14/01/2018, 20:25
Y, cómo no, Umikiba Kaido atravesó el umbral de aquél lúgubre y acogedor tugurio como si Los kunai cruzados le perteneciese. Pero no. Aquella taberna no era suya, sino también el lugar de muchos otros como él. De unos tantos contrariados que bien habían tenido un pésimo día y que, sin ánimos de llevar las malas energías consigo a sus hogares, preferían descargarse con la jarra de cerveza. Otros, más parranderos, tan sólo eran asiduos por el más interesante cotilleo que se cuajaba dentro, una vez que el juicio de sus visitantes se viera afectado y entorpecido por los efectos del alcohol.
El qué le había llevado hasta allí, no obstante, permanecía siendo un misterio incluso para él mismo. Quizás, no quería volver sólo a encerrarse entre las paredes metálicas de su piso, en donde sólo le aguardaba la soledad y los impiadosos recuerdos de su última misión. Aquella que le perseguía como si él fuese una foca, y no el tiburón.
Pero escapar de su realidad iba a ser más difícil de lo que pensaba. Porque, apenas se vio cubierto por el techo del bar; se encontró de lleno con la cara de Amedama Daruu.
No había vuelto a hablar con él desde entonces. Ni con Mogura. Y mucho menos con Ayame.
Se le quedó viendo con nostalgia, apenas perceptible, y se armó de valor para abalanzarse hasta la mesa que ocupaba él y saludarle. Era lo menos que podía hacer, después de aquello. Después de haber asesinado juntos por el bienestar de una compañera.
Y como si se tratase del encuentro más casual del mundo, soltó:
—¿Qué hay? —de nuevo, aquella sonrisa. Pero no tan cándida y apabullante como las anteriores. Era una más acomedida, más sensata. Una que no buscaba amedrentar, no al menos en esa ocasión.
El qué le había llevado hasta allí, no obstante, permanecía siendo un misterio incluso para él mismo. Quizás, no quería volver sólo a encerrarse entre las paredes metálicas de su piso, en donde sólo le aguardaba la soledad y los impiadosos recuerdos de su última misión. Aquella que le perseguía como si él fuese una foca, y no el tiburón.
Pero escapar de su realidad iba a ser más difícil de lo que pensaba. Porque, apenas se vio cubierto por el techo del bar; se encontró de lleno con la cara de Amedama Daruu.
No había vuelto a hablar con él desde entonces. Ni con Mogura. Y mucho menos con Ayame.
Se le quedó viendo con nostalgia, apenas perceptible, y se armó de valor para abalanzarse hasta la mesa que ocupaba él y saludarle. Era lo menos que podía hacer, después de aquello. Después de haber asesinado juntos por el bienestar de una compañera.
Y como si se tratase del encuentro más casual del mundo, soltó:
—¿Qué hay? —de nuevo, aquella sonrisa. Pero no tan cándida y apabullante como las anteriores. Era una más acomedida, más sensata. Una que no buscaba amedrentar, no al menos en esa ocasión.