5/10/2017, 18:31
Las palabras de Keisuke se estrellaron contra el plácido sueño de un hombre que yacía dormitando en una silla, oculto del frio en el interior de un cobertizo lleno de leña y pieles animales. El veterinario se levantó de golpe, medio desorientado por tan repentino clamor. Sus ojos se vieron un poco lastimados al notar la luz que se colaba por la puerta y tanto su rostro pálido como su abundante bigote se fruncieron al sentir el frio entrante. Miro al pelirrojo, y conteniendo sus ganas de primero quejarse y luego preguntar, decidió que lo menos problemático seria el colaborar con lo que se necesitase, y ya luego si podría protestar cuanto le placiera.
—Ya voy, ya voy —dijo sin convicción mientras tomaba una enorme cartera medica de cuero—. Terminemos con esto para que pueda retomar mi descanso.
Guiado por el “medico”, Inoue recorrería una serie de pasillos con paredes de madera que resultaban un tanto laberinticos. Pero no fueron más que unos minutos de caminata hasta que ambos llegaron a una gran habitación, calurosa por las llamas que había en una gran chimenea de piedra, trémulamente iluminada. Les estaban esperando dos pares de ojos ansiosos; Hakagurē estaba arrodillado junto al fuego, sudando mientras le arrojaba leña para que se mantuviera ardiendo. El hombre de la joroba estaba apoyado junto a una improvisada cama colmada de pieles gruesas. Plácidamente acomodada en la misma yacía aquel pálido ser femenino que hasta hace unos minutos se consideraba muerto.
El veterinario observo con cuidado aquella escena tan similar a un velatorio antes de hablar:
—¡¿Ahora en que problemas nos has metido, tú, endemoniado tuerto?!
—¡Que yo no he sido, condenado bigote de morsa! —replico, como si aquel tipo de acusación y defensa fuesen algo ya habitual entre ellos—. Estos chicos la encontraron medio enterrada en la nieve mientras daban un paseo.
»Vamos, tienes que hacer algo; ya sabes lo delicado y temperamental que puede ser Sarutobi-sama cuando de sus amados turistas se trata.
—Ya, ya, no caigas en pánico; hare lo que pueda —prometió, más por cuidar su propio pellejo que por empatía.
Aquel sujeto de portentoso bigote se colocó al lado de aquel lecho cálido y comenzó a revisar minuciosamente a la paciente. Verifico su cuerpo parte por parte, sin perder detalle alguno. Y mientras el silencio vocal se hacía más marcado, el crepitar del fuego se hacía más ominoso, al igual que el bailar de las sombras en los rostros de los presentes. Lo más desesperante de todo era que la expresión del doctor no decía nada; su único medio de comunicación era el regular danzar de su rubio bigote, un leguaje que resultaba tan incomprensible como molesto y exagerado. Luego de un examen general, recurrió a un artilugio que consistía en una especie de placa metálica conectada por medio de cables a los oídos del examinador, quien utilizaba dicho aparato para buscar signos de vida a través de los sonidos del cuerpo.
No le tomo mucho el terminar y adoptar una expresión de severo cansancio..., casi de pesar.
—Bueno, les tengo a todos buenas y malas noticias… ¿Cuáles quieren escuchar primero? —pregunto con rostro pétreo.
Lo adecuado hubiese sido que el encargado del establecimiento fuese quien lidiase con el peso de aquellas preguntas, pero al igual que como le faltaba un ojo, también le faltaban agallas para elegir aquello que debía de escuchar.
—Ya voy, ya voy —dijo sin convicción mientras tomaba una enorme cartera medica de cuero—. Terminemos con esto para que pueda retomar mi descanso.
Guiado por el “medico”, Inoue recorrería una serie de pasillos con paredes de madera que resultaban un tanto laberinticos. Pero no fueron más que unos minutos de caminata hasta que ambos llegaron a una gran habitación, calurosa por las llamas que había en una gran chimenea de piedra, trémulamente iluminada. Les estaban esperando dos pares de ojos ansiosos; Hakagurē estaba arrodillado junto al fuego, sudando mientras le arrojaba leña para que se mantuviera ardiendo. El hombre de la joroba estaba apoyado junto a una improvisada cama colmada de pieles gruesas. Plácidamente acomodada en la misma yacía aquel pálido ser femenino que hasta hace unos minutos se consideraba muerto.
El veterinario observo con cuidado aquella escena tan similar a un velatorio antes de hablar:
—¡¿Ahora en que problemas nos has metido, tú, endemoniado tuerto?!
—¡Que yo no he sido, condenado bigote de morsa! —replico, como si aquel tipo de acusación y defensa fuesen algo ya habitual entre ellos—. Estos chicos la encontraron medio enterrada en la nieve mientras daban un paseo.
»Vamos, tienes que hacer algo; ya sabes lo delicado y temperamental que puede ser Sarutobi-sama cuando de sus amados turistas se trata.
—Ya, ya, no caigas en pánico; hare lo que pueda —prometió, más por cuidar su propio pellejo que por empatía.
Aquel sujeto de portentoso bigote se colocó al lado de aquel lecho cálido y comenzó a revisar minuciosamente a la paciente. Verifico su cuerpo parte por parte, sin perder detalle alguno. Y mientras el silencio vocal se hacía más marcado, el crepitar del fuego se hacía más ominoso, al igual que el bailar de las sombras en los rostros de los presentes. Lo más desesperante de todo era que la expresión del doctor no decía nada; su único medio de comunicación era el regular danzar de su rubio bigote, un leguaje que resultaba tan incomprensible como molesto y exagerado. Luego de un examen general, recurrió a un artilugio que consistía en una especie de placa metálica conectada por medio de cables a los oídos del examinador, quien utilizaba dicho aparato para buscar signos de vida a través de los sonidos del cuerpo.
No le tomo mucho el terminar y adoptar una expresión de severo cansancio..., casi de pesar.
—Bueno, les tengo a todos buenas y malas noticias… ¿Cuáles quieren escuchar primero? —pregunto con rostro pétreo.
Lo adecuado hubiese sido que el encargado del establecimiento fuese quien lidiase con el peso de aquellas preguntas, pero al igual que como le faltaba un ojo, también le faltaban agallas para elegir aquello que debía de escuchar.