20/09/2017, 18:22
Los muchachos se fueron a dormir. Shanise se quedó un momento observándolos. Sí, era cierto y preocupante: se había encariñado de sus dos subordinados. Por eso sintió el temor en su corazón. Puede que ellos no se hubieran dado cuenta, pero...
Se dio la vuelta, y salió al exterior de la tienda, al abrigo de la lluvia. Observó el horizonte, cerca de las montañas. Allí, un brillo verdoso crecía hacia el cielo, como un pequeño torrente de energía. Como un hilo.
E incluso desde tan lejos, la jounin notaba su influencia. Lo sentía, muy dentro de ella.
«Si el hilo está liberado, eso significa que el enemigo ya está allí. No quiero ponerlos en peligro... Pero me da la sensación de que voy a necesitar su ayuda de verdad.»
Ayame caminaba por un bosque de hojas caducas, de un tono naranja, amarillo y marrón. El follaje muerto cubría por completo la tierra del sendero como un manto del color de un océano al atardecer. Las hojas caían también de los árboles, danzando con el viento, rodeándola. Ayame caminó y caminó, y así, llegó a una abertura entre el follaje.
Había un claro gigantesco. Era la primera vez que lo visitaba, pero al mismo tiempo, sintió como si volviese a una especie de hogar. No se sorprendió al ver la jaula de madera, ni se sorprendió al acelerar el paso para acercarse hacia ella. Y, por descontado, no se sorprendió al ver dentro de la jaula aquella que siempre había habitado dentro de ella, acurrucada, esperando pacientemente, jugueteando con sus cinco colas y agitando las hojas: era ella quien movía el aire y creaba el viento.
Kokuō levantó la mirada, y clavó en ella sus dos iris aguamarina.
—¿Así que, al final vuelves a ser tú misma, eh? —dijo.
Entonces, Ayame miró a Ayame.
Es una metáfora, por supuesto. ¿O quizás, no lo era? La chiquilla que dormía en un rincón, apoyada en la pared de la jaula, era una parte de su conciencia que se había apagado. Ahora, ella estaba en control. Por primera vez en mucho tiempo. Quién sabe en cuanto.
—Le he estado esperando, señorita —dijo el Gobi—. Muchos, muchos años le he estado esperando. Puede que usted aún no lo entienda, que esté confusa. Pero no hay tiempo, tenemos que hablar de algo muy importante.
Ayame se dio cuenta de algo. Se dio cuenta de que, a pesar de haber sido una niña todos estos años, también había sido algo más, en algún otro sitio. Se dio cuenta de quién era, de lo que había vivido hacía mucho tiempo, en una aldea llamada Kirigakure. De cómo se había convertido en la Guardia Personal de su propio padre, el Mizukage, y ahora director del hospital.
Se dio cuenta de que era otra conciencia diferente a la de aquella niña. Pero que a la vez, era esa niña.
Y recordó todo. Con todo detalle.
—Creo que vienen a despertarla, señorita. Ya sabe... Finja su actual vida. Nosotras en realidad pertenecemos a otro tiempo. Hablaremos aquí. ¿Aún se acuerda de cómo ser mi jinchuuriki, no? —Kokuō bajó la mirada, triste—. Lo consiguió, Ayame, a su manera. Warau ganó. Se hizo con el control del mundo, y trató de cambiarlo. Pero el mundo le devolvió la mirada y le desafió. Y... aquí estamos.
Miró a la Ayame que dormía.
—Y allá está usted.
Algo la zarandeó del hombro.
—¡Vamos, Ayame-chan! Despierta. —Shanise estaba frente a ella, apremiándola. La mujer se acercó entonces a Mogura, e hizo lo mismo. Zarandeó su hombro y le llamó—: Vamos, Mogura-kun. Hora de vuestra guardia.
Shanise se quedó quieta, mirándole. Mogura dormía con una sonrisa clavada en el rostro como un clavo a una mesa. La mujer esperó unos segundos, moviéndole por el hombro, y luego le arrojó de la cama de un empujón.
—¡Venga, holgazán!
Se reincorporó y se acercó a su propia cama.
—Bien, llegó la hora de vuestra guardia —dijo—. Esto está más aburrido que una fiesta sin alcohol, así que no creo que tengáis de qué preocuparos. Pero si en algún momento véis a alguien, me despertáis inmediatamente.
Shanise les instó a sentarse en los sillones, o bien salir fuera de la tienda a vigilar, lo que ellos prefiriesen. Después, se tumbó en la cama tal cual, sin quitarse siquiera el portaobjetos, e intentó conciliar el sueño.
