3/12/2017, 04:21
Kōtetsu se mantenía caminando lentamente, pisando con cuidado, procurando no tropezar con algún montículo oculto por el blanco permanente que cubría el pueblo. Sepayauitl se mantenía brincando de un sitio a otro con la curiosidad y el miedo de un joven ciervo que explora una desconocida región del bosque. Los aldeanos le ignoraban marcadamente, acostumbrados al comportamiento excéntrico de aquellos turistas que tan comunes eran últimamente. Pero el joven mantenía sus grises ojos fijos en ella, siguiéndole con paciencia y cierto grado de diversión.
Pensaba en las innumerables posibilidades del origen de aquella chica cuando su compañero le dirigió la palabra, un leve hablar en medio del constante aullido del frio viento.
—Esto... Koutetsu, no estarás enojado por no haberte dicho que era un ninja, ¿o sí? —pregunto con cautela mientras se acercaba, sin poder ocultar un leve rastro de vergüenza en su rostro—. Quiero que sepas que lo siento, no pretendía engañarte, solo es que... Estamos de vacaciones ¿sabes?
El Hakagurē le miraba con una expresión indescifrable: mantenía una serenidad que hacía difícil el adivinar si es que había algo de enojo o indignación en su ser. Por un instante aparto su vista de la aborigen, y observo de forma serena y escrutadora a Inoue, como dilucidando que clase de respuesta encajaría mejor con el estado de ánimo que aparentaba.
—No tengo razones para molestarme, hiciste lo que cualquier ninja prudente haría —sentencio, para luego girar el rostro y volver a enfocarse en la inquieta muchacha—. Además, resulto muy útil que fueses un usuario de ninjutsu médico.
El nativo de Amegakure se aventuró a contestar la pregunta, y a esperar una respuesta.
—¡Todos quieren ver al señor Shinda! —les replico con molestia la voz que yacía tras la vieja puerta—. Les pregunte qué es lo que buscaban… Acaso, ¿Son cobradores, abogados, religiosos, inversionistas, coleccionistas o alguna alimaña con un pasatiempo similar?
No era difícil suponer que la dueña de aquella voz tenía un carácter formado por la terrible impresión que se había llevado de quienes presumían los títulos que acababa de nombrar de tan mala gana.
—¡No somos nada de eso! —respondió Kōtetsu, con severa tranquilidad—. Estamos aquí porque nos hemos visto envueltos en una situación más allá de nuestra comprensión y necesitamos el buen juicio del “guardián del conocimiento tradicional”.
Se hizo el silencio y la quietud durante unos segundos, y luego se escuchó el metálico sonido de una gran variedad de seguros, cadenillas y pestillos siendo removidos. La puerta se abrió con un profundo e inquietante chirrido, y en el oscuro portal se manifestó una figura femenina, alta y delgada, con un rostro joven y lozano, pero muy serio, casi pétreo.
La muchacha les hablo con una voz que en nada parecía posible para una chica que tuviese los diez y nueve años que aparentaba, ya que la misma era dura, áspera y opresiva; era similar a la voz que tuviese el arquetipo perfecto de una bibliotecaria vieja y malhumorada.
—¿Qué tan “incompresible” es el asunto que los trae hasta aquí? —pregunto con frialdad, escudriñando sus rostros.
—Pues es lo suficientemente sobrenatural como para hacerme dudar sobre si algunas de sus historias contienen más verdades de las que creía posibles.
—De acuerdo, ese es el tipo de cosas que el señor Shinda debe atender —admitió, dejando escapar un suspiro de decepción por no poder cerrarles la puerta en la cara y evitarse las molestias—. Pasen y caminen con cuidado.
El grupo entro, y en cuanto la puerta se vio cerrada la dura muchacha comenzó con su protocolo habitual.
—No parecen ser de por aquí… Si son turistas, necesitare que llenen un formulario, para desentendernos de algunas responsabilidades y evitar problemas —pidió con hastió.
—Adelántense ustedes, yo me encargare del papeleo —les animo el peliblanco, que se sabía cómo el único cuya paciencia sería capaz de lidiar con aquella mujer.
