14/10/2017, 16:28
—Ay, ay, ay... —gimoteaba Ayame, con la mano apoyada en la parte baja de su espalda.
Intentó levantarse, pero sus pies resbalaron en cuanto intentó apoyar el peso de su cuerpo en ellos. Extrañada, miró a su alrededor. Y lo que vio no le gustó nada. Se encontraba en una zona totalmente lisa de la cueva, pero el suelo no era de roca sino que lo cubría una gruesa capa de hielo. Aquí y allá varias rocas tan grandes como ella sobresalían de aquel océano congelado.
—Oh, no... ¿Y ahora qué hago? —se lamentó, alzando la mirada.
Después de tropezar, había caído a través de un agujero que ahora veía en el techo y que quedaba en aquellos momentos a unos tres metros por encima de su cabeza. Tozuda como sólo ella podía ser, Ayame apoyó las manos con cuidado en el hielo, pero cuando se dispuso a reincorporarse volvió a resbalarse y quedó de nuevo allí tendida.
—¡Jooooo!
Y de repente, una voz a lo lejos la sobresaltó.
—¡Sal de tu escondite! Tengo dos quelíceros y no dudaré en usarlos, ¡Vamos, muéstrate!
«¿Que... quelíceros...?» Se preguntó, profundamente confundida. Que ella supiera, los quelíceros eran las piezas que muchos arácnidos tenían justo antes de la boca y que utilizaban para agarrar a sus presas e inocularles veneno. Y que ella supiera también, los arácnidos no podían hablar. Así que, ¿a qué demonios se estaba refiriendo aquel que le había hablado?
Sacudió la cabeza, restándole importancia y tomó aire.
—Ha... ¿Hay alguien ahí? ¡Ayuda! ¡No puedo salir de aquí! —exclamó, con todas sus fuerzas. No terminaba de sentir demasiada confianza hacia el que había hablado, y menos después de que lo primero que le había dirigido había sido una clara amenaza...
Pero en aquellos momentos sólo le preocupaba salir de allí. Ya se encargaría más tarde de defenderse...
Intentó levantarse, pero sus pies resbalaron en cuanto intentó apoyar el peso de su cuerpo en ellos. Extrañada, miró a su alrededor. Y lo que vio no le gustó nada. Se encontraba en una zona totalmente lisa de la cueva, pero el suelo no era de roca sino que lo cubría una gruesa capa de hielo. Aquí y allá varias rocas tan grandes como ella sobresalían de aquel océano congelado.
—Oh, no... ¿Y ahora qué hago? —se lamentó, alzando la mirada.
Después de tropezar, había caído a través de un agujero que ahora veía en el techo y que quedaba en aquellos momentos a unos tres metros por encima de su cabeza. Tozuda como sólo ella podía ser, Ayame apoyó las manos con cuidado en el hielo, pero cuando se dispuso a reincorporarse volvió a resbalarse y quedó de nuevo allí tendida.
—¡Jooooo!
Y de repente, una voz a lo lejos la sobresaltó.
—¡Sal de tu escondite! Tengo dos quelíceros y no dudaré en usarlos, ¡Vamos, muéstrate!
«¿Que... quelíceros...?» Se preguntó, profundamente confundida. Que ella supiera, los quelíceros eran las piezas que muchos arácnidos tenían justo antes de la boca y que utilizaban para agarrar a sus presas e inocularles veneno. Y que ella supiera también, los arácnidos no podían hablar. Así que, ¿a qué demonios se estaba refiriendo aquel que le había hablado?
Sacudió la cabeza, restándole importancia y tomó aire.
—Ha... ¿Hay alguien ahí? ¡Ayuda! ¡No puedo salir de aquí! —exclamó, con todas sus fuerzas. No terminaba de sentir demasiada confianza hacia el que había hablado, y menos después de que lo primero que le había dirigido había sido una clara amenaza...
Pero en aquellos momentos sólo le preocupaba salir de allí. Ya se encargaría más tarde de defenderse...