26/07/2017, 11:02
(Última modificación: 29/07/2017, 02:31 por Amedama Daruu.)
—¡A... Ayame...! —gritó Daruu, pero ya no podía escucharle. Se acurrucó junto a ella y al examinar su chakra pudo comprobar que estaba estable, aunque se iba debilitando lentamente...—. ¡¡Ayame, por favor, no te mueras!!
La abrazó, llorando desconsolado, mientras el ascensor continuaba ascendiendo ajeno a su sufrimiento. La tintineante melodía no era más que una macabra broma, una tortura más añadida a aquel sádico juego del que estaban tratando desesperadamente de escapar. La cuestión era, ¿lo conseguirían juntos? ¿O sólo uno alcanzaría el final?
Los minutos pasaban como si fueran horas. Daruu seguía abrazado a la muchacha, que tiritaba como si estuviese sumergida en un baño de hielo que el calor corporal de su compañero era incapaz de derretir. Al final, en un acto igual de desesperado, Daruu dejó con cuidado a la kunoichi en el suelo, se quitó la chaqueta y la ató con todas sus fuerzas en torno a sus piernas en un ciego intento de que el veneno que corría por sus venas no se extendiera más.
Y seguían subiendo. Y la musiquita seguía repiqueteando en sus oídos. Ayame cada vez estaba más pálida y tiritaba cada vez más.
Y cuando toda esperanza parecía perdida, el ascensor se detuvo con suavidad y un último tintineo dio la señal de que las puertas se estaban abriendo.
En un abrir y cerrar de ojos, alguien los agarró y los sacó del cubículo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó una voz familiar, átona y desangelada pero inusualmente alarmada—. Daruu-kun, ¿qué os ha pasado? ¡¿Qué le ocurre a Ayame?!
El jonin se había agachado junto a la muchacha, pero sus ojos seguían clavados en Daruu, exigiendo una rápida respuesta. En sus iris, tan gélidos como siempre, había un brillo que Daruu nunca había visto. Un brillo de terror que era difícil de atisbar en su rostro siempre imperturbable.
La abrazó, llorando desconsolado, mientras el ascensor continuaba ascendiendo ajeno a su sufrimiento. La tintineante melodía no era más que una macabra broma, una tortura más añadida a aquel sádico juego del que estaban tratando desesperadamente de escapar. La cuestión era, ¿lo conseguirían juntos? ¿O sólo uno alcanzaría el final?
Los minutos pasaban como si fueran horas. Daruu seguía abrazado a la muchacha, que tiritaba como si estuviese sumergida en un baño de hielo que el calor corporal de su compañero era incapaz de derretir. Al final, en un acto igual de desesperado, Daruu dejó con cuidado a la kunoichi en el suelo, se quitó la chaqueta y la ató con todas sus fuerzas en torno a sus piernas en un ciego intento de que el veneno que corría por sus venas no se extendiera más.
Y seguían subiendo. Y la musiquita seguía repiqueteando en sus oídos. Ayame cada vez estaba más pálida y tiritaba cada vez más.
Y cuando toda esperanza parecía perdida, el ascensor se detuvo con suavidad y un último tintineo dio la señal de que las puertas se estaban abriendo.
En un abrir y cerrar de ojos, alguien los agarró y los sacó del cubículo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó una voz familiar, átona y desangelada pero inusualmente alarmada—. Daruu-kun, ¿qué os ha pasado? ¡¿Qué le ocurre a Ayame?!
El jonin se había agachado junto a la muchacha, pero sus ojos seguían clavados en Daruu, exigiendo una rápida respuesta. En sus iris, tan gélidos como siempre, había un brillo que Daruu nunca había visto. Un brillo de terror que era difícil de atisbar en su rostro siempre imperturbable.