17/12/2017, 17:29
Yota fue, desde su nacimiento, parte de la raíz que compone a Kusagakure. Todos y cada uno de sus ninjas nativos forman parte de esa unión conexa entre ellos y el bosque, que les permitía conocer sus tierras tan bien que incluso algunos se consideran la naturaleza misma. A él, sin embargo, le bastó con poder partir de su ciudad y aventurarse hasta las lejanías del mismísimo País del Bosque sin mayor problema. Tendría que debatirse con el cansancio en algunos tramos de la ruta, y también con el frío pues para aquel entonces aún era invierno, pero más allá de eso, dar con el Bosque de Hongos —y atravesarlo sin penuria alguna, desde luego—, no resultó ser ningún inconveniente, ni para él ni para aquella araña parlanchina que iba cociéndole el oído sin parar.
La noche se anunció, y como buen ninja, Yota previó dormir en las alturas. A la mañana siguiente, continuó.
Mientras más se desviaba hacia el este, sin embargo, mayor se iba haciendo su desconocimiento del camino. Atrás iban quedando los frondosos paisajes vegetales y de a poco el horizonte se iba convirtiendo en grandes planicies que, tras los Arrozales del silencio, el terreno comenzó a deformarse en espaciosos terrenos más cálidos que se abrían paso entre enormes acantilados, deformaciones tectónicas en forma de altas montañas y, desde luego; el mar rompiente azotando las costas.
Aquel gran País, tan nuevo e inexplorado por el mismísimo Yota, le recibió de lleno. Y aunque bien podía haber sido a miles y miles de kilómetros de donde él estaba, el Kusajin escuchó un lejano trueno. Apenas perceptible, pero que por alguna razón retumbó fuerte en su cabeza.
Y un sutil destello allá en el cielo, más allá de donde su vista podía alcanzar.
La villa de las aguas termales tenía su nombre bien ganado. No había sitio en Oonindo cuyo nombre no fuera, además, tan literal como el suyo, dado que Yugakure sintetizaba en un sólo lugar la historia de Kaminari. Además, al cruzar el arco de roca que daba la bienvenida a sus cimientos, ya la misma empezaba a tener a sus costados diversos establecimientos que daban finalmente hasta acantilados de donde provenía, en mayor parte, el agua que se usaba para sus famosos baños públicos y privados termales.
Siguiendo las direcciones que el dependiente le había dado, Yota logró atravesar las calles principales y adentrarse finalmente hasta un hostal cuyo cartel relataba: La centella.
La centella era un espacioso establecimiento que ofrecía hospedaje. En la recepción, una mujer que probablemente aparentaba unos cuarenta, torció el gesto cuando la voz de Yota le sacó de su ensimismamiento. Le miró con gesto dubitativo y se sorprendió cuando vio el símbolo de la bandana que éste vestía. Sin contar también a la supuestamente inofensiva araña que le hizo temblar de grima.
—Inofensiva es última palabra que me puede venir a la cabeza después de ver a esa cosa, muchacho. Tampoco sé si aplica en éste caso, dado que es la primera vez... pero no se aceptan mascotas en el establecimiento, ya sabes —luego buscó entre sus registros, y alzó la mirada, inquisitiva—. El doctor Hibana salió más temprano, pero no debe tardar en volver. ¿Querrías esperarlo, muchacho?
La noche se anunció, y como buen ninja, Yota previó dormir en las alturas. A la mañana siguiente, continuó.
Mientras más se desviaba hacia el este, sin embargo, mayor se iba haciendo su desconocimiento del camino. Atrás iban quedando los frondosos paisajes vegetales y de a poco el horizonte se iba convirtiendo en grandes planicies que, tras los Arrozales del silencio, el terreno comenzó a deformarse en espaciosos terrenos más cálidos que se abrían paso entre enormes acantilados, deformaciones tectónicas en forma de altas montañas y, desde luego; el mar rompiente azotando las costas.
Aquel gran País, tan nuevo e inexplorado por el mismísimo Yota, le recibió de lleno. Y aunque bien podía haber sido a miles y miles de kilómetros de donde él estaba, el Kusajin escuchó un lejano trueno. Apenas perceptible, pero que por alguna razón retumbó fuerte en su cabeza.
Y un sutil destello allá en el cielo, más allá de donde su vista podía alcanzar.
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La villa de las aguas termales tenía su nombre bien ganado. No había sitio en Oonindo cuyo nombre no fuera, además, tan literal como el suyo, dado que Yugakure sintetizaba en un sólo lugar la historia de Kaminari. Además, al cruzar el arco de roca que daba la bienvenida a sus cimientos, ya la misma empezaba a tener a sus costados diversos establecimientos que daban finalmente hasta acantilados de donde provenía, en mayor parte, el agua que se usaba para sus famosos baños públicos y privados termales.
Siguiendo las direcciones que el dependiente le había dado, Yota logró atravesar las calles principales y adentrarse finalmente hasta un hostal cuyo cartel relataba: La centella.
La centella era un espacioso establecimiento que ofrecía hospedaje. En la recepción, una mujer que probablemente aparentaba unos cuarenta, torció el gesto cuando la voz de Yota le sacó de su ensimismamiento. Le miró con gesto dubitativo y se sorprendió cuando vio el símbolo de la bandana que éste vestía. Sin contar también a la supuestamente inofensiva araña que le hizo temblar de grima.
—Inofensiva es última palabra que me puede venir a la cabeza después de ver a esa cosa, muchacho. Tampoco sé si aplica en éste caso, dado que es la primera vez... pero no se aceptan mascotas en el establecimiento, ya sabes —luego buscó entre sus registros, y alzó la mirada, inquisitiva—. El doctor Hibana salió más temprano, pero no debe tardar en volver. ¿Querrías esperarlo, muchacho?