21/09/2017, 10:03
(Última modificación: 21/09/2017, 11:54 por Aotsuki Ayame.)
Sus pasos hacían crujir las hojas caducas bajo sus pies. Los tonos naranjas, ocres y amarillos del otoño la rodeaban por todas partes, con los robles melojos rodeándola. Las hojas caían de las interminables ramas que se extendían hacia el cielo y danzaban en el aire a su alrededor. Pero ella no se detuvo a contemplar el paisaje, siguió caminando incansable, siguiendo un sendero que, aunque no conocía, sí sabía de alguna manera hacia dónde conducía.
En algún punto de su trayecto, los árboles se separaron. Y su corazón comenzó a latir con fuerza, emocionado. Había llegado a un enorme claro y, en su centro, una enorme jaula de madera que retenía...
Ayame aceleró el paso. Echó a correr con todas sus fuerzas y se acercó todo lo que pudo a los barrotes.
—Kokuō... —sollozó, llena de felicidad al encontrarse con su vieja amiga.
La bestia, una mezcla híbrida de un caballo con cabeza de cetáceo, ondeaba sus cinco colas detrás de su cuerpo agitando las hojas y creando el viento que sacudía el bosque. Alzó la mirada de sus ojos aguamarina hacia ella, y Ayame se llenó de alivio al ver el brillo del reconocimiento en sus iris.
—¿Así que, al final vuelves a ser tú misma, eh? —dijo.
Ayame no supo muy bien qué responder a aquello. Desvió la mirada, y entonces sus ojos toparon con su propio cuerpo, dormido a los pies de la jaula.
No. No era su cuerpo. Era el cuerpo de la Ayame niña. La Ayame de Amegakure. La Ayame del presente.
¿Pero cómo...?
—Le he estado esperando, señorita —añadió el Gobi, captando de nuevo su atención—. Muchos, muchos años le he estado esperando. Puede que usted aún no lo entienda, que esté confusa. Pero no hay tiempo, tenemos que hablar de algo muy importante.
No podía quitarle razón. No entendía nada de lo que estaba pasando. Ella era la misma niña que dormía plácidamente en aquel rincón, pero al mismo tiempo... Al mismo tiempo...
—Creo que vienen a despertarla, señorita. Ya sabe... Finja su actual vida. Nosotras en realidad pertenecemos a otro tiempo. Hablaremos aquí. ¿Aún se acuerda de cómo ser mi jinchuuriki, no?
Ayame asintió tras unos breves segundos, y entonces Kokuō bajó la mirada, apenada.
—Lo consiguió, Ayame, a su manera. Warau ganó. Se hizo con el control del mundo, y trató de cambiarlo. Pero el mundo le devolvió la mirada y le desafió. Y... aquí estamos.
—Ese maldito marionetista traidor... —murmuró Ayame, apretando los puños con furia contenida.
El Gobi volvió a mirar a la Ayame niña.
—Y allá está usted.
Alguien la zarandeó del hombro, y Ayame despertó enseguida al notarlo.
—¡Vamos, Ayame-chan! Despierta —dijo la voz de la mujer que los había estado acompañando durante todo aquel viaje.
—Sí, Panize-senpai... —respondió ella, sin poder reprimir un bostezo.
Pese al sueño que aún sentía, se reincorporó con presteza, tomó su portaobjetos y lo anudó en torno a su pierna mientras la jonin despertaba a su compañero.
—¡Venga, holgazán! —escuchó entonces, y a la orden le siguió un estrépito que provocó una carcajada en Ayame. La jonin acababa de tirar al médico de la cama, literalmente—. Bien, llegó la hora de vuestra guardia. Esto está más aburrido que una fiesta sin alcohol, así que no creo que tengáis de qué preocuparos. Pero si en algún momento véis a alguien, me despertáis inmediatamente.
Ayame contrajo el rostro en un profundo gesto de desagrado.
—Odio el alcohol... —masculló, pero enseguida asintió ante las órdenes dadas.
La ANBU no tardó en quedarse dormida sobre otra de las camas, y Ayame, que había estado dando vueltas por la tienda de campaña de aquí para allá, se volvió en un momento hacia su compañero.
—Voy a salir un momento, Moputa-san. Necesito que me dé el aire... o la lluvia —soltó una risilla.
