2/07/2017, 23:36
Y el día del torneo llegó, tan inevitable como que la noche proceda al atardecer.
Encerrada en su propia sala de espera, Ayame deambulaba de un lado a otro, inquieta, aguardando porque llegara su turno de salir a escena. El banco se había quedado solo en un rincón, olvidado, pues la kunoichi era incapaz de mantenerse quieta en el mismo sitio más de unos pocos minutos. No podía escuchar nada de lo que ocurría fuera, y aquella situación aún la frustraba más. Desde que había puesto un pie en el estadio no se le había dado más orden que la de estar en silencio y no intercambiar palabra con absolutamente nadie. De hecho, había sido estrictamente custodiada hasta su entrada en aquel cubículo por un guardia de rostro férreo y escasas palabras.
La seguridad era máxima y las reglas inflexibles. No sabría cómo les habría ido a sus conocidos. No sabría contra quién se enfrentaba hasta que no lo viera con sus propios ojos en la arena.
«¿Será alguien de mi aldea o de otra? ¿Será alguien conocido? ¿Será alguien de quién sepa qué habilidades tiene?»
En realidad no conocía a muchos ninjas, ni en su propia aldea ni fuera. Y conocía aún menos ninjas de los que supiera qué eran capaces de hacer. Si lo veía desde el lado bueno, eso también quería decir que no mucha gente la conocía a ella. Pero la incertidumbre la sacaba de sus casillas. Le ponía muy nerviosa no tener un plan de antemano y enfrentarse a alguien contra el que no sabía qué debía hacer.
La espera fue larga. Tortuosamente larga. Ayame ya había revisado cien veces las armas que llevaba consigo. Había asegurado su bandana sobre la frente otras cien veces. Y había revisado las técnicas que conocía cien veces más. Se había desprendido de las vendas que en aquellos días habían cubierto sus brazos. Ya no las necesitaba, después de todo, las lesiones habían sanado sin ningún problema. Pero en aquellos momentos se sentía desnuda e insegura. ¿Sería capaz de utilizar aquella técnica correctamente?
Un sonoro crujido la sobresaltó. La puerta de su sala se estaba abriendo. El rumor del público inundó su pequeño refugio hasta hacerse ensordecedor. El momento había llegado.
Ayame tragó saliva y se puso en marcha con las piernas temblándole como un flan. Recorrió el pasillo jugueteando con sus manos y al final salió al estadio. La luz del día la cegó momentáneamente y sintió vértigo ante el océano de gente que había en las gradas y que había ido a verla combatir.
«Papá y Kōri están entre ellos...» Pensó, y de repente se sintió aún más abrumada. «¿Estará también el tío Karoi? Kiroe también estará...»
Ayame tuvo que obligarse a andar. La presión era cada vez más intensa. No quería perder frente a su familia. No quería perder frente a su padre. Quería sorprenderlos a todos. Que vieran de lo que era capaz de hacer... Pero allí estaba, temblando como un flan mientras se encaminaba hacia aquel enorme círculo de madera rodeado por un mar de hierba.
Allí, a unos diez metros de su propia marca, la esperaba su contrincante. Una kunoichi de Kusagakure, a juzgar por la bandana que llevaba atada a la cintura. O al menos suponía que debía ser una kunoichi, porque tapaba su rostro con una siniestra máscara que simulaba ser una calavera e iba envuelta de los pies a la cabeza en una toga negra que se abultaba ligeramente a la altura de los antebrazos. Tan solo quedaba a la vista su cabellera, larga y roja como el fuego y parte de su pecho. Ayame sintió un escalofrío al ver dos extraños agujeros a la altura de sus clavículas. Un cascabel colgaba de uno de los mechones que se levantaba sobre su cabeza.
«Pero... ¿De qué va vestida...? Parece la muerte...» Pensó, inquieta, mientras intercambiaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra.
Sin embargo, se obligó a sí misma a esbozar una débil sonrisa.
—E... Encantada. Mi nombre es Aotsuki Ayame —dijo, levantando los dedos índice y corazón en el tradicional sello de la confrontación, previo a cualquier enfrentamiento—. Buena suerte y... que gane el mejor.
«No la conozco... Ni tengo ni la menor pista del tipo de técnicas que puede utilizar... ¿Debería reservarme y esperar a ver qué hace o...?»
Las reglas habían sido claras: Para ganar, debían incapacitar a su oponente, inmovilizarlo o sacarlo fuera del ring. Y parecía que, en su caso, su mejor baza sólo podía ser la primera opción.
