15/12/2017, 04:37
La palabra secuestro se repitió infinitud de veces en la mente del peliblanco, hasta el punto de casi escandalizarlo; pero su rostro se mantuvo sereno, sin dar muestra alguna de las inquietudes que discurrían y se acumulaban en su ser. Abrió la boca para contestar, pero la situación no permitía una de aquellas respuestas sencillas que tanto gustaba de usar.
—Pero, ¿eso no sería una última alternativa? —se atrevió a preguntar, en un susurro tan bien disimulado que era casi inexistente.
—Igual no tenemos muchas opciones, estamos metidos hasta el cuello en este asunto... —sentencio el joven de ojos melíferos.
Kōtetsu se abstrajo de la situación durante unos momentos; paseo su gris y serena mirada por los presentes en la oficina, mientras su voz interior hacia cuenta y memoria de todos los hechos, mientras su mente trataba de crear un panorama favorable, alguna ruta que le permitiese salir airoso…, si es que tal cosa era posible.
Lo primero en lo que centró su atención fue en aquel sentimiento medio amargo que se engendraba en él al imaginarse secuestrando a aquella muchachita caótica pero “inocente”. Por supuesto, secuestros y situaciones de rehenes eran el quehacer diario de los verdaderos ninjas. Inclusive podría decirse que eran las situaciones más favorables, pues permitían resolver conflictos potencialmente grandes con un mínimo de violencia. Y aunque no era algo con lo cual estuviese en acuerdo, supo que de ser necesario habría de obrar según las costumbres de su oficio… Aunque también estaba el hecho de que secuestrar a un civil era algo sencillo, pero aquella chiquilla podría resultar ser un problema; podría resultar ser más fuerte que cualquiera de ellos, y entonces sabrían que habían tomado la opción equivocada, todo cuando ya fuese demasiado tarde. Pero… dado como se encontraban, aquello no era muy diferente a tenerla de rehén: la tenían en el pueblo, acompañada y bien vigilada. En caso de un conflicto tendrían la ventaja al negociar, pues no tenían a un simple sabio o embajador, tenían en sus manos a una princesa, una heredera…
De pronto, una idea salvaje se aferró a los calmados pensamientos del Hakagurē, sacudiéndolos y estrangulándolos con violencia.
—¡Espera un momento, Sapayauitl! —no conocía bien los protocolos conflictivos, pero sabía algo sobre la naturaleza de quienes resolvían los problemas—. Si la situación es tan grave y amenazante, y hay tanto odio de por medio, como es que tu pueblo envió a una “princesa” como mediadora y no aun sabio con su debida escolta de guerreros —ya estaba poniéndose nervioso, y su rostro y voz comenzaban a demostrarlo—. ¡Es más!, ¿Qué estabas haciendo en el sitio en donde te encontramos?
La muchacha desvió la mirada, como un niño que se ha visto puesto en evidencia; pero luego de unos instantes de acosadoras miradas decidió confesar:
—Líder, mayoría Seltkalt, no querer más tregua, querer atacar, destruir, pronto, rápido… Yo, querer evitar, guerra ser mal de tierra nuestra, no ser último deseo de padre… Yo escapar, llamar nieve, evadir cuidadores, acercarme a pueblo, mucha energía usada, caer inconsciente.
—En otras palabras… —la compostura regreso a su ser, como luchando contra la creciente ansiedad—: escapaste de casa y de tus guardaespaldas, sin avisar a nadie de adonde ibas ni que intenciones tenías, en una especie de desesperada y suicida misión diplomática. Y como si la situación entre los pobladores y los nativos no fuera suficientemente mala, a ojos de los tuyos esto ha de parecer un secuestro en toda la definición de la palabra.
—Si —se limitó a contestar ella.
—Menudo lio se ha armado…
—Sapayauitl tener valor, buenas intenciones.
—Sí, y también pareces tener carámbanos en el cerebro.
El silencio se hizo presente con la pesadez de una lápida mortuoria. Debieron de pasar minutos hasta que el frio viento comenzó a azotar la vieja casa, provocando que la madera se quejase, amenazando con la posibilidad de que alguna viga se rompiese. De pronto el silencio fue roto por el sabio:
—Esta decrepita casa terminara por venírseme encima un día de estos… Seguramente algún postigo volvió a desprenderse, ¿podrías ir y revisar Konohana?
La malhumorada asistente obedeció, y en silencio se retiró a cerciorarse de que todo estuviese en orden.
—Y ustedes… —El anciano fijo su cansada vista en el par de extranjeros—. Ya ven, así están las cosas. Díganme, ¿Qué piensan hacer ahora?
