24/07/2017, 13:43
(Última modificación: 29/07/2017, 02:29 por Amedama Daruu.)
—Preocúpate por ti, Ayame-san. Las veo. Protégete —respondió Daruu, y ella asintió, sin dejar de mirar a su alrededor con reparo—. Lleguemos al ascensor.
—¡Oh, pero no os podéis marchar sin presentaros a los hijos de Seiryū! —resonó de nuevo aquella voz, pero a aquellas alturas Ayame ya la ignoraba—. ¡No seáis maleducados! ¿No son preciosas?
Dicho y hecho, Daruu saltó hacia delante y, de una manera que Ayame no supo bien cómo explicar, sus manos y sus pies expelieron sendas ráfagas de energía que le ayudaron en su impulso y le llevaron directo a la puerta del ascensor.
Ayame corría detrás de él. Las serpientes se acumulaban, cada vez más, en torno a ellos. Y entonces empezaron a atacar a la kunoichi, que esquivaba como podía los envites de los reptiles. Sus colmillos trataron de calvarse en su cuerpo, en sus tobillos, en sus manos, en cualquier parte que quedaba al descubierto. Por suerte, su habilidad para licuar su cuerpo le permitía sobrellevar en gran medida los mordiscos y no resultar herida físicamente.
Pero eso no quería decir que resultara ilesa, precisamente.
Para cuando llegó hasta la posición de Daruu, jadeaba, entre dolorida y agotada. Y, para su propia desesperación, el ascensor seguía firmemente cerrado. Aunque una bombilla en su cabeza indicaba que estaba en funcionamiento.
—Encima... ¡¿Encima tenemos que esperar?! —estalló, aterrorizada.
Se volvió justo a tiempo de que las serpientes seguían dirigiéndose hacia ellos. Figuras ondulantes en el agua que de vez en cuando emergían y sus escamas brillaban al reflejar la luz. Cada vez había más, y parecían provenir de las tuberías de las paredes.
—¿Qué hacemos...?
—¡Oh, pero no os podéis marchar sin presentaros a los hijos de Seiryū! —resonó de nuevo aquella voz, pero a aquellas alturas Ayame ya la ignoraba—. ¡No seáis maleducados! ¿No son preciosas?
Dicho y hecho, Daruu saltó hacia delante y, de una manera que Ayame no supo bien cómo explicar, sus manos y sus pies expelieron sendas ráfagas de energía que le ayudaron en su impulso y le llevaron directo a la puerta del ascensor.
Ayame corría detrás de él. Las serpientes se acumulaban, cada vez más, en torno a ellos. Y entonces empezaron a atacar a la kunoichi, que esquivaba como podía los envites de los reptiles. Sus colmillos trataron de calvarse en su cuerpo, en sus tobillos, en sus manos, en cualquier parte que quedaba al descubierto. Por suerte, su habilidad para licuar su cuerpo le permitía sobrellevar en gran medida los mordiscos y no resultar herida físicamente.
Pero eso no quería decir que resultara ilesa, precisamente.
Para cuando llegó hasta la posición de Daruu, jadeaba, entre dolorida y agotada. Y, para su propia desesperación, el ascensor seguía firmemente cerrado. Aunque una bombilla en su cabeza indicaba que estaba en funcionamiento.
—Encima... ¡¿Encima tenemos que esperar?! —estalló, aterrorizada.
Se volvió justo a tiempo de que las serpientes seguían dirigiéndose hacia ellos. Figuras ondulantes en el agua que de vez en cuando emergían y sus escamas brillaban al reflejar la luz. Cada vez había más, y parecían provenir de las tuberías de las paredes.
—¿Qué hacemos...?