Abandonó la tienda. Y la lluvia la abrazó de inmediato en sus fríos brazos.
Había vivido todos aquellos años allí pero, de repente, Ayame se sintió muy triste. Añoraba los jirones de niebla enredándose en su cuerpo. Añoraba los edificios cilíndricos. Añoraba Kirigakure... Pero la Ayame del presente no era Ayame de Kirigakure. Era Ayame de Amegakure. Y la lluvia se había transformado en su nuevo hogar.
Suspiró. Era todo tan raro. Se sentía como si fuera dos personas al mismo tiempo, y de alguna manera era como si no fuera ninguna al mismo tiempo. La Ayame de Kirigakure era jonin, era ANBU, era parte del Erītōgado del Mizukage. De su padre. Pero la Ayame de Amegakure aún era genin, era pequeña y frágil, y por supuesto no tenía ni el anillo ni la máscara de Mizuyuki. Pero la Ayame de Amegakure era El Agua de verdad. No podía utilizar el hielo de su hermano.
Sonrió con suavidad para sí. Si lo pensaba desde otra perspectiva, tanto ella como los que le rodeaban habían ganado una vida mejor. Ella había podido vivir desde el principio con su padre y su hermano. Daruu... Daruu nunca había sido el traidor que intentó asesinar al Mizukage y vivía una vida normal junto a su madre en la pastelería de Kiroe. Por un instante no pudo evitar preguntarse qué pensaría su amado si, como ella, recuperaba todos esos recuerdos.
Ayame alzó la mirada. Allí, a lo lejos en el horizonte, lo que parecía ser un hilo de energía verdosa se alzaba cerca de las montañas hasta el cielo. Frunció el ceño. Si tuviera a Hayabusa, podría volar hasta allí en cuestión de segundos. Pero tampoco tenía a Hayabusa.
Hundió los hombros con un renovado suspiro. Levantó las manos hacia su nuca. Se desató el nudo de la bandana y volvió a atarla en torno a su brazo derecho.
Y la luna menguante de su frente quedó a la vista, orgullosa como la marca de su familia que era.
Ayame cerró los ojos momentáneamente y dejó que la lluvia acariciara sus mejillas.
—¿Qué es eso tan importante que tenías que decirme, Kokuō? —le preguntó a la bestia, apoyando ambas manos en los barrotes—. Es Warau, ¿verdad? Él es quién está detrás de los hilos, ¿no es así? ¡Debería avisar a mis compañeros de lo que es capaz de hacer...!
En algún punto de su trayecto, los árboles se separaron. Y su corazón comenzó a latir con fuerza, emocionado. Había llegado a un enorme claro y, en su centro, una enorme jaula de madera que retenía...
Ayame aceleró el paso. Echó a correr con todas sus fuerzas y se acercó todo lo que pudo a los barrotes.
—Kokuō... —sollozó, llena de felicidad al encontrarse con su vieja amiga.
La bestia, una mezcla híbrida de un caballo con cabeza de cetáceo, ondeaba sus cinco colas detrás de su cuerpo agitando las hojas y creando el viento que sacudía el bosque. Alzó la mirada de sus ojos aguamarina hacia ella, y Ayame se llenó de alivio al ver el brillo del reconocimiento en sus iris.
—¿Así que, al final vuelves a ser tú misma, eh? —dijo.
Ayame no supo muy bien qué responder a aquello. Desvió la mirada, y entonces sus ojos toparon con su propio cuerpo, dormido a los pies de la jaula.
No. No era su cuerpo. Era el cuerpo de la Ayame niña. La Ayame de Amegakure. La Ayame del presente.
¿Pero cómo...?
—Le he estado esperando, señorita —añadió el Gobi, captando de nuevo su atención—. Muchos, muchos años le he estado esperando. Puede que usted aún no lo entienda, que esté confusa. Pero no hay tiempo, tenemos que hablar de algo muy importante.
No podía quitarle razón. No entendía nada de lo que estaba pasando. Ella era la misma niña que dormía plácidamente en aquel rincón, pero al mismo tiempo... Al mismo tiempo...
—Creo que vienen a despertarla, señorita. Ya sabe... Finja su actual vida. Nosotras en realidad pertenecemos a otro tiempo. Hablaremos aquí. ¿Aún se acuerda de cómo ser mi jinchuuriki, no?
