6/07/2015, 00:32
Poco a poco, la cola fue avanzando con lenta parsimonia. Si de verdad existía un dios de la lluvia, debía estar pasándoselo en grande contemplando, montado en su nube de tormenta, cómo una fila de hormigas se dirigía a la urna que habían montado sobre aquel modesta embarcación para abastecerla de sus más ansiados deseos.
Paso a paso, Ayame seguía las difusas siluetas de la gente que se encontraban por delante de ella. Tan absorta estaba contemplando el papel en blanco que sostenía con su mano que ni siquiera se detuvo a intentar reconocer a nadie entre la multitud. Lo protegía de la lluvia, resguardándolo bajo su paraguas, como un tesoro de incalculable valor pero estaba claro que no sabía muy bien qué tenía que hacer. Realmente no se consideraba una persona religiosa, pero de alguna manera aquella ceremonia tenía algún tipo de significado especial para ella. Como una especie de superstición.
Las nubes de Amegakure no dejaban ver las estrellas por la noche, por lo que debía lanzar sus deseos a aquella urna. Ese recipiente era la estrella fugaz de todos los aldeanos, y sólo podían usarla una vez al año. Debían escoger con cuidado qué debían pedir.
Zetsuo arrojó el papel en el arca, y por un momento Ayame se preguntó qué podría pedir una persona como era su padre. Aunque se le encogió el corazón de tristeza al comprender que, lo que más deseaba, ningún dios podría devolvérselo. Kōri se adelantó e hizo lo propio.
«No habrá pedido una bolsa gigante de bollos, ¿verdad?» No pudo evitar reírse para sus adentros, pero enseguida su rostro retornó a su gesto serio.
Tomó la pluma ceremonial pero se detuvo a medio camino. Era consciente de que aún había gente a sus espaldas esperando con impaciencia, pero por increíble que pareciera, ella aún no había terminado de decidirse. Por un momento, miró de refilón a su padre, que la esperaba junto a su hermano unos metros más allá, ya apartados de la cola.
«Por favor, dame poder para sorprenderle... Su mano casi garabateó esas palabras como una autómata. Arrojó el papel a la urna, y después abandonó la fila entre pequeños saltitos.
—¡Ya está! —ni siquiera se molestó en preguntar a sus dos familiares por sus deseos, ella misma no quería comentar el suyo y estaba convencida de que ellos tampoco soltarían prenda por mucho que les insistiera. Iba a añadir algo más cuando vio unos cabellos rubios inconfundibles—. ¡¡Daruu-san!! —exclamó, agitando el brazo por encima de la cabeza para llamar su atención.
—¡Pero no grites, niña! —le recriminó Zetsuo, y le propinó un capón con los nudillos que le hizo gimotear de dolor al tiempo que se llevaba las manos a la coronilla—. ¿Pero no ves dónde estamos o qué?
Paso a paso, Ayame seguía las difusas siluetas de la gente que se encontraban por delante de ella. Tan absorta estaba contemplando el papel en blanco que sostenía con su mano que ni siquiera se detuvo a intentar reconocer a nadie entre la multitud. Lo protegía de la lluvia, resguardándolo bajo su paraguas, como un tesoro de incalculable valor pero estaba claro que no sabía muy bien qué tenía que hacer. Realmente no se consideraba una persona religiosa, pero de alguna manera aquella ceremonia tenía algún tipo de significado especial para ella. Como una especie de superstición.
Las nubes de Amegakure no dejaban ver las estrellas por la noche, por lo que debía lanzar sus deseos a aquella urna. Ese recipiente era la estrella fugaz de todos los aldeanos, y sólo podían usarla una vez al año. Debían escoger con cuidado qué debían pedir.
Zetsuo arrojó el papel en el arca, y por un momento Ayame se preguntó qué podría pedir una persona como era su padre. Aunque se le encogió el corazón de tristeza al comprender que, lo que más deseaba, ningún dios podría devolvérselo. Kōri se adelantó e hizo lo propio.
«No habrá pedido una bolsa gigante de bollos, ¿verdad?» No pudo evitar reírse para sus adentros, pero enseguida su rostro retornó a su gesto serio.
Tomó la pluma ceremonial pero se detuvo a medio camino. Era consciente de que aún había gente a sus espaldas esperando con impaciencia, pero por increíble que pareciera, ella aún no había terminado de decidirse. Por un momento, miró de refilón a su padre, que la esperaba junto a su hermano unos metros más allá, ya apartados de la cola.
«Por favor, dame poder para sorprenderle... Su mano casi garabateó esas palabras como una autómata. Arrojó el papel a la urna, y después abandonó la fila entre pequeños saltitos.
—¡Ya está! —ni siquiera se molestó en preguntar a sus dos familiares por sus deseos, ella misma no quería comentar el suyo y estaba convencida de que ellos tampoco soltarían prenda por mucho que les insistiera. Iba a añadir algo más cuando vio unos cabellos rubios inconfundibles—. ¡¡Daruu-san!! —exclamó, agitando el brazo por encima de la cabeza para llamar su atención.
—¡Pero no grites, niña! —le recriminó Zetsuo, y le propinó un capón con los nudillos que le hizo gimotear de dolor al tiempo que se llevaba las manos a la coronilla—. ¿Pero no ves dónde estamos o qué?