El joven peliblanco junto sus manos y cerró los ojos mientras meditaba su respuesta, para luego calmadamente decir:
—Siendo total y absolutamente honesto, soy el tipo de persona que no puede evitar meterse en problemas por inmiscuirse en asuntos ajenos, pero estamos hablando de una especie de guerra civil… No se trata de un grupo de bandidos, se trata de una guerra por motivos culturales, étnicos, raciales y POLITICOS; eso me supera totalmente.
»Además, no creo correcto o prudente el tomar partido, pues no conozco su historia y no tengo idea de quién puede estar en lo correcto y quien en lo equivocado.
—Jovencito… una vez que comienza la guerra todos nos vemos obligados a tomar partido, a elegir un bando, para bien o para mal.
—Bueno… entonces es mejor retirarnos antes de que inicie el conflicto.
—Adelante, cobarde, indiferente, correr, no necesitar, poder solucionar sola —exclamo la pálida jovencita, haciendo una especie de fingida rabieta orgullosa.
—Pues me parece bien que aprendan a solucionar sus propios problemas ancestrales —asevero, mostrándose un tanto molesto—. Es increíble: me aleje de la aldea precisamente porque quería evitar todo lo que tuviese que ver con conflictos políticos… Ah, pero en plenas vacaciones se me ocurre llevarme conmigo un supuesto cadáver para darle adecuada sepultura.
El joven se levantó tranquilamente y comenzó a caminar hacia la puerta, como quien decide olvidarse por completo de un problema ajeno, como ave que decide abandonar el árbol en el cual se ha posado, antes de que el incendio envuelva el bosque.
No había terminado de salir de la habitación cuando la muchacha de la nieves le salto encima.
—Esperar, no irse, ustedes traerme —exclamo, mientras se aferraba como un mono, haciendo el gesto que típicamente es previo a las lágrimas—. No poder apartar mirada, ser guerreros, tener deber.
—Vamos, suéltame, estas fría y pesada —dijo mientras se sacudía con pereza.
—No, tonto, no ayudar, malvado, querer abandonar —exclamo, entre molesta y a punto de llorar.
—No lograras convencerme con tu actuación de Tsundere —exclamo mientras trataba de separarse de ella con cuanta delicadeza le era posible—. Además, ¿alguna vez has estado en una batalla? ¿Tienes idea de lo terrible que es? ¿Sabes el tipo de cosas que tienen que hacer los guerreros como nosotros en situaciones como esas?
—¡Idiota! Por eso, querer, necesitar, evitar guerra —le reprendió la muchacha mientras tiraba de la cabellera del Hakagurē—. No importar si ser rehén o morir, ser deber de Sapayauitl.
De pronto la escena se vio interrumpida por la asistente del sabio, quien muy agitada dijo:
—¡Señor Shinda, algo extraño está pasando con la tormenta!
En silencio, el anciano se levantó y camino, lenta y torpemente. Como movidos por una orden invisible, los demás se verían llevados hasta el pórtico de aquella vieja estructura. El Sarutobi abrió la puerta y un viento de mal agüero golpeo su rostro, un viento que recordaba de hacía muchos años atrás. Incluso aquel par de extranjeros pudieron percibir que algo extraño pasaba: las nubes de nieve se arremolinaban alrededor del pueblo y se iban cerrando alrededor del mismo, como estrangulándolo. No era difícil reconocer que aquella misteriosa tormenta era inquietantemente parecida a la que los atrapo justo antes de encontrarse con la fémina helada.
—¿Cuánto ha pasado desde la última vez que la nieve traía consigo el olor de la muerte?
Kōtetsu abrió sus fosas nasales y aspiro un poco de la nieve que recién comenzaba a caer. Era débil y sutil, pero sin duda había en ella un cierto olor a descomposición, a algo muerto; acompañado por el aroma férreo de la sangre seca. De pronto la temperatura bajo bruscamente y una densa neblina se hizo presente: el pueblo, antes visible, quedo oculto tras una blanca cortina.
—Keisuke… —llamo el peliblanco en cuanto vio como decenas de ardientes estrellas azules, acomodadas en pares, se encendían a lo lejos, atravesando la densidad helada que los mantenía aislados, observando las nubecillas formadas por sus cálidos alientos.
»Tenías razón: ya estamos metidos hasta el cuello en este asunto —aseguro mientras daba un paso para retroceder, mientras se escuchaba multitud de pasos ajenos acercándose.
La muchacha de las nieves se soltó del genin y se refugió tras la pesada puerta, mientras el mismo extraía de entre sus ropas un par de objetos; uno era su bandana ninja y la otra su confiable katana. Se ajustó con fuerza y serenidad la primera, y se plantó con determinación mientras se preparaba para blandir la segunda.
