1/06/2017, 18:59
(Última modificación: 29/07/2017, 02:19 por Amedama Daruu.)
—Esto... Sí, claro... Por mí, estupendo —tartamudeó Daruu, aunque enseguida le apartó la mirada—. Además, creo que a los dos nos vendría bien aprender más de Kori-sensei, ya sabes...
«¿Sólo por eso?» Pensó Ayame, ligeramente decepcionada. Pero enseguida asintió con vehemencia.
—Qué ganas de llegar a casa...
Cruzaron el puente y Amegakure les recibió con los brazos abiertos. La tierra fue sustituida enseguida por el duro asfalto y el espacio abierto se saturó de edificios y rascacielos que intentaban arañar las nubes que cubrían la aldea con sus puntiagudos dedos. El trío se adentró en las calles y la multitud se les echó prácticamente encima. Por suerte, gracias a la desagradable sensación que emanaba de la propia caja y del frescor que siempre rodeaba a Kōri, no les costó abrirse paso y llegar a la Pastelería de Kiroe-chan. Parecía que habían llegado muy temprano, pues aún no había abierto sus puertas al público. Sin embargo, Daruu se adelantó, se asomó a los cristales de la puerta y, tras llamar un par de veces, introdujo la llave en la cerradura y abrió.
—¡Misión cumplida, mamá!
La mujer se encontraba detrás de la barra y cuando los vio entrar por la puerta una sonrisa asomó a sus labios. Sin embargo, cuando vio a Kōri se llevó las manos al rostro y ahogó un grito:
—¿¡Con las manos desnudas!? ¡Rápido, Kōri-san! ¡Ponlas en una mesa!
Él no se hizo de rogar. Se dirigió a la mesa más cercana que encontró y dejó la caja sobre ella. Ayame sintió un terrorífico escalofrío descender por su columna vertebral cuando Kōri alzó las manos y comenzó a frotarlas entre sí. Estaban rojas. Y aunque no era algo demasiado exagerado, para Ayame, que jamás había visto una pizca de color en la piel de su hermano, era algo verdaderamente impactante.
—¿Estás bien? —preguntó, con un hilo de voz.
Él asintió, tras unos breves segundos en silencio. Seguía aparentando aquella fría calma que le caracterizaba, pero también parecía bastante impresionado.
—Sí. Se pasará en unos minutos. Sólo es... extraño.
Y tanto que debía ser extraño. Sobre todo cuando estaba acostumbrado a ser él el que causara el frío, no a sentirlo en sus propias carnes.
«¿Sólo por eso?» Pensó Ayame, ligeramente decepcionada. Pero enseguida asintió con vehemencia.
—Qué ganas de llegar a casa...
Cruzaron el puente y Amegakure les recibió con los brazos abiertos. La tierra fue sustituida enseguida por el duro asfalto y el espacio abierto se saturó de edificios y rascacielos que intentaban arañar las nubes que cubrían la aldea con sus puntiagudos dedos. El trío se adentró en las calles y la multitud se les echó prácticamente encima. Por suerte, gracias a la desagradable sensación que emanaba de la propia caja y del frescor que siempre rodeaba a Kōri, no les costó abrirse paso y llegar a la Pastelería de Kiroe-chan. Parecía que habían llegado muy temprano, pues aún no había abierto sus puertas al público. Sin embargo, Daruu se adelantó, se asomó a los cristales de la puerta y, tras llamar un par de veces, introdujo la llave en la cerradura y abrió.
—¡Misión cumplida, mamá!
La mujer se encontraba detrás de la barra y cuando los vio entrar por la puerta una sonrisa asomó a sus labios. Sin embargo, cuando vio a Kōri se llevó las manos al rostro y ahogó un grito:
—¿¡Con las manos desnudas!? ¡Rápido, Kōri-san! ¡Ponlas en una mesa!
Él no se hizo de rogar. Se dirigió a la mesa más cercana que encontró y dejó la caja sobre ella. Ayame sintió un terrorífico escalofrío descender por su columna vertebral cuando Kōri alzó las manos y comenzó a frotarlas entre sí. Estaban rojas. Y aunque no era algo demasiado exagerado, para Ayame, que jamás había visto una pizca de color en la piel de su hermano, era algo verdaderamente impactante.
—¿Estás bien? —preguntó, con un hilo de voz.
Él asintió, tras unos breves segundos en silencio. Seguía aparentando aquella fría calma que le caracterizaba, pero también parecía bastante impresionado.
—Sí. Se pasará en unos minutos. Sólo es... extraño.
Y tanto que debía ser extraño. Sobre todo cuando estaba acostumbrado a ser él el que causara el frío, no a sentirlo en sus propias carnes.