29/05/2017, 23:53
(Última modificación: 29/07/2017, 02:17 por Amedama Daruu.)
Tal y como suponía, aquella fue la peor noche en mucho, muchísimo tiempo. Era incapaz de dormir, y Ayame se pasó gran parte de la noche hecha un ovillo en su saco, esforzándose porque no se escucharan sus llantos. Y las veces que conseguía concebir mínimamente el sueño, soñaba con la academia y, lo peor, soñaba con Setsuna y con su grupo. Creía haberlos olvidado, pero una y otra vez se despertaba entre jadeos, apretándose con tanta fuerza la bandana contra la frente que los tornillos de la placa llegaron a clavarse en su piel. Y antes de que pudiera volver a dormirse de nuevo, llegó el alba y sintió la mano de Kōri sobre su hombro, llamándola.
—Buenos días —escuchó la voz de Daruu en la entrada del iglú—. Ya tengo todo recogido, así que cuando queráis, nos vamos.
Sin embargo, ella no respondió. Se levantó en completo silencio, frotándose unos ojos escocidos y enrojecidos, y se afanó en recoger su saco de dormir y sus pertenencias. Kōri, igual que Daruu, debía de haber terminado ya porque la estaba esperando en la entrada. Por el rabillo del ojo vio que el genin se acercaba a ella, seguramente a recoger su propia mochila. Y aquella sensación en el pecho de Ayame volvió a encenderse como un horno a todo gas.
Por eso, cuando Daruu hizo chocar su hombro contra ella se topó, literalmente, con una cascada de agua que estalló en su rostro.
Ayame ni siquiera comentó nada al respecto. Muda como una estatua de mármol y con lágrimas rodando por sus mejillas, salió del iglú, pasó por delante de su propio hermano y aceleró el paso para ponerse a la cabeza del grupo. Lo suficientemente lejos como para no tener que establecer contacto con ellos, pero lo suficientemente cerca como para no perderlos de vista y terminar perdida.
Al menos esa era su intención. Pero no llegó muy lejos. Un muro de hielo surgió frente a sus narices, alto como una torre.
A sabiendas de quién era el causante de su detención, Ayame se volvió hacia Kōri. Pero toda la rabia que hervía en su pecho se congeló cuando sintió los gélidos ojos del jonin clavados sobre ella como dos estacas afiladas. Tenía las manos entrelazadas a la altura del pecho.
—No pienso hacer de niñera —expresó Kōri, claro, conciso y cortante como el vidrio—. Así que no nos vamos a mover de aquí hasta que resolváis vuestras diferencias.
Ayame apretó los puños hasta hacerse daño. Pero, obstinada como ella sola y llorando en silencio, apartó la mirada a un lado.
—Buenos días —escuchó la voz de Daruu en la entrada del iglú—. Ya tengo todo recogido, así que cuando queráis, nos vamos.
Sin embargo, ella no respondió. Se levantó en completo silencio, frotándose unos ojos escocidos y enrojecidos, y se afanó en recoger su saco de dormir y sus pertenencias. Kōri, igual que Daruu, debía de haber terminado ya porque la estaba esperando en la entrada. Por el rabillo del ojo vio que el genin se acercaba a ella, seguramente a recoger su propia mochila. Y aquella sensación en el pecho de Ayame volvió a encenderse como un horno a todo gas.
Por eso, cuando Daruu hizo chocar su hombro contra ella se topó, literalmente, con una cascada de agua que estalló en su rostro.
Ayame ni siquiera comentó nada al respecto. Muda como una estatua de mármol y con lágrimas rodando por sus mejillas, salió del iglú, pasó por delante de su propio hermano y aceleró el paso para ponerse a la cabeza del grupo. Lo suficientemente lejos como para no tener que establecer contacto con ellos, pero lo suficientemente cerca como para no perderlos de vista y terminar perdida.
Al menos esa era su intención. Pero no llegó muy lejos. Un muro de hielo surgió frente a sus narices, alto como una torre.
A sabiendas de quién era el causante de su detención, Ayame se volvió hacia Kōri. Pero toda la rabia que hervía en su pecho se congeló cuando sintió los gélidos ojos del jonin clavados sobre ella como dos estacas afiladas. Tenía las manos entrelazadas a la altura del pecho.
—No pienso hacer de niñera —expresó Kōri, claro, conciso y cortante como el vidrio—. Así que no nos vamos a mover de aquí hasta que resolváis vuestras diferencias.
Ayame apretó los puños hasta hacerse daño. Pero, obstinada como ella sola y llorando en silencio, apartó la mirada a un lado.