22/09/2017, 10:21
—No —respondió Kokuō, y una parte de Ayame ya se esperaba aquella negativa. Aunque eso no lo hizo menos angustioso—. No puedes decirles nada. Este enemigo no es de su mundo. Es del nuestro. Nosotras tenemos que acabar con la amenaza.
Ella entrecerró los ojos ligeramente, pero al final acabó por inclinar la cabeza en un asentimiento.
—Está bien...
Kokuō continuó hablando acerca de las intenciones de Warau. Cómo había intentado crear una técnica que subyugara a todas las criaturas vivientes del planeta para disponer de ellas como sus meras marionetas. Muy propio de alguien como él. Cómo falló en su intento. Cómo encontró el Amuleto del Reinicio, que le permitía destruir la realidad a su antojo cuando las cosas no salían como él esperaba y crear un nuevo mundo. Un mundo reiniciado. Sin embargo, para hacerlo se requería de una gran capacidad de concentración. Y Warau no tenía esa paciencia, por lo que siempre acababa creando mundos con desperfectos. Mundos en los que acababan reencarnándose una y otra vez, aunque no tuvieran recuerdos de sus vidas pasadas. Sin embargo, en aquella ocasión, ni siquiera había logrado borrar su presencia ni la memoria de Kokuō. Aquello sería una buena noticia, si no fuera por lo que estaba en riesgo: un par de reinicios más y el mundo desaparecería para siempre. Por eso tenían que acabar con él antes de que lograra absorber los hilos de chakra que él mismo había sembrado para llegar a realizar su demencial técnica y antes de que tuviera la oportunidad de volver a utilizar el Amuleto del Reinicio.
Ayame chasqueó la lengua con cierto pesar. Había demasiadas cosas en juego. Demasiadas.
Y su mente vagó hacia el resto de compañeros de aquella aventura. Yota-sama, el Kazekage de la antigua Sunagakure y Jinchūriki de Gyūki, Uchiha Akame, el misterioso shinobi de la misma aldea... ¿Habrían conseguido ellos salvar sus hilos?
Le hubiese gustado preguntárselo a Kokuō. Pero un repentino silbido la arrancó de allí.
Abrió los ojos, con la lluvia aún empapando su rostro, devuelta a la realidad. Y entonces sintió una presencia junto a ella. Rápida como una saeta, Ayame se retiró y, con un único movimiento de muñeca, desplegó el kunai que llevaba sujeto al mecanismo oculto de su brazo derecho.
Sin embargo, la persona que se encontraba allí no era ninguna amenaza.
—¡Ay! ¡Lo siento, Moputa-san! —se disculpó, volviendo a guardar el frío metal bajo su manga e inclinó el cuerpo en una profunda reverencia. Después esbozó una sonrisa nerviosa—. Lo siento... se me había ido el santo al cielo y no te había sentido acercarte... Pero será mejor que nos demos prisa, vamos, Panize-senpai nos llama.
Se dio la vuelta y, junto a su compañero, volvió a meterse en la tienda.
—Bien, muchachos. Recojan las cosas. Partiremos hacia nuestro destino. Preparáos bien, haced todas las cosas que tengáis que hacer, con vuestras armas, hilos shinobi y técnicas —advirtió—. Puede que luego no tengáis tiempo.
Ayame inclinó la cabeza y tomó su portaobjetos. Desplegó las armas sobre una de las camas y comenzó su labor. Su arsenal no era tan grande ni tan diverso como lo fue en su momento. Iba a echar mucho de menos su arco y su Fūma Shuriken... por no hablar de sus técnicas de hielo. Pero de alguna manera tendría que apañárselas. Con meticulosa prestreza, tomó cuatro shuriken de los cinco que tenía y les ató hilo ninja dos a dos, para después enrollar el sello explosivo en torno al mano del kunai. Se afianzó la bandana sobre el brazo, el portaobjetos en torno a la pierna y se aseguró de que el mecanismo oculto que escondía bajo la manga derecha estuviera bien sujeto.
—Estoy lista.
Sus pasos chapoteaban entre los eternos charcos que inundaban la Ciudad Fantasma. Caminaban hacia su destino. Hacia el hilo verde que se apreciaba a lo lejos. Hacia los brazos de Warau.
Ayame apretó uno de sus puños. Warau... el experto marionetista, capaz de controlar hasta tus propios sentimientos... El mismo Warau cuyas palabras emponzoñaron su alma con la noticia de la supuesta muerte de Daruu y provocaron que perdiera el control como Jinchūriki y acabara destruyendo la Academia Ninja de Kirigakure... Warau... el mismo Warau que la salvó del ataque mortal de Taiho. En aquel momento le había llegado a decir que le debía una... Antes de conocer que había mandado a Mokuzai para que asesinara a su hermano y terminara exiliándose de la aldea antes de que su padre pudiera acabar con él de una vez.
Warau... La Risa...
—Por cierto, Ayame. Señorita —escuchó la voz de Kokuō en su interior—. Quiero que sepa... Que el tiempo que pasé con usted después de que decidiera colaborar con usted fue... muy apacible. Esta será nuestra última batalla juntas. En cierto modo...
A Ayame se le cerró la garganta de la congoja. Iba a preguntar a qué se refería, pero una parte de ella conocía la respuesta.
«Pase lo que pase, me alegro mucho de haberte conocido, Kokuō-san. Sólo lamento no haber logrado que consiguieras la libertad, de algún modo...»
