24/09/2017, 17:28
La Bijūdama dio con el cuerpo del marionetista, la energía incandescente lo envolvió en su abrazo mortal y lo arroyó contra el suelo. Como un perforador perfecto, penetró en el hormigón y se hundió en el suelo. Directo al núcleo del infierno del que aquel monstruo jamás debería haber salido. Debió de alcanzar las aguas subterráneas con su ataque pues, en respuesta, un enorme géiser se alzó hacia el cielo y la golpeó con violencia. Ayame cruzó los brazos frente al cuerpo y se envolvió con sus colas en un intento por protegerse. El golpe no le hizo demasiado daño, pero sí la impulsó de nuevo y terminó aterrizando con un ligero chapoteo a varios metros del chorro de agua sobre sus cuatro patas. Sus ojos aguamarina buscaron el cuerpo de Warau con desesperación...
Y entonces el alma se le cayó a los pies.
Porque donde debería haber estado su peor enemigo no había más que un simple trozo de tubería oxidada y desvencijada.
—N... No puede ser... —balbuceó, incrédula.
—Gogyō Fūin —pronunció aquella aterradora voz a sus espaldas que tan bien conocía y que tan poco había deseado volver a escuchar. Intentó girarse, pero entonces cinco dedos se clavaron en su espalda, justo entre los omóplatos, y Ayame jadeó—. Da la casualidad de que puedo controlarte, querida. Kishishishishi.
La energía de Kokuō la abandonó de repente y la capa de chakra que la recubría desapareció como la llama de una vela a la que hubieran soplado. Ayame dejó escapar un débil gemido cuando las fuerzas le fallaron y su cuerpo se rindió a la gravedad al tiempo que todo se oscurecía a su alrededor.
Y justo antes de perder el sentido supo con toda certeza que aquel era su final...
Pero el destino no parecía tener la misma concepción del final que ella.
Despertó con una desagradable sensación hormigueante en el cuerpo. Gimió, algo aturdida, pero cuando intentó moverse para encontrar una postura más cómoda se dio cuenta de que no era capaz de hacerlo.
—¿Qué...? —susurró, y cuando entreabrió los ojos, para su completo horror se vio envuelta en una auténtica red de hilos de hilos por los que circulaba una corriente eléctrica débil pero igual de incómoda. Electricidad que le impedía utilizar su técnica de la hidratación para salir de aquel aprieto.
Y, de nuevo, la voz de Warau:
—Buenos días, princesaaa, kishishishi —se rio, y fue su carcajada la despertó del todo.
Definitivamente, aquello debía de ser una pesadilla. No cabía otra posibilidad. Ayame había intentado enviar a su enemigo al infierno, pero en su lugar él la había arrastrado a su propio infierno personal... ¿Pero por qué no la había matado? ¿Por qué no había absorbido el hilo? ¿Qué era lo que pretendía con todo aquello?
—¿A qué jugamos hoy? —dijo, y Ayame intentó removerse sin demasiado éxito. Tuvo que detenerse sin embargo cuando vio la punta de un senbon apuntando directamente a uno de sus ojos—. ¿Debería pincharte los ojos, así, despacito? ¿O debería jugar con tu pequeño y frágil cuerpo de niñita...?
Ayame volvió a jadear, y el sudor frío comenzó a perlar su frente. Fue entonces cuando vio a Warau de verdad. Le vio como el hombre que de verdad era. Y su cuerpo se estremeció en un sollozo mudo. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. ¿En qué momento había pensado que podía hacerle frente a él? Warau había sido el torturador de Kirigakure, y ella no dejaba de ser una niñita que ahora estaba a su completa merced.
Y entonces hizo lo que menos debería haber hecho:
—No... por favor... —le suplicó, absolutamente aterrorizada.
—Pero antes, prefiero oír tu risa. ¿Sabes? —continuó él—. La gente dice que mi risa les infunde desconfianza, miedo. Nunca entiendo por qué. Adopté ese nombre por mi risa, como tú bien sabrás. Cierto día, se me ocurrió: "oye, Warau, ¿y por qué no haces reír a los demás? Así tu nombre adoptará otro significado".
