14/01/2018, 20:40
Reiji se largó, y los cuervos quedaron en su lugar, representándoles. Pero más que vigilar, ambos animales presenciaron una apalabrada y sincera conversación entre ellos dos, que entablaron palabras como caballeros. Sin tapujos ni evasivas, con la verdad por delante. Yogaru dejó de ser aquel malhumorado chef de alta gama y se convirtió en el tipo protector que había introducido a Mirogata bajo el cuidado de sus alas. Yoru y Kiara lo pudieron presenciar. Pudieron presenciar el perdón, por delante, y la reprimenda, después. De como la verguenza de pronto se convertía en un motivo para superar, que a conciencia no era sino el vestigio de una hermandad que mucho le había costado ver. ¿El trabajo duro? ¿las largas jornadas laborales, practicando aquel platillo que tanto le costaba elaborar? ¿le valió la pena a él quejarse de todo aquello y traicionar la confianza de aquel que le dio la oportunidad?
Pronto supo que, no. No lo valía. Ni tener su propio restaurante, ni tener traicionar a su jefe.
Pero Yogaru no era un hombre de perder batallas. Ni tampoco la fe. Ni en él, ni en su souschef.
Mientras el Karasukage avanzaba —de nuevo—, a través de las calles de su aldea, podía percibir un aroma. El aroma a traición. Aquel que le hizo confiar en sus instintos a la hora de señalar a Mirogata como sospechoso, y aquel que ahora le decía que a Mirogata, probablemente, le hubiesen hecho la cruz.
Entonces, Reiji tuvo que detenerse un momento. A pensar. A pensar bien su próximo movimiento.
¿Qué era lo que había dejado escapar?
El pergamino. ¿Se había detenido a revisar si era el real? ¿si el hombre de la nariz torcida le había entregado el verdadero?
A unos cuantos metros, pudo visualizarlo. Era innegable. Aquel tabique desviado era tan inusual que probablemente no pudiese tratarse de alguien más. Se le veía muy cómodo encima de un carruaje y, lamentablemente, ya se encontraba avanzando por fuera de las puertas de la aldea. Alejándose a paso fino de los caballos que tiraban del carro de madera.
Pronto supo que, no. No lo valía. Ni tener su propio restaurante, ni tener traicionar a su jefe.
Pero Yogaru no era un hombre de perder batallas. Ni tampoco la fe. Ni en él, ni en su souschef.
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Mientras el Karasukage avanzaba —de nuevo—, a través de las calles de su aldea, podía percibir un aroma. El aroma a traición. Aquel que le hizo confiar en sus instintos a la hora de señalar a Mirogata como sospechoso, y aquel que ahora le decía que a Mirogata, probablemente, le hubiesen hecho la cruz.
Entonces, Reiji tuvo que detenerse un momento. A pensar. A pensar bien su próximo movimiento.
¿Qué era lo que había dejado escapar?
El pergamino. ¿Se había detenido a revisar si era el real? ¿si el hombre de la nariz torcida le había entregado el verdadero?
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A unos cuantos metros, pudo visualizarlo. Era innegable. Aquel tabique desviado era tan inusual que probablemente no pudiese tratarse de alguien más. Se le veía muy cómodo encima de un carruaje y, lamentablemente, ya se encontraba avanzando por fuera de las puertas de la aldea. Alejándose a paso fino de los caballos que tiraban del carro de madera.