4/09/2017, 13:49
Continuaron la travesía bajo la implacable lluvia y llegaron a Shinogi-To cuando la noche comenzaba a desplegar su manto sobre ellos. Para entonces, los tres viajeros habían cubierto sus identidades bajo los pliegues de una amplia capa de viaje que a Ayame le venía incluso más grande que a los otros dos. Las mangas colgaban desde los extremos de sus dedos y aunque al principio intentó por todos los medios remangarse los bajos de la capa, al final tuvo que darse por vencida y dejar que la tela se arrastrara por los adoquines empapados.
—Hay un trecho —les dijo Shanise—, pero la Arashikage dispone un lugar donde ella y su séquito siempre se alojan. Es mucho más acogedor que cualquier lugar aquí... Y también mucho más seguro. Pasaremos la noche allí.
«Bueno... eso será mejor que pasar la noche en cualquier posada de mala muerte de por aquí...»» Se decía Ayame, torciendo ligeramente el gesto.
—Pero mientras, aseguraos de pegaros muy bien a mí y de no mirar a nadie directamente a los ojos. Si habéis estado alguna vez en Shinogi-To, ya sabéis todo lo que se cuece por aquí. Y no vamos a cruzar una buena zona, precisamente.
Ayame no necesitó que se lo dijera más de dos veces. Se pegó a la ANBU hasta el extremo de poder subirse a su espalda si llegaba a sobresaltarse. Sin embargo, sus ojos curiosos, refugiados bajo el escondite de los pliegues de la capucha, no podían evitar mirar a un lado y a otro, inspeccionando la ciudad de arriba a abajo.
Y lo que vio no le agradó en absoluto. En los callejones más inmundos, donde las ratas paseaban como si fueran simples gatos callejeros o palomas, varias personas intercambiaban pequeños paquetes de dudosa legalidad por dinero. A Ayame le pareció distinguir el brillo del acero entre las ropas de uno de aquellos hombres, pero antes de que pudiera asegurarse se vio obligada a apartar la mirada cuando el mismo hombre giró su rostro hacia ella. En otras callejuelas le cegó la luz intermitente de unos carteles de neones de colores y anuncios sugestivos que ofrecía a diversas mujeres a las manos de hombres cargados de lascivia y dinero que gastar. También cruzaron diferentes plazas custodiadas por auténticos armarios vestidos de negro y puños tan grandes como martillos. En los mercados, varios vendedores hacían sus negocios con personas de todas las clases. Por el rabillo del ojo, a Ayame le pareció ver a un hombre gritando su mercancía al frente de varias jaulas que contenían...
¿Personas?
Nunca llegaría a saberlo. Se vio obligada a seguir la estela de Shanise para no perderse en aquel infierno. Y entonces llegaron frente a lo que parecía ser una puerta construida por unos pocos tablones de madera mal colocados.
«¿Nos vamos a alojar aquí?» Se preguntó Ayame, cuando vio como la ANBU se adelantaba y tocaba varias veces al portón con sus nudillos. Los toques marcaron un ritmo concreto, medido al milímetro, y entonces la puerta se abrió.
Sin embargo, al otro lado no había nadie que les pudiera haber abierto. Sólo un pasillo largo y oscuro como la garganta de un lobo. A Ayame se le pusieron los pelos de punta, pero antes de que pudiera protestar, sintió como Shanise la tomaba por la manga de la túnica y la empujaba al interior junto a Mogura. La puerta se cerró con un leve crujido tras sus espaldas, y la oscuridad los envolvió entre sus tentáculos.
—Aunque no lo parezca, es un fuuinjutsu bastante potente. Desde fuera parece que he hecho una simple seña, pero no puedes abrirla si la puerta no quiere dejarte pasar. Y tienes que tener un motivo muy concreto para que la puerta quiera dejarte pasar, creedme.
Ayame ni siquiera fue capaz de preguntar a qué se refería con aquello de que la puerta quisiera dejar pasar a alguien como si tuviera voluntad propia. No podía articular palabra, porque su cuerpo temblaba sin control y se le había secado la garganta.
—¿Alguno de vosotros domina el Katon? ¿No? Bueno, pues tendremos que avanzar a oscuras... Agarradme de la túnica y seguidme. Esto es un laberinto.
Pero Ayame no se movió. Tenía los ojos clavados en algún punto en el fondo del pasillo y, por mucho que lo intentara, su cuerpo no respondía a sus deseos. La oscuridad la absorbía. Era como un agujero negro que estaba tratando de engullirla para no dejarla escapar. La sentía enrollarse en torno a sus brazos. La sentía enrollarse en sus piernas. Se enrollaba en su garganta y le impedía respirar. Un sollozo convulsionó sus hombros y las lágrimas comenzaron a brotar, imparables.