Volvió a reír. Ayame volvió a sollozar. Y entonces se alejó de ella. Sin embargo, poco duraría su alivio. La Risa se dio la vuelta hacia ella y extendió ambas manos. Una serie de hilos de energía brotaron de sus largos dedos y Ayame volvió a gemir con dolor cuando terminaron clavándose en sus axilas, el interior de sus muslos, dentro de sus botas enroscándose en torno a sus tobillos y alcanzando las plantas de sus pies, por debajo de su ropa acariciando su piel, en la espalda...
—Luego recordé que mi oficio era el de torturador. Y se me ocurrió una aplicación práctica de ese... concepto.
—¡Espera! ¡¿Qué vas a...?! —comenzó a preguntar, pero entonces lo sintió.
Al principio fue como una pequeña caricia, pero entonces todo su cuerpo reaccionó. Ayame jadeó y trató de resistirlo, pero fue imposible. Cosquillas. Cosquillas en la planta de los pies, entre los dedos, junto al ombligo, en las axilas, en el interior de los muslos. Rompió a reír y se revolvió entre sus ataduras, pero fue del todo inútil. No podía moverse, no tenía modo de escapar de los hilos de Warau... Y su cuerpo respondía de forma automática a un estímulo que ella ni siquiera podía controlar. Reía y reía... Pero enseguida las lágrimas acudieron a sus ojos. Porque aquellas cosquillas no eran placenteras. Eran las cosquillas de un torturador, y Ayame se sintió sucia y manoseada. Seguía riendo y el dolor no tardó en acumularse en sus mejillas, en su pecho, en sus costillas. Y las risas se vieron intercaladas con los sollozos...
Y más súplicas a un torturador que sin duda se deleitaría con ellas.
—¡¡¡¡JAJAJAJAJAJA!!!! Por favor... ¡Jajajaja! Basta... No... ¡Jajajajaja...! N... no... Jajajaja... ayuda... jaja... ayud...
«¡Kokuō... p... por favor!»
El chakra volvió a estallar de cada uno de los poros de su piel. Blanco como la nieve pero ardiente como el vapor del agua en ebullición. Y sería ese calor rompería las cadenas que la apresaban. Y Ayame cayó al suelo entre resuellos y jadeos, tratando de recuperar el aire perdido pero, aún tirada de aquella manera, sus ojos aguamarina bañados en el color de la sangre no perdían de vista al torturador. La capa de chakra volvía a envolverla en su abrazo protector.
Así, lentamente, y con el cuerpo aún temblándole violentamente, Ayame apoyó una de sus patas delanteras en el suelo y comenzó a reincorporarse...
—T... tú... maldito sádico... monstruo...
Y entonces el alma se le cayó a los pies.
Porque donde debería haber estado su peor enemigo no había más que un simple trozo de tubería oxidada y desvencijada.
—N... No puede ser... —balbuceó, incrédula.
—Gogyō Fūin —pronunció aquella aterradora voz a sus espaldas que tan bien conocía y que tan poco había deseado volver a escuchar. Intentó girarse, pero entonces cinco dedos se clavaron en su espalda, justo entre los omóplatos, y Ayame jadeó—. Da la casualidad de que puedo controlarte, querida. Kishishishishi.
La energía de Kokuō la abandonó de repente y la capa de chakra que la recubría desapareció como la llama de una vela a la que hubieran soplado. Ayame dejó escapar un débil gemido cuando las fuerzas le fallaron y su cuerpo se rindió a la gravedad al tiempo que todo se oscurecía a su alrededor.
Y justo antes de perder el sentido supo con toda certeza que aquel era su final...
. . .
Pero el destino no parecía tener la misma concepción del final que ella.
Despertó con una desagradable sensación hormigueante en el cuerpo. Gimió, algo aturdida, pero cuando intentó moverse para encontrar una postura más cómoda se dio cuenta de que no era capaz de hacerlo.
—¿Qué...? —susurró, y cuando entreabrió los ojos, para su completo horror se vio envuelta en una auténtica red de hilos de hilos por los que circulaba una corriente eléctrica débil pero igual de incómoda. Electricidad que le impedía utilizar su técnica de la hidratación para salir de aquel aprieto.
Y, de nuevo, la voz de Warau:
—Buenos días, princesaaa, kishishishi —se rio, y fue su carcajada la despertó del todo.