Encerrada en su propia sala de espera, Ayame deambulaba de un lado a otro, inquieta, aguardando porque llegara su turno de salir a escena. El banco se había quedado solo en un rincón, olvidado, pues la kunoichi era incapaz de mantenerse quieta en el mismo sitio más de unos pocos minutos. No podía escuchar nada de lo que ocurría fuera, y aquella situación aún la frustraba más. Desde que había puesto un pie en el estadio no se le había dado más orden que la de estar en silencio y no intercambiar palabra con absolutamente nadie. De hecho, había sido estrictamente custodiada hasta su entrada en aquel cubículo por un guardia de rostro férreo y escasas palabras.
La seguridad era máxima y las reglas inflexibles. No sabría cómo les habría ido a sus conocidos. No sabría contra quién se enfrentaba hasta que no lo viera con sus propios ojos en la arena.
«¿Será alguien de mi aldea o de otra? ¿Será alguien conocido? ¿Será alguien de quién sepa qué habilidades tiene?»
En realidad no conocía a muchos ninjas, ni en su propia aldea ni fuera. Y conocía aún menos ninjas de los que supiera qué eran capaces de hacer. Si lo veía desde el lado bueno, eso también quería decir que no mucha gente la conocía a ella. Pero la incertidumbre la sacaba de sus casillas. Le ponía muy nerviosa no tener un plan de antemano y enfrentarse a alguien contra el que no sabía qué debía hacer.
La espera fue larga. Tortuosamente larga. Ayame ya había revisado cien veces las armas que llevaba consigo. Había asegurado su bandana sobre la frente otras cien veces. Y había revisado las técnicas que conocía cien veces más. Se había desprendido de las vendas que en aquellos días habían cubierto sus brazos. Ya no las necesitaba, después de todo, las lesiones habían sanado sin ningún problema. Pero en aquellos momentos se sentía desnuda e insegura. ¿Sería capaz de utilizar aquella técnica correctamente?
Un sonoro crujido la sobresaltó. La puerta de su sala se estaba abriendo. El rumor del público inundó su pequeño refugio hasta hacerse ensordecedor. El momento había llegado.
Ayame tragó saliva y se puso en marcha con las piernas temblándole como un flan. Recorrió el pasillo jugueteando con sus manos y al final salió al estadio. La luz del día la cegó momentáneamente y sintió vértigo ante el océano de gente que había en las gradas y que había ido a verla combatir.
«Papá y Kōri están entre ellos...» Pensó, y de repente se sintió aún más abrumada. «¿Estará también el tío Karoi? Kiroe también estará...»
Ayame tuvo que obligarse a andar. La presión era cada vez más intensa. No quería perder frente a su familia. No quería perder frente a su padre. Quería sorprenderlos a todos. Que vieran de lo que era capaz de hacer... Pero allí estaba, temblando como un flan mientras se encaminaba hacia aquel enorme círculo de madera rodeado por un mar de hierba.
Allí, a unos diez metros de su propia marca, la esperaba su contrincante. Una kunoichi de Kusagakure, a juzgar por la bandana que llevaba atada a la cintura. O al menos suponía que debía ser una kunoichi, porque tapaba su rostro con una siniestra máscara que simulaba ser una calavera e iba envuelta de los pies a la cabeza en una toga negra que se abultaba ligeramente a la altura de los antebrazos. Tan solo quedaba a la vista su cabellera, larga y roja como el fuego y parte de su pecho. Ayame sintió un escalofrío al ver dos extraños agujeros a la altura de sus clavículas. Un cascabel colgaba de uno de los mechones que se levantaba sobre su cabeza.
«Pero... ¿De qué va vestida...? Parece la muerte...» Pensó, inquieta, mientras intercambiaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra.
Sin embargo, se obligó a sí misma a esbozar una débil sonrisa.
—E... Encantada. Mi nombre es Aotsuki Ayame —dijo, levantando los dedos índice y corazón en el tradicional sello de la confrontación, previo a cualquier enfrentamiento—. Buena suerte y... que gane el mejor.
«No la conozco... Ni tengo ni la menor pista del tipo de técnicas que puede utilizar... ¿Debería reservarme y esperar a ver qué hace o...?»
Las reglas habían sido claras: Para ganar, debían incapacitar a su oponente, inmovilizarlo o sacarlo fuera del ring. Y parecía que, en su caso, su mejor baza sólo podía ser la primera opción.
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