17/12/2017, 03:07
—Errado, no ser gente de Sapayauitl, ser gente de mismo lugar que extraños. Ser su gente, no mía.
Aquella declaración logro dejar perplejo al muchacho de blanca cabellera. Sintió ganas de reclamar, pues aquel no era momento para andarse con bromas o acertijos: estaban cercados por una impenetrable cortina de nieve y rodeados por muchos ojos que les miraban intensamente, sin siquiera pestañear.
—La… La muerte es blanca y tiene los ojos azules —tartamudeo el anciano, quien empezaba a retroceder, asustado.
Al poco tiempo, todo se hizo claro:
Desde el interior de la congelada nube emergió una pálida figura humanoide que se movía con lentitud y torpeza. De lejos no sería difícil el confundirla con un hombre que anduviese débil, extraviado y con hipotermia, pero a la poca distancia que estaban resultaba terriblemente fácil el darse cuenta que aquello no era humano, al menos ya no. Se trataba de un cadáver parcialmente mutilado, cuyo estado era el de una putrefacción suspendida por la escarcha, reanimado por una desconocida y maléfica arte ancestral que le confería a sus ojos el brillo azulado de un fuego helado. Sostenía con mortuoria firmeza una delgada lanza de hierro y portaba una armadura de cuero que cubría la mayor parte de su muerto ser. Por el diseño podía adivinarse que en vida había sido un soldado de algún país extranjero, un mercenario probablemente.
—¡No me lo creo! —exclamo el Hakagurē al ver a tan siniestro ser—. ¡Que abominación!
Aquel ser tambaleante le provocaba una indignación mucho mayor que cualquier miedo que pudiese sentir: su mera existencia era una terrible ofensa contra el orden natural, contra el ciclo de la vida y la muerte; si había algo en lo que creía es que después de muerto todos merecían el descansar en paz, y no ser reducidos a marionetas sin voluntad alguna. Entre las viejas historias de su familia, se relataba como habían luchado durante mucho tiempo contra todo intento de necromancia, pues para ellos resultaba el peor de todos los tabús: “Lo muerto, muerto debe permanecer”. Él jamás le había prestado mucha atención a tales cuentos, para él eran solo fantasías entretenidas…, hasta ahora: ahora que tenia de frente una de las manifestaciones más aberrantes del mundo, comprendía en carne propia el odio que su familia (altos respetuosos de la muerte y sus ceremonias) sentía hacia la existencia de aquellos seres.
De pronto, la solitaria figura se vio acompañada por sus similares, más muertos que emergían desde más allá de la blanca pared que les aislaba del resto del pueblo. Se movían con pesadez, arrastrando los pies, casi caminando sin rumbo, hasta que… En cierto instante el viento dejo de aullar y los “no muertos” se detuvieron al unísono. La nieve seguía arremolinándose en ominoso silencio. Y entonces las criaturas despertaron de su letargo, levantaron la vista y la enfocaron en aquellas blandas y cálidas formas de vida.
Kōtetsu se encontraba justo frente a la casa cuando el primer no muerto ataco.
—¡Atento, Keisuke! —exclamo, al ver como su enemigo se movía con la misma energía y el doble de salvajismo que cuando estuviese con vida.
Antes de que pudiese darle alcance con sus putrefactas y frías manos, el peliblanco le descargo un sablazo que le cerceno una extremidad. Para sorpresa del mismo, tanto el brazo cortado como el resto del cuerpo seguían moviéndose con siniestra potencia, sin mostrar rastro alguno de dolor… Y como si fuera poco, ya otro más se había arrojado a por el muchacho de ojos melíferos, en una carga que demostraba que su carencia de vida solo era comparable a su carencia de miedo.
Después de unos segundos de lucha, y de un grito desgarrador por parte de la asistente de Shinda, el resto de soldados muertos comenzó a arrojarse uno por uno contra el par de jóvenes.
Aquella declaración logro dejar perplejo al muchacho de blanca cabellera. Sintió ganas de reclamar, pues aquel no era momento para andarse con bromas o acertijos: estaban cercados por una impenetrable cortina de nieve y rodeados por muchos ojos que les miraban intensamente, sin siquiera pestañear.
—La… La muerte es blanca y tiene los ojos azules —tartamudeo el anciano, quien empezaba a retroceder, asustado.
Al poco tiempo, todo se hizo claro:
Desde el interior de la congelada nube emergió una pálida figura humanoide que se movía con lentitud y torpeza. De lejos no sería difícil el confundirla con un hombre que anduviese débil, extraviado y con hipotermia, pero a la poca distancia que estaban resultaba terriblemente fácil el darse cuenta que aquello no era humano, al menos ya no. Se trataba de un cadáver parcialmente mutilado, cuyo estado era el de una putrefacción suspendida por la escarcha, reanimado por una desconocida y maléfica arte ancestral que le confería a sus ojos el brillo azulado de un fuego helado. Sostenía con mortuoria firmeza una delgada lanza de hierro y portaba una armadura de cuero que cubría la mayor parte de su muerto ser. Por el diseño podía adivinarse que en vida había sido un soldado de algún país extranjero, un mercenario probablemente.
—¡No me lo creo! —exclamo el Hakagurē al ver a tan siniestro ser—. ¡Que abominación!
Aquel ser tambaleante le provocaba una indignación mucho mayor que cualquier miedo que pudiese sentir: su mera existencia era una terrible ofensa contra el orden natural, contra el ciclo de la vida y la muerte; si había algo en lo que creía es que después de muerto todos merecían el descansar en paz, y no ser reducidos a marionetas sin voluntad alguna. Entre las viejas historias de su familia, se relataba como habían luchado durante mucho tiempo contra todo intento de necromancia, pues para ellos resultaba el peor de todos los tabús: “Lo muerto, muerto debe permanecer”. Él jamás le había prestado mucha atención a tales cuentos, para él eran solo fantasías entretenidas…, hasta ahora: ahora que tenia de frente una de las manifestaciones más aberrantes del mundo, comprendía en carne propia el odio que su familia (altos respetuosos de la muerte y sus ceremonias) sentía hacia la existencia de aquellos seres.
De pronto, la solitaria figura se vio acompañada por sus similares, más muertos que emergían desde más allá de la blanca pared que les aislaba del resto del pueblo. Se movían con pesadez, arrastrando los pies, casi caminando sin rumbo, hasta que… En cierto instante el viento dejo de aullar y los “no muertos” se detuvieron al unísono. La nieve seguía arremolinándose en ominoso silencio. Y entonces las criaturas despertaron de su letargo, levantaron la vista y la enfocaron en aquellas blandas y cálidas formas de vida.
Kōtetsu se encontraba justo frente a la casa cuando el primer no muerto ataco.
—¡Atento, Keisuke! —exclamo, al ver como su enemigo se movía con la misma energía y el doble de salvajismo que cuando estuviese con vida.
Antes de que pudiese darle alcance con sus putrefactas y frías manos, el peliblanco le descargo un sablazo que le cerceno una extremidad. Para sorpresa del mismo, tanto el brazo cortado como el resto del cuerpo seguían moviéndose con siniestra potencia, sin mostrar rastro alguno de dolor… Y como si fuera poco, ya otro más se había arrojado a por el muchacho de ojos melíferos, en una carga que demostraba que su carencia de vida solo era comparable a su carencia de miedo.
Después de unos segundos de lucha, y de un grito desgarrador por parte de la asistente de Shinda, el resto de soldados muertos comenzó a arrojarse uno por uno contra el par de jóvenes.