—Rayos… Parece que hasta aquí han llegado nuestras amenas vacaciones.
—Pero, ¿eso no sería una última alternativa? —se atrevió a preguntar, en un susurro tan bien disimulado que era casi inexistente.
—Igual no tenemos muchas opciones, estamos metidos hasta el cuello en este asunto... —sentencio el joven de ojos melíferos.
Kōtetsu se abstrajo de la situación durante unos momentos; paseo su gris y serena mirada por los presentes en la oficina, mientras su voz interior hacia cuenta y memoria de todos los hechos, mientras su mente trataba de crear un panorama favorable, alguna ruta que le permitiese salir airoso…, si es que tal cosa era posible.
Lo primero en lo que centró su atención fue en aquel sentimiento medio amargo que se engendraba en él al imaginarse secuestrando a aquella muchachita caótica pero “inocente”. Por supuesto, secuestros y situaciones de rehenes eran el quehacer diario de los verdaderos ninjas. Inclusive podría decirse que eran las situaciones más favorables, pues permitían resolver conflictos potencialmente grandes con un mínimo de violencia. Y aunque no era algo con lo cual estuviese en acuerdo, supo que de ser necesario habría de obrar según las costumbres de su oficio… Aunque también estaba el hecho de que secuestrar a un civil era algo sencillo, pero aquella chiquilla podría resultar ser un problema; podría resultar ser más fuerte que cualquiera de ellos, y entonces sabrían que habían tomado la opción equivocada, todo cuando ya fuese demasiado tarde. Pero… dado como se encontraban, aquello no era muy diferente a tenerla de rehén: la tenían en el pueblo, acompañada y bien vigilada. En caso de un conflicto tendrían la ventaja al negociar, pues no tenían a un simple sabio o embajador, tenían en sus manos a una princesa, una heredera…
De pronto, una idea salvaje se aferró a los calmados pensamientos del Hakagurē, sacudiéndolos y estrangulándolos con violencia.
—¡Espera un momento, Sapayauitl! —no conocía bien los protocolos conflictivos, pero sabía algo sobre la naturaleza de quienes resolvían los problemas—. Si la situación es tan grave y amenazante, y hay tanto odio de por medio, como es que tu pueblo envió a una “princesa” como mediadora y no aun sabio con su debida escolta de guerreros —ya estaba poniéndose nervioso, y su rostro y voz comenzaban a demostrarlo—. ¡Es más!, ¿Qué estabas haciendo en el sitio en donde te encontramos?
La muchacha desvió la mirada, como un niño que se ha visto puesto en evidencia; pero luego de unos instantes de acosadoras miradas decidió confesar:
—Líder, mayoría Seltkalt, no querer más tregua, querer atacar, destruir, pronto, rápido… Yo, querer evitar, guerra ser mal de tierra nuestra, no ser último deseo de padre… Yo escapar, llamar nieve, evadir cuidadores, acercarme a pueblo, mucha energía usada, caer inconsciente.
—En otras palabras… —la compostura regreso a su ser, como luchando contra la creciente ansiedad—: escapaste de casa y de tus guardaespaldas, sin avisar a nadie de adonde ibas ni que intenciones tenías, en una especie de desesperada y suicida misión diplomática. Y como si la situación entre los pobladores y los nativos no fuera suficientemente mala, a ojos de los tuyos esto ha de parecer un secuestro en toda la definición de la palabra.
—Si —se limitó a contestar ella.
—Menudo lio se ha armado…
—Sapayauitl tener valor, buenas intenciones.
—Sí, y también pareces tener carámbanos en el cerebro.
El silencio se hizo presente con la pesadez de una lápida mortuoria. Debieron de pasar minutos hasta que el frio viento comenzó a azotar la vieja casa, provocando que la madera se quejase, amenazando con la posibilidad de que alguna viga se rompiese. De pronto el silencio fue roto por el sabio:
—Esta decrepita casa terminara por venírseme encima un día de estos… Seguramente algún postigo volvió a desprenderse, ¿podrías ir y revisar Konohana?
La malhumorada asistente obedeció, y en silencio se retiró a cerciorarse de que todo estuviese en orden.
—Y ustedes… —El anciano fijo su cansada vista en el par de extranjeros—. Ya ven, así están las cosas. Díganme, ¿Qué piensan hacer ahora?