La casa era un lugar frio y tenuemente iluminado por multitud de pequeñas velas, cuyas trémulas llamas esclarecían el camino que debían de seguir. La luz les guiaba por un pacillo largo y estrecho donde el olor a hierbas aromatizantes era cada vez mayor. Había multitud de estantes y vitrinas llenas con recipientes misteriosos y adornos extraños, todos de aspecto un tanto místico y ceremonial. Al final de aquel recorrido, el pelirrojo y la fría chiquilla habrían de llegar a una especie de gran oficina abarrotada de cajones y libros, colmada por el denso y dulzón humo de extrañas esencias que se quemaban en braseros dorados que yacían colgando por encima de sus cabezas, unidos al techo con cadenas negras. Al centro mismo de la habitación, acomodado sobre un gran escritorio, completamente perdido en la interpretación de unos textos escritos en lenguas olvidadas hace eones, yacía un hombre canoso y con lentes, cubierto por una gruesa y cálida manta roja y fumando de una pipa hecha con el marfil de alguna morsa vieja que tenía los colmillos agrietados tras décadas de combate.
Cuando ambos estuviesen a suficiente distancia de aquel hombre, seria cuando recién el mismo reparase en ellos.
En aquel momento, el calor resultaba demasiado molesto para la muchacha de las nieves que, entre quejas, se deshizo de las gruesas pieles que le cubrían.
—¡Calor, ahogarme! —exclamo.
El anciano vio capturada su atención por aquel pequeño escándalo, por lo que alzo la vista y se ajustó los lentes, en preparación para dar una buena reprimenda. Su visión se enfocó justo a tiempo para ver como la pureza del cabello de Sepayauitl se expandía como una nube blanca, escoltada por la delicadeza de una piel casi albina y el azul ardiente de unos ojos que le miraban con frialdad.
—¡POR TODOS LOS DIOSES HELADOS! —exclamo el anciano Shinda, levantándose agitadamente para luego irse hacia atrás con su pesado, cómodo y bien ornamentado sillón.
—¿Qué fue lo que paso? —pregunto el Hakagurē, que llego a toda prisa luego de escuchar el fuerte grito—. Keisuke… Sepayauitl…
—¡Sepayauitl no hacer nada, inocente, muy confundida! —se adelantó a explicar, antes de que cualquier culpa cayese sobre ella, y levantando las manos en señal de inocencia—. ¡Pelirrojo, culpa, seguramente!
Pensaba en las innumerables posibilidades del origen de aquella chica cuando su compañero le dirigió la palabra, un leve hablar en medio del constante aullido del frio viento.
—Esto... Koutetsu, no estarás enojado por no haberte dicho que era un ninja, ¿o sí? —pregunto con cautela mientras se acercaba, sin poder ocultar un leve rastro de vergüenza en su rostro—. Quiero que sepas que lo siento, no pretendía engañarte, solo es que... Estamos de vacaciones ¿sabes?
El Hakagurē le miraba con una expresión indescifrable: mantenía una serenidad que hacía difícil el adivinar si es que había algo de enojo o indignación en su ser. Por un instante aparto su vista de la aborigen, y observo de forma serena y escrutadora a Inoue, como dilucidando que clase de respuesta encajaría mejor con el estado de ánimo que aparentaba.
—No tengo razones para molestarme, hiciste lo que cualquier ninja prudente haría —sentencio, para luego girar el rostro y volver a enfocarse en la inquieta muchacha—. Además, resulto muy útil que fueses un usuario de ninjutsu médico.
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El nativo de Amegakure se aventuró a contestar la pregunta, y a esperar una respuesta.
—¡Todos quieren ver al señor Shinda! —les replico con molestia la voz que yacía tras la vieja puerta—. Les pregunte qué es lo que buscaban… Acaso, ¿Son cobradores, abogados, religiosos, inversionistas, coleccionistas o alguna alimaña con un pasatiempo similar?
No era difícil suponer que la dueña de aquella voz tenía un carácter formado por la terrible impresión que se había llevado de quienes presumían los títulos que acababa de nombrar de tan mala gana.