—Y... y... n... no... p...
—Hay un trecho —les dijo Shanise—, pero la Arashikage dispone un lugar donde ella y su séquito siempre se alojan. Es mucho más acogedor que cualquier lugar aquí... Y también mucho más seguro. Pasaremos la noche allí.
«Bueno... eso será mejor que pasar la noche en cualquier posada de mala muerte de por aquí...»» Se decía Ayame, torciendo ligeramente el gesto.
—Pero mientras, aseguraos de pegaros muy bien a mí y de no mirar a nadie directamente a los ojos. Si habéis estado alguna vez en Shinogi-To, ya sabéis todo lo que se cuece por aquí. Y no vamos a cruzar una buena zona, precisamente.
Ayame no necesitó que se lo dijera más de dos veces. Se pegó a la ANBU hasta el extremo de poder subirse a su espalda si llegaba a sobresaltarse. Sin embargo, sus ojos curiosos, refugiados bajo el escondite de los pliegues de la capucha, no podían evitar mirar a un lado y a otro, inspeccionando la ciudad de arriba a abajo.
Y lo que vio no le agradó en absoluto. En los callejones más inmundos, donde las ratas paseaban como si fueran simples gatos callejeros o palomas, varias personas intercambiaban pequeños paquetes de dudosa legalidad por dinero. A Ayame le pareció distinguir el brillo del acero entre las ropas de uno de aquellos hombres, pero antes de que pudiera asegurarse se vio obligada a apartar la mirada cuando el mismo hombre giró su rostro hacia ella. En otras callejuelas le cegó la luz intermitente de unos carteles de neones de colores y anuncios sugestivos que ofrecía a diversas mujeres a las manos de hombres cargados de lascivia y dinero que gastar. También cruzaron diferentes plazas custodiadas por auténticos armarios vestidos de negro y puños tan grandes como martillos. En los mercados, varios vendedores hacían sus negocios con personas de todas las clases. Por el rabillo del ojo, a Ayame le pareció ver a un hombre gritando su mercancía al frente de varias jaulas que contenían...
¿Personas?
Nunca llegaría a saberlo. Se vio obligada a seguir la estela de Shanise para no perderse en aquel infierno. Y entonces llegaron frente a lo que parecía ser una puerta construida por unos pocos tablones de madera mal colocados.
«¿Nos vamos a alojar aquí?» Se preguntó Ayame, cuando vio como la ANBU se adelantaba y tocaba varias veces al portón con sus nudillos. Los toques marcaron un ritmo concreto, medido al milímetro, y entonces la puerta se abrió.
Sin embargo, al otro lado no había nadie que les pudiera haber abierto. Sólo un pasillo largo y oscuro como la garganta de un lobo. A Ayame se le pusieron los pelos de punta, pero antes de que pudiera protestar, sintió como Shanise la tomaba por la manga de la túnica y la empujaba al interior junto a Mogura. La puerta se cerró con un leve crujido tras sus espaldas, y la oscuridad los envolvió entre sus tentáculos.
—Aunque no lo parezca, es un fuuinjutsu bastante potente. Desde fuera parece que he hecho una simple seña, pero no puedes abrirla si la puerta no quiere dejarte pasar. Y tienes que tener un motivo muy concreto para que la puerta quiera dejarte pasar, creedme.
Ayame ni siquiera fue capaz de preguntar a qué se refería con aquello de que la puerta quisiera dejar pasar a alguien como si tuviera voluntad propia. No podía articular palabra, porque su cuerpo temblaba sin control y se le había secado la garganta.
—¿Alguno de vosotros domina el Katon? ¿No? Bueno, pues tendremos que avanzar a oscuras... Agarradme de la túnica y seguidme. Esto es un laberinto.
Pero Ayame no se movió. Tenía los ojos clavados en algún punto en el fondo del pasillo y, por mucho que lo intentara, su cuerpo no respondía a sus deseos. La oscuridad la absorbía. Era como un agujero negro que estaba tratando de engullirla para no dejarla escapar. La sentía enrollarse en torno a sus brazos. La sentía enrollarse en sus piernas. Se enrollaba en su garganta y le impedía respirar. Un sollozo convulsionó sus hombros y las lágrimas comenzaron a brotar, imparables.
—Y... y... n... no... p...