El joven peliblanco junto sus manos y cerró los ojos mientras meditaba su respuesta, para luego calmadamente decir:
—Siendo total y absolutamente honesto, soy el tipo de persona que no puede evitar meterse en problemas por inmiscuirse en asuntos ajenos, pero estamos hablando de una especie de guerra civil… No se trata de un grupo de bandidos, se trata de una guerra por motivos culturales, étnicos, raciales y POLITICOS; eso me supera totalmente.
»Además, no creo correcto o prudente el tomar partido, pues no conozco su historia y no tengo idea de quién puede estar en lo correcto y quien en lo equivocado.
—Jovencito… una vez que comienza la guerra todos nos vemos obligados a tomar partido, a elegir un bando, para bien o para mal.
—Bueno… entonces es mejor retirarnos antes de que inicie el conflicto.
—Adelante, cobarde, indiferente, correr, no necesitar, poder solucionar sola —exclamo la pálida jovencita, haciendo una especie de fingida rabieta orgullosa.
—Pues me parece bien que aprendan a solucionar sus propios problemas ancestrales —asevero, mostrándose un tanto molesto—. Es increíble: me aleje de la aldea precisamente porque quería evitar todo lo que tuviese que ver con conflictos políticos… Ah, pero en plenas vacaciones se me ocurre llevarme conmigo un supuesto cadáver para darle adecuada sepultura.
El joven se levantó tranquilamente y comenzó a caminar hacia la puerta, como quien decide olvidarse por completo de un problema ajeno, como ave que decide abandonar el árbol en el cual se ha posado, antes de que el incendio envuelva el bosque.
No había terminado de salir de la habitación cuando la muchacha de la nieves le salto encima.
—Esperar, no irse, ustedes traerme —exclamo, mientras se aferraba como un mono, haciendo el gesto que típicamente es previo a las lágrimas—. No poder apartar mirada, ser guerreros, tener deber.
—Vamos, suéltame, estas fría y pesada —dijo mientras se sacudía con pereza.
—No, tonto, no ayudar, malvado, querer abandonar —exclamo, entre molesta y a punto de llorar.
—No lograras convencerme con tu actuación de Tsundere —exclamo mientras trataba de separarse de ella con cuanta delicadeza le era posible—. Además, ¿alguna vez has estado en una batalla? ¿Tienes idea de lo terrible que es? ¿Sabes el tipo de cosas que tienen que hacer los guerreros como nosotros en situaciones como esas?
—¡Idiota! Por eso, querer, necesitar, evitar guerra —le reprendió la muchacha mientras tiraba de la cabellera del Hakagurē—. No importar si ser rehén o morir, ser deber de Sapayauitl.
De pronto la escena se vio interrumpida por la asistente del sabio, quien muy agitada dijo:
—¡Señor Shinda, algo extraño está pasando con la tormenta!
En silencio, el anciano se levantó y camino, lenta y torpemente. Como movidos por una orden invisible, los demás se verían llevados hasta el pórtico de aquella vieja estructura. El Sarutobi abrió la puerta y un viento de mal agüero golpeo su rostro, un viento que recordaba de hacía muchos años atrás. Incluso aquel par de extranjeros pudieron percibir que algo extraño pasaba: las nubes de nieve se arremolinaban alrededor del pueblo y se iban cerrando alrededor del mismo, como estrangulándolo. No era difícil reconocer que aquella misteriosa tormenta era inquietantemente parecida a la que los atrapo justo antes de encontrarse con la fémina helada.
—¿Cuánto ha pasado desde la última vez que la nieve traía consigo el olor de la muerte?
Kōtetsu abrió sus fosas nasales y aspiro un poco de la nieve que recién comenzaba a caer. Era débil y sutil, pero sin duda había en ella un cierto olor a descomposición, a algo muerto; acompañado por el aroma férreo de la sangre seca. De pronto la temperatura bajo bruscamente y una densa neblina se hizo presente: el pueblo, antes visible, quedo oculto tras una blanca cortina.
—Keisuke… —llamo el peliblanco en cuanto vio como decenas de ardientes estrellas azules, acomodadas en pares, se encendían a lo lejos, atravesando la densidad helada que los mantenía aislados, observando las nubecillas formadas por sus cálidos alientos.
»Tenías razón: ya estamos metidos hasta el cuello en este asunto —aseguro mientras daba un paso para retroceder, mientras se escuchaba multitud de pasos ajenos acercándose.
La muchacha de las nieves se soltó del genin y se refugió tras la pesada puerta, mientras el mismo extraía de entre sus ropas un par de objetos; uno era su bandana ninja y la otra su confiable katana. Se ajustó con fuerza y serenidad la primera, y se plantó con determinación mientras se preparaba para blandir la segunda.
—Rayos… Parece que hasta aquí han llegado nuestras amenas vacaciones.