29/05/2017, 21:15
Caía la tarde y el cielo estaba teñido de naranjas, rojos y amarillos mientras el Sol se ocultaba tras el horizonte de árboles y picos escarpados. Aquel paisaje era típico de la zona, donde predominaban los verdes y marrones; varios kilómetros de bosque rodeaban el lugar donde antaño —antes de la crisis de los bijuu— había estado Konohagakure no Sato. Una Aldea poderosa y orgullosa, hogar del gran linaje Uchiha, que con el paso del tiempo se había convertido en poco más que polvo en el viento.
Algo así sintió Akame cuando, tras cruzar las plataformas de piedra que se mantenían a flote formando un camino hasta el centro del Lago, puso sus ojos por primera vez en la estatua de la que hasta hacía una estación había sido su Kage. Sus facciones severas, tras las que se escondía la ternura de una madre, su rostro joven —que ocultaba más de cien años de experiencia— y su postura marcial. Una mujer formidable que ya no estaba con los vivos. Las circunstancias de su muerte eran todavía inciertas para alguien como Akame. Se decía que había muerto combatiendo a un poderoso enemigo, pero poco más. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? Preguntas para las que aquel joven gennin no tenía respuesta.
El viento veraniego agitó sus cabellos negros, recogidos en una coleta que le llegaba hasta más allá de la nuca, y también sus ropas. Una camisa de manga corta, negra, y unos pantalones pesqueros de color marrón claro. Llevaba sandalias ninja y su equipamiento shinobi atado al cinturón color marrón oscuro. Entre sus manos, una pitillera negra.
Akame se acercó con pasos temblorosos a la estatua y sus ojos bajaron de la pétrea figura hasta detenerse en la funda de cuero. Había muerto alguien más aquel día. Alguien para quien no se había levantado estatua alguna, ni organizado funeral ni conmemoración. Un muchacho, un simple gennin sin pasado ni futuro que probablemente a nadie en todo Oonindo le importase un carajo... Salvo a dos personas. Y una de ellas estaba allí.
El Uchiha se agachó al lado izquierdo de la estatua de Shiona, excavó un pequeño agujero con las manos y dejó la pitillera de cuero dentro. Luego lo tapó y se puso en pie, con la mirada perdida en el horizonte. Deseó saber rezar, o siquiera tener algunas palabras reservadas para la ocasión. De modo que simplemente juntó las manos e hizo una gran reverencia.
Se incorporó apretando los puños, y una lágrima se deslizó por su rostro.
Algo así sintió Akame cuando, tras cruzar las plataformas de piedra que se mantenían a flote formando un camino hasta el centro del Lago, puso sus ojos por primera vez en la estatua de la que hasta hacía una estación había sido su Kage. Sus facciones severas, tras las que se escondía la ternura de una madre, su rostro joven —que ocultaba más de cien años de experiencia— y su postura marcial. Una mujer formidable que ya no estaba con los vivos. Las circunstancias de su muerte eran todavía inciertas para alguien como Akame. Se decía que había muerto combatiendo a un poderoso enemigo, pero poco más. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? Preguntas para las que aquel joven gennin no tenía respuesta.
El viento veraniego agitó sus cabellos negros, recogidos en una coleta que le llegaba hasta más allá de la nuca, y también sus ropas. Una camisa de manga corta, negra, y unos pantalones pesqueros de color marrón claro. Llevaba sandalias ninja y su equipamiento shinobi atado al cinturón color marrón oscuro. Entre sus manos, una pitillera negra.
Akame se acercó con pasos temblorosos a la estatua y sus ojos bajaron de la pétrea figura hasta detenerse en la funda de cuero. Había muerto alguien más aquel día. Alguien para quien no se había levantado estatua alguna, ni organizado funeral ni conmemoración. Un muchacho, un simple gennin sin pasado ni futuro que probablemente a nadie en todo Oonindo le importase un carajo... Salvo a dos personas. Y una de ellas estaba allí.
El Uchiha se agachó al lado izquierdo de la estatua de Shiona, excavó un pequeño agujero con las manos y dejó la pitillera de cuero dentro. Luego lo tapó y se puso en pie, con la mirada perdida en el horizonte. Deseó saber rezar, o siquiera tener algunas palabras reservadas para la ocasión. De modo que simplemente juntó las manos e hizo una gran reverencia.
«Esto es por tí, Haskoz-kun»
Se incorporó apretando los puños, y una lágrima se deslizó por su rostro.