Definitivamente, aquello debía de ser una pesadilla. No cabía otra posibilidad. Ayame había intentado enviar a su enemigo al infierno, pero en su lugar él la había arrastrado a su propio infierno personal... ¿Pero por qué no la había matado? ¿Por qué no había absorbido el hilo? ¿Qué era lo que pretendía con todo aquello?
—¿A qué jugamos hoy? —dijo, y Ayame intentó removerse sin demasiado éxito. Tuvo que detenerse sin embargo cuando vio la punta de un senbon apuntando directamente a uno de sus ojos—. ¿Debería pincharte los ojos, así, despacito? ¿O debería jugar con tu pequeño y frágil cuerpo de niñita...?
Ayame volvió a jadear, y el sudor frío comenzó a perlar su frente. Fue entonces cuando vio a Warau de verdad. Le vio como el hombre que de verdad era. Y su cuerpo se estremeció en un sollozo mudo. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. ¿En qué momento había pensado que podía hacerle frente a él? Warau había sido el torturador de Kirigakure, y ella no dejaba de ser una niñita que ahora estaba a su completa merced.
Y entonces hizo lo que menos debería haber hecho:
—No... por favor... —le suplicó, absolutamente aterrorizada.
—Pero antes, prefiero oír tu risa. ¿Sabes? —continuó él—. La gente dice que mi risa les infunde desconfianza, miedo. Nunca entiendo por qué. Adopté ese nombre por mi risa, como tú bien sabrás. Cierto día, se me ocurrió: "oye, Warau, ¿y por qué no haces reír a los demás? Así tu nombre adoptará otro significado".
Volvió a reír. Ayame volvió a sollozar. Y entonces se alejó de ella. Sin embargo, poco duraría su alivio. La Risa se dio la vuelta hacia ella y extendió ambas manos. Una serie de hilos de energía brotaron de sus largos dedos y Ayame volvió a gemir con dolor cuando terminaron clavándose en sus axilas, el interior de sus muslos, dentro de sus botas enroscándose en torno a sus tobillos y alcanzando las plantas de sus pies, por debajo de su ropa acariciando su piel, en la espalda...
—Luego recordé que mi oficio era el de torturador. Y se me ocurrió una aplicación práctica de ese... concepto.
—¡Espera! ¡¿Qué vas a...?! —comenzó a preguntar, pero entonces lo sintió.
Al principio fue como una pequeña caricia, pero entonces todo su cuerpo reaccionó. Ayame jadeó y trató de resistirlo, pero fue imposible. Cosquillas. Cosquillas en la planta de los pies, entre los dedos, junto al ombligo, en las axilas, en el interior de los muslos. Rompió a reír y se revolvió entre sus ataduras, pero fue del todo inútil. No podía moverse, no tenía modo de escapar de los hilos de Warau... Y su cuerpo respondía de forma automática a un estímulo que ella ni siquiera podía controlar. Reía y reía... Pero enseguida las lágrimas acudieron a sus ojos. Porque aquellas cosquillas no eran placenteras. Eran las cosquillas de un torturador, y Ayame se sintió sucia y manoseada. Seguía riendo y el dolor no tardó en acumularse en sus mejillas, en su pecho, en sus costillas. Y las risas se vieron intercaladas con los sollozos...
Y más súplicas a un torturador que sin duda se deleitaría con ellas.
—¡¡¡¡JAJAJAJAJAJA!!!! Por favor... ¡Jajajaja! Basta... No... ¡Jajajajaja...! N... no... Jajajaja... ayuda... jaja... ayud...
«¡Kokuō... p... por favor!»
El chakra volvió a estallar de cada uno de los poros de su piel. Blanco como la nieve pero ardiente como el vapor del agua en ebullición. Y sería ese calor rompería las cadenas que la apresaban. Y Ayame cayó al suelo entre resuellos y jadeos, tratando de recuperar el aire perdido pero, aún tirada de aquella manera, sus ojos aguamarina bañados en el color de la sangre no perdían de vista al torturador. La capa de chakra volvía a envolverla en su abrazo protector.
Así, lentamente, y con el cuerpo aún temblándole violentamente, Ayame apoyó una de sus patas delanteras en el suelo y comenzó a reincorporarse...
—T... tú... maldito sádico... monstruo...