19/05/2017, 01:57
Aquel que estaba narrando la historia se levanto e hizo una leve reverencia a los presentes, como agradeciéndoles el permitir contarles un poco sobre el origen de su gente.
—¿Qué te ha parecido la historia, Naomi? —pregunto con entusiasmo, pues disfrutaba de aquellas pequeñas muestras de folclore.
—Con toda honestidad, mi señor, era mucha más fantasía que historia —Su forma de hablar fue amable, pero aquello no evito que el Hakagurē se avergonzara de su excitación de chiquillo.
De pronto, el vehículo comenzó a perder velocidad hasta el punto en que se detuvo por completo. El conductor abandono su puesto y se acerco hasta la parte trasera, dispuesto a quitar la gruesa piel que cubría y cerraba la parte interna. Se asomo al interior, dejando que el brillante sol dejara perplejos a la multitud de ojos que ya se habían acostumbrado a las frías sombras.
—Fue un camino un tanto movido, pero ya hemos llegado al pueblo —aseguro con una sonrisa bonachona.
Kōtetsu se apresuro a bajar del trineo, ansioso por ver aquel lejano sitio que no salía en los mapas.
Hakushi era un pequeño pueblo emplazado a los pies de unas colinas rocosas, que estaban parcialmente cubiertas de nieve, provocando un bonito contraste entre el negro de la roca y el blanco de la escarcha. La gran mayoría de edificaciones tenían techos empinados y triangulares, para que la nevada resbalase y no se acumulara, y enormes pilares de roca que, por cómo estaban anexados, solo podían ser chimeneas, que debían de generar muchísimo calor para mantener comodos a sus ocupantes. Todas las casas y locales compartían estas características que les hacían lucir como un bello y rustico conjunto, a excepción de una en particular: Se trataba de un enorme edificio que se erigía en medio de todo, como una especie de estaca que emergiese desde el suelo congelado. Su altura era solo comparable con el brillo que mostraba cuando le daba el sol, pues estaba colmado de dorado y naranja en cada una de sus esquinas y paredes. De alguna forma evidente, resultaba antinaturalmente suntuoso, pero también transmitía una sensación de calidez y fuerza difícil de ignorar.
Un grupo de porteadores se acerco hasta donde estaban los pasajeros y se hicieron con todas las maletas y posesiones de los mismos, colocándolos en pequeños trineos tirados por un solo hombre. El sujeto que les había estado contando la historia se encargo de guiarles a través del camino que llegaba hasta el centro del pueblo, hasta el sitio donde la más hermosa de las edificaciones se levantaba. Cuando por fin estuvieron a la sombra de su imponente estructura, un hombre ricamente vestido, y un gran grupo de uniformados con sus mismos colores, salió a recibirles con gran pomposidad.
—Bienvenidos a Hakushi, viajeros —Extendió los brazos para abarcar a todo el grupo de visitantes—. Yo soy Sarutobi Kazushiro y este es mi cálido pedacito de cielo en medio de las llanuras hielo —Se giro hacia el hotel, para hacer la adecuada presentación—, el nido de cristal.
Kōtetsu y la mayoría de los otros huéspedes se retiraron las capuchas y coberturas, permitiendo que su cabellos fuesen fuertemente acariciados por la brisa helada y que sus rostros fuesen apreciados por todos los presentes.
—¿Qué te ha parecido la historia, Naomi? —pregunto con entusiasmo, pues disfrutaba de aquellas pequeñas muestras de folclore.
—Con toda honestidad, mi señor, era mucha más fantasía que historia —Su forma de hablar fue amable, pero aquello no evito que el Hakagurē se avergonzara de su excitación de chiquillo.
De pronto, el vehículo comenzó a perder velocidad hasta el punto en que se detuvo por completo. El conductor abandono su puesto y se acerco hasta la parte trasera, dispuesto a quitar la gruesa piel que cubría y cerraba la parte interna. Se asomo al interior, dejando que el brillante sol dejara perplejos a la multitud de ojos que ya se habían acostumbrado a las frías sombras.
—Fue un camino un tanto movido, pero ya hemos llegado al pueblo —aseguro con una sonrisa bonachona.
Kōtetsu se apresuro a bajar del trineo, ansioso por ver aquel lejano sitio que no salía en los mapas.
Hakushi era un pequeño pueblo emplazado a los pies de unas colinas rocosas, que estaban parcialmente cubiertas de nieve, provocando un bonito contraste entre el negro de la roca y el blanco de la escarcha. La gran mayoría de edificaciones tenían techos empinados y triangulares, para que la nevada resbalase y no se acumulara, y enormes pilares de roca que, por cómo estaban anexados, solo podían ser chimeneas, que debían de generar muchísimo calor para mantener comodos a sus ocupantes. Todas las casas y locales compartían estas características que les hacían lucir como un bello y rustico conjunto, a excepción de una en particular: Se trataba de un enorme edificio que se erigía en medio de todo, como una especie de estaca que emergiese desde el suelo congelado. Su altura era solo comparable con el brillo que mostraba cuando le daba el sol, pues estaba colmado de dorado y naranja en cada una de sus esquinas y paredes. De alguna forma evidente, resultaba antinaturalmente suntuoso, pero también transmitía una sensación de calidez y fuerza difícil de ignorar.
Un grupo de porteadores se acerco hasta donde estaban los pasajeros y se hicieron con todas las maletas y posesiones de los mismos, colocándolos en pequeños trineos tirados por un solo hombre. El sujeto que les había estado contando la historia se encargo de guiarles a través del camino que llegaba hasta el centro del pueblo, hasta el sitio donde la más hermosa de las edificaciones se levantaba. Cuando por fin estuvieron a la sombra de su imponente estructura, un hombre ricamente vestido, y un gran grupo de uniformados con sus mismos colores, salió a recibirles con gran pomposidad.
—Bienvenidos a Hakushi, viajeros —Extendió los brazos para abarcar a todo el grupo de visitantes—. Yo soy Sarutobi Kazushiro y este es mi cálido pedacito de cielo en medio de las llanuras hielo —Se giro hacia el hotel, para hacer la adecuada presentación—, el nido de cristal.
Kōtetsu y la mayoría de los otros huéspedes se retiraron las capuchas y coberturas, permitiendo que su cabellos fuesen fuertemente acariciados por la brisa helada y que sus rostros fuesen apreciados por todos los presentes.