24/09/2017, 18:19
(Última modificación: 24/09/2017, 18:22 por Aotsuki Ayame.)
Las risas de Warau se interrumpieron cuando el hombre salió despedido por la onda de chakra que emitió el cuerpo de Ayame. Y sus oídos agradecieron profundamente el descanso de escuchar aquel chirriante sonido. Aunque no podía decir que el gesto de su enemigo fuese mucho más calmante. Sus ojos dorados la acuchillaban desde un rostro completamente crispado por una ira prácticamente primitiva.
—Hija de perra. ¡¡Hija de perra!! ¡¡¡Os he dicho que sois meros juguetes!!!
—Y yo te he dicho que no puedes controlarme —le replicó ella, mostrándole los dientes.
Entonces el hombre se mordió el dedo pulgar.
—Esto se acaba aquí. No mereces ser un juguete. Y si no mereces ser un juguete, no mereces existir.
«Ayame, es la hora. ¡Vamos allá, juntas!» Dijo Kokuō en su interior, y Ayame tensó todos los músculos del cuerpo.
No había hecho aquello jamás. Y aún recordaba con claridad que la última vez que se abandonó a sus sentimientos terminó destruyendo la Academia de Kirigakure y matando a cientos de inocentes en el proceso...
—¡Kuchiyose no Jutsu!
Pero había pasado mucho, mucho tiempo desde aquello. Ni ella era la misma Ayame de entonces, ni Kokuō tampoco lo era. Ni siquiera su relación era la misma de entonces.
Una densa nube de humo invadió el espacio cuando Warau apoyó la mano en el suelo. Desde su interior, los jirones se removieron y terminaron por disiparse cuando un colosal zorro blanco de ojos púrpureos se alzó sobre sus patas traseras y se sentó en el suelo empuñando una espada... de más de cincuenta metros de filo.
Y, sobre su lomo, Warau reía.
Y pese a la situación, Ayame no sintió miedo.
«¡¡Ayame, contraataquemos!!» repitió Kokuō.
Y Ayame gritó con todas sus fuerzas. Y el grito se convirtió en un bramido.
Porque ahora eran uña y carne. Eran mucho más que Jinchūriki y Bijū. Eran amigas. E iban a protegerse con sus propias vidas.
La hoja descendió sobre ella a toda velocidad. Pero ellas se impulsaron sobre sus patas traseras y saltaron antes de que la espada pudiera alcanzarlas. El Gobi se alzó sobre la ciudad un instante, un colosal caballo con cabeza de cetáceo con cuatro cuernos sobre la frente, y cinco colas ondeando tras su cuerpo en el aire. La gravedad hizo el resto del trabajo, tiró de la bestia hacia abajo, sus cascos aplastaron contra el suelo la espada del zorro y, con un renovado impulso, se lanzó hacia delante y agachó la cabeza para cornear con todas sus fuerzas al cánido.
El Gobi había vuelto a la Ciudad Fantasma.
—Hija de perra. ¡¡Hija de perra!! ¡¡¡Os he dicho que sois meros juguetes!!!
—Y yo te he dicho que no puedes controlarme —le replicó ella, mostrándole los dientes.
Entonces el hombre se mordió el dedo pulgar.
—Esto se acaba aquí. No mereces ser un juguete. Y si no mereces ser un juguete, no mereces existir.
«Ayame, es la hora. ¡Vamos allá, juntas!» Dijo Kokuō en su interior, y Ayame tensó todos los músculos del cuerpo.
No había hecho aquello jamás. Y aún recordaba con claridad que la última vez que se abandonó a sus sentimientos terminó destruyendo la Academia de Kirigakure y matando a cientos de inocentes en el proceso...
—¡Kuchiyose no Jutsu!
Pero había pasado mucho, mucho tiempo desde aquello. Ni ella era la misma Ayame de entonces, ni Kokuō tampoco lo era. Ni siquiera su relación era la misma de entonces.
Una densa nube de humo invadió el espacio cuando Warau apoyó la mano en el suelo. Desde su interior, los jirones se removieron y terminaron por disiparse cuando un colosal zorro blanco de ojos púrpureos se alzó sobre sus patas traseras y se sentó en el suelo empuñando una espada... de más de cincuenta metros de filo.
Y, sobre su lomo, Warau reía.
Y pese a la situación, Ayame no sintió miedo.
«¡¡Ayame, contraataquemos!!» repitió Kokuō.
Y Ayame gritó con todas sus fuerzas. Y el grito se convirtió en un bramido.
Porque ahora eran uña y carne. Eran mucho más que Jinchūriki y Bijū. Eran amigas. E iban a protegerse con sus propias vidas.
La hoja descendió sobre ella a toda velocidad. Pero ellas se impulsaron sobre sus patas traseras y saltaron antes de que la espada pudiera alcanzarlas. El Gobi se alzó sobre la ciudad un instante, un colosal caballo con cabeza de cetáceo con cuatro cuernos sobre la frente, y cinco colas ondeando tras su cuerpo en el aire. La gravedad hizo el resto del trabajo, tiró de la bestia hacia abajo, sus cascos aplastaron contra el suelo la espada del zorro y, con un renovado impulso, se lanzó hacia delante y agachó la cabeza para cornear con todas sus fuerzas al cánido.
El Gobi había vuelto a la Ciudad Fantasma.