26/09/2017, 23:14
(Última modificación: 27/09/2017, 08:16 por Uchiha Akame.)
Cuando Akame notó cómo algo o alguien extremadamente fuerte le envolvían, pensó que había llegado el fin. Se sorprendió a sí mismo al entender que no era una sensación de miedo o congoja lo que sentía, sino alivio. Zoku estaba muerto y nadie podría jamás revertir eso, lo que significaba que... «Koko-chan está a salvo».
De repente oyó una voz y vio un rostro. Se le heló la sangre en las venas.
—Tú... Tú estás... ¿Estás muerto?
La mayoría de gente en Uzu recordaría bien aquella noche, incluso cuando hubiese pasado mucho tiempo y la memoria colectiva empezara a fallar. Seguramente se referirían a ella por muchos nombres, todos relacionados con la muerte del Uzukage y sus imprevisibles consecuencias, que rajarían de arriba a abajo una nación ya devastada por la traición y las guerras fratricidas.
Sin embargo, para Uchiha Akame aquella noche sería siempre la noche de los muertos vivientes. No sólo aquel tipo que les había agarrado por sorpresa y arrastrado a un callejón se parecía endemoniadamente al difunto Yakisoba, sino que además el borracho del puesto de ramen, Chae, tampoco había cruzado las puertas del Yomi. Puede que para muchos ninjas veteranos aquello fuese algo dentro de lo común, pero para el joven gennin fue una bofetada de realidad... Con una manopla de acero y tachuelas de treinta kilos.
«Todos... Nos han engañado desde el principio. Zoku, Chae y Raimyogan, el Ichibi... Todos nos la han jugado. ¿Tan estúpidos somos? ¿Realmente lo somos...?»
Vio entonces a Sarutobi Hanabi, con aquel carisma irresistible y aquel magnetismo personal que le habían valido un puesto en la carrera por el sombrero de Kage. La ironía de la situación era insoportable, como una losa de piedra que le cayera a uno sobre los hombros.
—Los últimos serán los primeros... —soltó entre dientes el gennin.
Hastiado del fuego, el humo y los gritos —también los de Zoku mientras su carne se quemaba— y demasiado agotado como para sorprenderse, Akame se limitó a asentir con gesto ausente y seguir a los shinobi. Mientras caminaban el Uchiha daba vueltas y más vueltas a todo tipo de pensamientos funestos...
«¿Nos matarán? ¿Nos interrogarán? ¿Nos interrogarán y luego nos matarán? ¿Estará realmente la familia Sakamoto a salvo?»
Los ojos del jovencito Akame se mantenían fijos en algún punto frente a él, situado entre la mesa y el torso de Hanabi. Ya no eran rojos —y lo poco que quedaba de ese color se debía al humo— y el Sharingan se había escondido en los pozos de petróleo de sus iris. Transmitían una sensación de profunda desesperanza, de abatimiento sin par.
Mientras caminaban acompañados del antiguo equipo seis, el Uchiha iba cayendo poco a poco en una espiral de pesimismo y malos presagios. Con cada escalón que bajaban hacia el sótano, Akame se sentía a sí mismo descender en el pozo de la oscuridad.
¿Realmente estaba su amada a salvo?
A su lado, Datsue hablaba. Akame siempre había agradecido tener a aquel muchacho de compañero, precisamente porque era todo un maestro en lo que a él peor se le daba; la charla. Él no estaba prestando atención, sin embargo, porque conocía el relato; y aun así algunas palabras llegaban hasta sus oídos.
Akame acababa de pegar un fuerte puñetazo a la mesa con la mano derecha. Entre sus dedos se escurrían unos hilillos de sangre producto de las heridas que se había hecho al apretar tanto los puños. Tenía los labios fruncidos de la tensión.
—No soy un traidor —afirmó, tajante, y su mirada buscó los ojos del Sarutobi—. No somos unos traidores.
Entonces abrió la mano y la dejó boca abajo sobre la mesa. La madera se manchó con su sangre y Akame agachó la cabeza, con aquella breve chispa de firmeza esfumándose tan rápidamente como había venido.
