y más roja. Las orejas le ardían y por un momento un doloroso nudo atenazó su garganta. Tuvo que tragar saliva para deshacerlo—. Yo... No sé como se come esto...