—¡No somos nada de eso! —respondió Kōtetsu, con severa tranquilidad—. Estamos aquí porque nos hemos visto envueltos en una situación más allá de nuestra comprensión y necesitamos el buen juicio del “guardián del conocimiento tradicional”.
Se hizo el silencio y la quietud durante unos segundos, y luego se escuchó el metálico sonido de una gran variedad de seguros, cadenillas y pestillos siendo removidos. La puerta se abrió con un profundo e inquietante chirrido, y en el oscuro portal se manifestó una figura femenina, alta y delgada, con un rostro joven y lozano, pero muy serio, casi pétreo.
La muchacha les hablo con una voz que en nada parecía posible para una chica que tuviese los diez y nueve años que aparentaba, ya que la misma era dura, áspera y opresiva; era similar a la voz que tuviese el arquetipo perfecto de una bibliotecaria vieja y malhumorada.
—¿Qué tan “incompresible” es el asunto que los trae hasta aquí? —pregunto con frialdad, escudriñando sus rostros.
—Pues es lo suficientemente sobrenatural como para hacerme dudar sobre si algunas de sus historias contienen más verdades de las que creía posibles.
—De acuerdo, ese es el tipo de cosas que el señor Shinda debe atender —admitió, dejando escapar un suspiro de decepción por no poder cerrarles la puerta en la cara y evitarse las molestias—. Pasen y caminen con cuidado.
El grupo entro, y en cuanto la puerta se vio cerrada la dura muchacha comenzó con su protocolo habitual.
—No parecen ser de por aquí… Si son turistas, necesitare que llenen un formulario, para desentendernos de algunas responsabilidades y evitar problemas —pidió con hastió.
—Adelántense ustedes, yo me encargare del papeleo —les animo el peliblanco, que se sabía cómo el único cuya paciencia sería capaz de lidiar con aquella mujer.
La casa era un lugar frio y tenuemente iluminado por multitud de pequeñas velas, cuyas trémulas llamas esclarecían el camino que debían de seguir. La luz les guiaba por un pacillo largo y estrecho donde el olor a hierbas aromatizantes era cada vez mayor. Había multitud de estantes y vitrinas llenas con recipientes misteriosos y adornos extraños, todos de aspecto un tanto místico y ceremonial. Al final de aquel recorrido, el pelirrojo y la fría chiquilla habrían de llegar a una especie de gran oficina abarrotada de cajones y libros, colmada por el denso y dulzón humo de extrañas esencias que se quemaban en braseros dorados que yacían colgando por encima de sus cabezas, unidos al techo con cadenas negras. Al centro mismo de la habitación, acomodado sobre un gran escritorio, completamente perdido en la interpretación de unos textos escritos en lenguas olvidadas hace eones, yacía un hombre canoso y con lentes, cubierto por una gruesa y cálida manta roja y fumando de una pipa hecha con el marfil de alguna morsa vieja que tenía los colmillos agrietados tras décadas de combate.
Cuando ambos estuviesen a suficiente distancia de aquel hombre, seria cuando recién el mismo reparase en ellos.
En aquel momento, el calor resultaba demasiado molesto para la muchacha de las nieves que, entre quejas, se deshizo de las gruesas pieles que le cubrían.
—¡Calor, ahogarme! —exclamo.
El anciano vio capturada su atención por aquel pequeño escándalo, por lo que alzo la vista y se ajustó los lentes, en preparación para dar una buena reprimenda. Su visión se enfocó justo a tiempo para ver como la pureza del cabello de Sepayauitl se expandía como una nube blanca, escoltada por la delicadeza de una piel casi albina y el azul ardiente de unos ojos que le miraban con frialdad.
—¡POR TODOS LOS DIOSES HELADOS! —exclamo el anciano Shinda, levantándose agitadamente para luego irse hacia atrás con su pesado, cómodo y bien ornamentado sillón.
—¿Qué fue lo que paso? —pregunto el Hakagurē, que llego a toda prisa luego de escuchar el fuerte grito—. Keisuke… Sepayauitl…
—¡Sepayauitl no hacer nada, inocente, muy confundida! —se adelantó a explicar, antes de que cualquier culpa cayese sobre ella, y levantando las manos en señal de inocencia—. ¡Pelirrojo, culpa, seguramente!
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