Ayame asintió tras unos breves segundos, y entonces Kokuō bajó la mirada, apenada.
—Lo consiguió, Ayame, a su manera. Warau ganó. Se hizo con el control del mundo, y trató de cambiarlo. Pero el mundo le devolvió la mirada y le desafió. Y... aquí estamos.
—Ese maldito marionetista traidor... —murmuró Ayame, apretando los puños con furia contenida.
El Gobi volvió a mirar a la Ayame niña.
—Y allá está usted.
. . .
Alguien la zarandeó del hombro, y Ayame despertó enseguida al notarlo.
—¡Vamos, Ayame-chan! Despierta —dijo la voz de la mujer que los había estado acompañando durante todo aquel viaje.
—Sí, Panize-senpai... —respondió ella, sin poder reprimir un bostezo.
Pese al sueño que aún sentía, se reincorporó con presteza, tomó su portaobjetos y lo anudó en torno a su pierna mientras la jonin despertaba a su compañero.
—¡Venga, holgazán! —escuchó entonces, y a la orden le siguió un estrépito que provocó una carcajada en Ayame. La jonin acababa de tirar al médico de la cama, literalmente—. Bien, llegó la hora de vuestra guardia. Esto está más aburrido que una fiesta sin alcohol, así que no creo que tengáis de qué preocuparos. Pero si en algún momento véis a alguien, me despertáis inmediatamente.
Ayame contrajo el rostro en un profundo gesto de desagrado.
—Odio el alcohol... —masculló, pero enseguida asintió ante las órdenes dadas.
La ANBU no tardó en quedarse dormida sobre otra de las camas, y Ayame, que había estado dando vueltas por la tienda de campaña de aquí para allá, se volvió en un momento hacia su compañero.
—Voy a salir un momento, Moputa-san. Necesito que me dé el aire... o la lluvia —soltó una risilla.
Abandonó la tienda. Y la lluvia la abrazó de inmediato en sus fríos brazos.
Había vivido todos aquellos años allí pero, de repente, Ayame se sintió muy triste. Añoraba los jirones de niebla enredándose en su cuerpo. Añoraba los edificios cilíndricos. Añoraba Kirigakure... Pero la Ayame del presente no era Ayame de Kirigakure. Era Ayame de Amegakure. Y la lluvia se había transformado en su nuevo hogar.
Suspiró. Era todo tan raro. Se sentía como si fuera dos personas al mismo tiempo, y de alguna manera era como si no fuera ninguna al mismo tiempo. La Ayame de Kirigakure era jonin, era ANBU, era parte del Erītōgado del Mizukage. De su padre. Pero la Ayame de Amegakure aún era genin, era pequeña y frágil, y por supuesto no tenía ni el anillo ni la máscara de Mizuyuki. Pero la Ayame de Amegakure era El Agua de verdad. No podía utilizar el hielo de su hermano.
Sonrió con suavidad para sí. Si lo pensaba desde otra perspectiva, tanto ella como los que le rodeaban habían ganado una vida mejor. Ella había podido vivir desde el principio con su padre y su hermano. Daruu... Daruu nunca había sido el traidor que intentó asesinar al Mizukage y vivía una vida normal junto a su madre en la pastelería de Kiroe. Por un instante no pudo evitar preguntarse qué pensaría su amado si, como ella, recuperaba todos esos recuerdos.
Ayame alzó la mirada. Allí, a lo lejos en el horizonte, lo que parecía ser un hilo de energía verdosa se alzaba cerca de las montañas hasta el cielo. Frunció el ceño. Si tuviera a Hayabusa, podría volar hasta allí en cuestión de segundos. Pero tampoco tenía a Hayabusa.
Hundió los hombros con un renovado suspiro. Levantó las manos hacia su nuca. Se desató el nudo de la bandana y volvió a atarla en torno a su brazo derecho.
Y la luna menguante de su frente quedó a la vista, orgullosa como la marca de su familia que era.
Ayame cerró los ojos momentáneamente y dejó que la lluvia acariciara sus mejillas.
. . .
—¿Qué es eso tan importante que tenías que decirme, Kokuō? —le preguntó a la bestia, apoyando ambas manos en los barrotes—. Es Warau, ¿verdad? Él es quién está detrás de los hilos, ¿no es así? ¡Debería avisar a mis compañeros de lo que es capaz de hacer...!