24/05/2017, 21:53
(Última modificación: 29/07/2017, 02:14 por Amedama Daruu.)
Tenía que dar las gracias a la facilidad que tenía para despertarse y a la sensibilidad de su oído. Si no fuera por ello, Ayame no habría sido capaz de escuchar toda la conversación que habían mantenido Daruu y su hermano y no habría podido enterarse de qué era lo que le estaba rondando la cabeza a su compañero de misión. Sin embargo, no dio muestras de haber estado espiando, mientras simulaba que seguía durmiendo. Trató por todos los medios de aparentar normalidad. Se levantó, dio los buenos días, desayunó con calma y después volvió a vestirse. Afortunadamente, la bandana había aguantado en su posición toda la noche (Ayame se la había apretado al máximo para garantizar que fuera así) por lo que su marca no había sido desvelada.
Tal y como habían planeado el día anterior, los tres salieron de la posada y, siguiendo los pasos de Daruu, se detuvieron frente a un edificio sin ventanas y con una puerta de color rojo sangre. El letrero sólo rezaba: "Kojiro-san".
—Es aquí —informó Daruu—. Tendréis, erh... No es mi intención hacer de líder y nada, pero la misión especificaba que yo me encargaría de comprarlo, así que... Tendréis que esperar aquí.
Kōri asintió, aunque Ayame se removió con cierta inquietud en su sitio. Sabía que eran las condiciones de la misión. Lo sabía de sobra, desde que se habían embarcado en aquel viaje. Pero no le gustaba aquel sitio. Todo le daba mala espina. Y odiaba quedarse de brazos cruzados sin hacer nada...
—Necesitaré tu ayuda, Kōri-sensei —añadió Daruu—. Cuando salga de ahí con una caja, por favor, quiero que la cojas inmediatamente, ¿de acuerdo? Por favor. No podré sostenerla por mucho tiempo.
—De acuerdo —asintió. Sin ninguna pregunta. Sin ningún pero. Sin nada.
—¿Bien? Bien. Allá voy.
Daruu entró en el edificio, y Kōri y Ayame se quedaron a solas. En silencio. Esperando. Ella cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra varias veces, inquieta, pensativa.
—No hagas ninguna tontería, Ayame. —La voz de su hermano la sobresaltó, como si hubiese leído a través de ella.
—P... ¡Pero todo es muy raro! ¿Por qué no podemos saber qué es ese ingrediente? ¿Por qué es todo tan misterioso? ¿Y si se trata de algo malo? ¡Mira ese edificio! Sin ventanas ni nada... ¿Y si ese ingrediente es una peligrosa droga?
Kōri abrió los ojos como platos.
—Estamos hablando de Kiroe, Ayame. Además, son órdenes de Arashikage-sama. Si existiera la mínima sospecha de que pudiera ser algo peligroso para la salud de los demás, no lo habría permitido.
—Supongo... —farfulló ella, no demasiado convencida. Pero aunque le pesara admitirlo, no podía hacer otra cosa que no fuera cumplir las órdenes dadas.
Estuvieron esperando un rato hasta que Daruu salió. Llevaba una caja en sus brazos, cubiertos por su capa, y se acercó a toda prisa a Kōri. Le pasó la caja como si fuera una bomba, jadeó y se frotó las manos en los muslos como si le escocieran. Kōri le miraba interrogante; pero, para sorpresa de Ayame, la caja no llegó a estallar ni nada parecido.
—¿Hora del viaje de vuelta, supongo?
—El atardecer. De mañana. Si vamos a pie, claro.
Y no les quedó otra que ir a pie. En aquella ocasión no tuvieron la suerte de encontrar a ningún amable señor que les transportara en un carro lleno de tomates. Así, enfundados en sus capas de viaje, y Kōri con la caja firmemente agarrada entre sus brazos, comenzaron una marcha que se alargaría durante un día y medio si no surgía ningún problema.
Ayame iba cabizbaja, con los brazos cruzados bajo el pecho y mirando de reojo de vez en cuando la caja que llevaba su hermano.
Tal y como habían planeado el día anterior, los tres salieron de la posada y, siguiendo los pasos de Daruu, se detuvieron frente a un edificio sin ventanas y con una puerta de color rojo sangre. El letrero sólo rezaba: "Kojiro-san".
—Es aquí —informó Daruu—. Tendréis, erh... No es mi intención hacer de líder y nada, pero la misión especificaba que yo me encargaría de comprarlo, así que... Tendréis que esperar aquí.
Kōri asintió, aunque Ayame se removió con cierta inquietud en su sitio. Sabía que eran las condiciones de la misión. Lo sabía de sobra, desde que se habían embarcado en aquel viaje. Pero no le gustaba aquel sitio. Todo le daba mala espina. Y odiaba quedarse de brazos cruzados sin hacer nada...
—Necesitaré tu ayuda, Kōri-sensei —añadió Daruu—. Cuando salga de ahí con una caja, por favor, quiero que la cojas inmediatamente, ¿de acuerdo? Por favor. No podré sostenerla por mucho tiempo.
—De acuerdo —asintió. Sin ninguna pregunta. Sin ningún pero. Sin nada.
—¿Bien? Bien. Allá voy.
Daruu entró en el edificio, y Kōri y Ayame se quedaron a solas. En silencio. Esperando. Ella cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra varias veces, inquieta, pensativa.
—No hagas ninguna tontería, Ayame. —La voz de su hermano la sobresaltó, como si hubiese leído a través de ella.
—P... ¡Pero todo es muy raro! ¿Por qué no podemos saber qué es ese ingrediente? ¿Por qué es todo tan misterioso? ¿Y si se trata de algo malo? ¡Mira ese edificio! Sin ventanas ni nada... ¿Y si ese ingrediente es una peligrosa droga?
Kōri abrió los ojos como platos.
—Estamos hablando de Kiroe, Ayame. Además, son órdenes de Arashikage-sama. Si existiera la mínima sospecha de que pudiera ser algo peligroso para la salud de los demás, no lo habría permitido.
—Supongo... —farfulló ella, no demasiado convencida. Pero aunque le pesara admitirlo, no podía hacer otra cosa que no fuera cumplir las órdenes dadas.
Estuvieron esperando un rato hasta que Daruu salió. Llevaba una caja en sus brazos, cubiertos por su capa, y se acercó a toda prisa a Kōri. Le pasó la caja como si fuera una bomba, jadeó y se frotó las manos en los muslos como si le escocieran. Kōri le miraba interrogante; pero, para sorpresa de Ayame, la caja no llegó a estallar ni nada parecido.
—¿Hora del viaje de vuelta, supongo?
—El atardecer. De mañana. Si vamos a pie, claro.
Y no les quedó otra que ir a pie. En aquella ocasión no tuvieron la suerte de encontrar a ningún amable señor que les transportara en un carro lleno de tomates. Así, enfundados en sus capas de viaje, y Kōri con la caja firmemente agarrada entre sus brazos, comenzaron una marcha que se alargaría durante un día y medio si no surgía ningún problema.
Ayame iba cabizbaja, con los brazos cruzados bajo el pecho y mirando de reojo de vez en cuando la caja que llevaba su hermano.