26/09/2017, 15:18
—¿Y SÍ ES UNO DE ESOS MUERTOS VIVIENTES DE LAS LEYENDAS?— Pregunto con cierto temor.
Kōtetsu le miro con cierta diversión que no se reflejó en su entumecido rostro. Luego procedió a darle un buen puntapié al cadáver, demostrando que estaba tan inerte como el suelo de donde lo habían extraído.
—¡¿Ves?! —pregunto luego de su rustica demostración—. ¡Creo que tiene más de muerto que de viviente!
Aquello parecía una locura, el arriesgar su vida por alguien que yacía muerto. Y pese a que estaba desenterrando aquel cuerpo, al Hakagurē mismo también se lo parecía. Pero le resultaba terrible el imaginar que una persona muriese allí, sola y sin los ritos fúnebres adecuados. En aquellos minutos pensaba que de ser él quien falleciese en aquel sitio, resultaría reconfortante que alguien tomase sus restos y los llevase a su pueblo para ser enterrado junto a su padre y compañeros caídos. Aquella idea le daba ánimos para seguir cavando pese a las duras condiciones.
El joven tomo el frio y femenino cuerpo entre sus brazos y procedió a arrojarlo sobre la parte trasera de su montura, agradeciendo que se trataba de alguien que en vida fue delgada y ligera. Sin perder un instante más, y forzando sus ya acalambradas piernas, subió a su reno y llamo a Keisuke:
—¡Ahora sí, vámonos de aquí!
Se pusieron en marcha, dejándose llevar por aquellas criaturas que sabían manejarse dentro de la blanca tempestad. Puede que fuese por andar en contra del viento aullante, pero el camino de regreso se percibía más largo que el que utilizaron para llegar a la misteriosa planicie. El tiempo pasaba lenta y fríamente, y, de vez en cuando, el de ojos grises se giraba para asegurarse de que su carga fúnebre no se hubiese caído… y de que su compañero siguiese cerca. Así fue como de a poco fueron dejando atrás la tempestad, abandonando aquel velo blanco para quedar bajo la bendita luz del sol de mediodía, débil en fuerza pero grandiosa en virtud para sus cansados y entumecidos cuerpos.
A lo lejos se podía divisar aquella isla negra flotando serenamente en un mar de blanco bañado por la luz de un cielo infinitamente azul.
Kōtetsu le miro con cierta diversión que no se reflejó en su entumecido rostro. Luego procedió a darle un buen puntapié al cadáver, demostrando que estaba tan inerte como el suelo de donde lo habían extraído.
—¡¿Ves?! —pregunto luego de su rustica demostración—. ¡Creo que tiene más de muerto que de viviente!
Aquello parecía una locura, el arriesgar su vida por alguien que yacía muerto. Y pese a que estaba desenterrando aquel cuerpo, al Hakagurē mismo también se lo parecía. Pero le resultaba terrible el imaginar que una persona muriese allí, sola y sin los ritos fúnebres adecuados. En aquellos minutos pensaba que de ser él quien falleciese en aquel sitio, resultaría reconfortante que alguien tomase sus restos y los llevase a su pueblo para ser enterrado junto a su padre y compañeros caídos. Aquella idea le daba ánimos para seguir cavando pese a las duras condiciones.
El joven tomo el frio y femenino cuerpo entre sus brazos y procedió a arrojarlo sobre la parte trasera de su montura, agradeciendo que se trataba de alguien que en vida fue delgada y ligera. Sin perder un instante más, y forzando sus ya acalambradas piernas, subió a su reno y llamo a Keisuke:
—¡Ahora sí, vámonos de aquí!
Se pusieron en marcha, dejándose llevar por aquellas criaturas que sabían manejarse dentro de la blanca tempestad. Puede que fuese por andar en contra del viento aullante, pero el camino de regreso se percibía más largo que el que utilizaron para llegar a la misteriosa planicie. El tiempo pasaba lenta y fríamente, y, de vez en cuando, el de ojos grises se giraba para asegurarse de que su carga fúnebre no se hubiese caído… y de que su compañero siguiese cerca. Así fue como de a poco fueron dejando atrás la tempestad, abandonando aquel velo blanco para quedar bajo la bendita luz del sol de mediodía, débil en fuerza pero grandiosa en virtud para sus cansados y entumecidos cuerpos.
A lo lejos se podía divisar aquella isla negra flotando serenamente en un mar de blanco bañado por la luz de un cielo infinitamente azul.