—¿Qué va a pasar ahora?
De repente oyó una voz y vio un rostro. Se le heló la sangre en las venas.
—Tú... Tú estás... ¿Estás muerto?
—
La mayoría de gente en Uzu recordaría bien aquella noche, incluso cuando hubiese pasado mucho tiempo y la memoria colectiva empezara a fallar. Seguramente se referirían a ella por muchos nombres, todos relacionados con la muerte del Uzukage y sus imprevisibles consecuencias, que rajarían de arriba a abajo una nación ya devastada por la traición y las guerras fratricidas.
Sin embargo, para Uchiha Akame aquella noche sería siempre la noche de los muertos vivientes. No sólo aquel tipo que les había agarrado por sorpresa y arrastrado a un callejón se parecía endemoniadamente al difunto Yakisoba, sino que además el borracho del puesto de ramen, Chae, tampoco había cruzado las puertas del Yomi. Puede que para muchos ninjas veteranos aquello fuese algo dentro de lo común, pero para el joven gennin fue una bofetada de realidad... Con una manopla de acero y tachuelas de treinta kilos.
«Todos... Nos han engañado desde el principio. Zoku, Chae y Raimyogan, el Ichibi... Todos nos la han jugado. ¿Tan estúpidos somos? ¿Realmente lo somos...?»
Vio entonces a Sarutobi Hanabi, con aquel carisma irresistible y aquel magnetismo personal que le habían valido un puesto en la carrera por el sombrero de Kage. La ironía de la situación era insoportable, como una losa de piedra que le cayera a uno sobre los hombros.
—Los últimos serán los primeros... —soltó entre dientes el gennin.
Hastiado del fuego, el humo y los gritos —también los de Zoku mientras su carne se quemaba— y demasiado agotado como para sorprenderse, Akame se limitó a asentir con gesto ausente y seguir a los shinobi. Mientras caminaban el Uchiha daba vueltas y más vueltas a todo tipo de pensamientos funestos...
«¿Nos matarán? ¿Nos interrogarán? ¿Nos interrogarán y luego nos matarán? ¿Estará realmente la familia Sakamoto a salvo?»
—
Los ojos del jovencito Akame se mantenían fijos en algún punto frente a él, situado entre la mesa y el torso de Hanabi. Ya no eran rojos —y lo poco que quedaba de ese color se debía al humo— y el Sharingan se había escondido en los pozos de petróleo de sus iris. Transmitían una sensación de profunda desesperanza, de abatimiento sin par.
Mientras caminaban acompañados del antiguo equipo seis, el Uchiha iba cayendo poco a poco en una espiral de pesimismo y malos presagios. Con cada escalón que bajaban hacia el sótano, Akame se sentía a sí mismo descender en el pozo de la oscuridad.
¿Realmente estaba su amada a salvo?
A su lado, Datsue hablaba. Akame siempre había agradecido tener a aquel muchacho de compañero, precisamente porque era todo un maestro en lo que a él peor se le daba; la charla. Él no estaba prestando atención, sin embargo, porque conocía el relato; y aun así algunas palabras llegaban hasta sus oídos.
«Fuimos estúpidos»
«Vínculo de Sangre»
«Nos dejamos convencer por el primero que pasa»
«Sino que era un traidor»
«Traidor»
«Traidor»
«Traidor»
«Traidor»
¡BAM!
Akame acababa de pegar un fuerte puñetazo a la mesa con la mano derecha. Entre sus dedos se escurrían unos hilillos de sangre producto de las heridas que se había hecho al apretar tanto los puños. Tenía los labios fruncidos de la tensión.
—No soy un traidor —afirmó, tajante, y su mirada buscó los ojos del Sarutobi—. No somos unos traidores.
Entonces abrió la mano y la dejó boca abajo sobre la mesa. La madera se manchó con su sangre y Akame agachó la cabeza, con aquella breve chispa de firmeza esfumándose tan rápidamente como había venido.
—¿Qué va a pasar ahora?