Alzó la mirada, siguiendo los pasos de Mogura y Shanise. La suerte ya estaba echada. Ahora tenían que salvar el mundo, tal y como lo conocían.
«Espero que todo vaya bien... Si no...»
Ella entrecerró los ojos ligeramente, pero al final acabó por inclinar la cabeza en un asentimiento.
—Está bien...
Kokuō continuó hablando acerca de las intenciones de Warau. Cómo había intentado crear una técnica que subyugara a todas las criaturas vivientes del planeta para disponer de ellas como sus meras marionetas. Muy propio de alguien como él. Cómo falló en su intento. Cómo encontró el Amuleto del Reinicio, que le permitía destruir la realidad a su antojo cuando las cosas no salían como él esperaba y crear un nuevo mundo. Un mundo reiniciado. Sin embargo, para hacerlo se requería de una gran capacidad de concentración. Y Warau no tenía esa paciencia, por lo que siempre acababa creando mundos con desperfectos. Mundos en los que acababan reencarnándose una y otra vez, aunque no tuvieran recuerdos de sus vidas pasadas. Sin embargo, en aquella ocasión, ni siquiera había logrado borrar su presencia ni la memoria de Kokuō. Aquello sería una buena noticia, si no fuera por lo que estaba en riesgo: un par de reinicios más y el mundo desaparecería para siempre. Por eso tenían que acabar con él antes de que lograra absorber los hilos de chakra que él mismo había sembrado para llegar a realizar su demencial técnica y antes de que tuviera la oportunidad de volver a utilizar el Amuleto del Reinicio.
Ayame chasqueó la lengua con cierto pesar. Había demasiadas cosas en juego. Demasiadas.
Y su mente vagó hacia el resto de compañeros de aquella aventura. Yota-sama, el Kazekage de la antigua Sunagakure y Jinchūriki de Gyūki, Uchiha Akame, el misterioso shinobi de la misma aldea... ¿Habrían conseguido ellos salvar sus hilos?
Le hubiese gustado preguntárselo a Kokuō. Pero un repentino silbido la arrancó de allí.
. . .
Abrió los ojos, con la lluvia aún empapando su rostro, devuelta a la realidad. Y entonces sintió una presencia junto a ella. Rápida como una saeta, Ayame se retiró y, con un único movimiento de muñeca, desplegó el kunai que llevaba sujeto al mecanismo oculto de su brazo derecho.
Sin embargo, la persona que se encontraba allí no era ninguna amenaza.
—¡Ay! ¡Lo siento, Moputa-san! —se disculpó, volviendo a guardar el frío metal bajo su manga e inclinó el cuerpo en una profunda reverencia. Después esbozó una sonrisa nerviosa—. Lo siento... se me había ido el santo al cielo y no te había sentido acercarte... Pero será mejor que nos demos prisa, vamos, Panize-senpai nos llama.
Se dio la vuelta y, junto a su compañero, volvió a meterse en la tienda.
—Bien, muchachos. Recojan las cosas. Partiremos hacia nuestro destino. Preparáos bien, haced todas las cosas que tengáis que hacer, con vuestras armas, hilos shinobi y técnicas —advirtió—. Puede que luego no tengáis tiempo.
Ayame inclinó la cabeza y tomó su portaobjetos. Desplegó las armas sobre una de las camas y comenzó su labor. Su arsenal no era tan grande ni tan diverso como lo fue en su momento. Iba a echar mucho de menos su arco y su Fūma Shuriken... por no hablar de sus técnicas de hielo. Pero de alguna manera tendría que apañárselas. Con meticulosa prestreza, tomó cuatro shuriken de los cinco que tenía y les ató hilo ninja dos a dos, para después enrollar el sello explosivo en torno al mano del kunai. Se afianzó la bandana sobre el brazo, el portaobjetos en torno a la pierna y se aseguró de que el mecanismo oculto que escondía bajo la manga derecha estuviera bien sujeto.
—Estoy lista.
. . .
Sus pasos chapoteaban entre los eternos charcos que inundaban la Ciudad Fantasma. Caminaban hacia su destino. Hacia el hilo verde que se apreciaba a lo lejos. Hacia los brazos de Warau.
Ayame apretó uno de sus puños. Warau... el experto marionetista, capaz de controlar hasta tus propios sentimientos... El mismo Warau cuyas palabras emponzoñaron su alma con la noticia de la supuesta muerte de Daruu y provocaron que perdiera el control como Jinchūriki y acabara destruyendo la Academia Ninja de Kirigakure... Warau... el mismo Warau que la salvó del ataque mortal de Taiho. En aquel momento le había llegado a decir que le debía una... Antes de conocer que había mandado a Mokuzai para que asesinara a su hermano y terminara exiliándose de la aldea antes de que su padre pudiera acabar con él de una vez.
Warau... La Risa...
—Por cierto, Ayame. Señorita —escuchó la voz de Kokuō en su interior—. Quiero que sepa... Que el tiempo que pasé con usted después de que decidiera colaborar con usted fue... muy apacible. Esta será nuestra última batalla juntas. En cierto modo...
A Ayame se le cerró la garganta de la congoja. Iba a preguntar a qué se refería, pero una parte de ella conocía la respuesta.
«Pase lo que pase, me alegro mucho de haberte conocido, Kokuō-san. Sólo lamento no haber logrado que consiguieras la libertad, de algún modo...»
Alzó la mirada, siguiendo los pasos de Mogura y Shanise. La suerte ya estaba echada. Ahora tenían que salvar el mundo, tal y como lo conocían.
«Espero que todo vaya bien... Si no...»