En unos quince minutos, los ronquidos de Shanise ya acompañaban la guardia de Mogura y de Ayame.
Se dio la vuelta, y salió al exterior de la tienda, al abrigo de la lluvia. Observó el horizonte, cerca de las montañas. Allí, un brillo verdoso crecía hacia el cielo, como un pequeño torrente de energía. Como un hilo.
E incluso desde tan lejos, la jounin notaba su influencia. Lo sentía, muy dentro de ella.
«Si el hilo está liberado, eso significa que el enemigo ya está allí. No quiero ponerlos en peligro... Pero me da la sensación de que voy a necesitar su ayuda de verdad.»
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Ayame caminaba por un bosque de hojas caducas, de un tono naranja, amarillo y marrón. El follaje muerto cubría por completo la tierra del sendero como un manto del color de un océano al atardecer. Las hojas caían también de los árboles, danzando con el viento, rodeándola. Ayame caminó y caminó, y así, llegó a una abertura entre el follaje.
Había un claro gigantesco. Era la primera vez que lo visitaba, pero al mismo tiempo, sintió como si volviese a una especie de hogar. No se sorprendió al ver la jaula de madera, ni se sorprendió al acelerar el paso para acercarse hacia ella. Y, por descontado, no se sorprendió al ver dentro de la jaula aquella que siempre había habitado dentro de ella, acurrucada, esperando pacientemente, jugueteando con sus cinco colas y agitando las hojas: era ella quien movía el aire y creaba el viento.
Kokuō levantó la mirada, y clavó en ella sus dos iris aguamarina.
—¿Así que, al final vuelves a ser tú misma, eh? —dijo.
Entonces, Ayame miró a Ayame.
Es una metáfora, por supuesto. ¿O quizás, no lo era? La chiquilla que dormía en un rincón, apoyada en la pared de la jaula, era una parte de su conciencia que se había apagado. Ahora, ella estaba en control. Por primera vez en mucho tiempo. Quién sabe en cuanto.
—Le he estado esperando, señorita —dijo el Gobi—. Muchos, muchos años le he estado esperando. Puede que usted aún no lo entienda, que esté confusa. Pero no hay tiempo, tenemos que hablar de algo muy importante.
Ayame se dio cuenta de algo. Se dio cuenta de que, a pesar de haber sido una niña todos estos años, también había sido algo más, en algún otro sitio. Se dio cuenta de quién era, de lo que había vivido hacía mucho tiempo, en una aldea llamada Kirigakure. De cómo se había convertido en la Guardia Personal de su propio padre, el Mizukage, y ahora director del hospital.
Se dio cuenta de que era otra conciencia diferente a la de aquella niña. Pero que a la vez, era esa niña.
Y recordó todo. Con todo detalle.
—Creo que vienen a despertarla, señorita. Ya sabe... Finja su actual vida. Nosotras en realidad pertenecemos a otro tiempo. Hablaremos aquí. ¿Aún se acuerda de cómo ser mi jinchuuriki, no? —Kokuō bajó la mirada, triste—. Lo consiguió, Ayame, a su manera. Warau ganó. Se hizo con el control del mundo, y trató de cambiarlo. Pero el mundo le devolvió la mirada y le desafió. Y... aquí estamos.
Miró a la Ayame que dormía.
—Y allá está usted.
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Algo la zarandeó del hombro.
—¡Vamos, Ayame-chan! Despierta. —Shanise estaba frente a ella, apremiándola. La mujer se acercó entonces a Mogura, e hizo lo mismo. Zarandeó su hombro y le llamó—: Vamos, Mogura-kun. Hora de vuestra guardia.
Shanise se quedó quieta, mirándole. Mogura dormía con una sonrisa clavada en el rostro como un clavo a una mesa. La mujer esperó unos segundos, moviéndole por el hombro, y luego le arrojó de la cama de un empujón.
—¡Venga, holgazán!
Se reincorporó y se acercó a su propia cama.
—Bien, llegó la hora de vuestra guardia —dijo—. Esto está más aburrido que una fiesta sin alcohol, así que no creo que tengáis de qué preocuparos. Pero si en algún momento véis a alguien, me despertáis inmediatamente.
Shanise les instó a sentarse en los sillones, o bien salir fuera de la tienda a vigilar, lo que ellos prefiriesen. Después, se tumbó en la cama tal cual, sin quitarse siquiera el portaobjetos, e intentó conciliar el sueño.
En unos quince minutos, los ronquidos de Shanise ya acompañaban la guardia de Mogura y de Ayame.
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