18/08/2015, 12:06
(Última modificación: 18/08/2015, 12:35 por Aotsuki Ayame.)
Era un día bonito. Todo lo bonito que se puede ser en una aldea que está sometida las veinticuatro horas del día a un inclemente aguacero.
Quizás fuera el hecho de que adoraba la lluvia. Quizás fuera un efecto amplificado por la placa de metal que había obtenido hacía un par de días y que ahora llevaba orgullosa sobre la frente. Quizás fuera simplemente el granizado de sandía que degustaba tranquilamente apoyada en la barandilla de su terraza. Quizás fuera el hecho de que aquel día era su decimocuarto cumpleaños.
Fuera lo que fuese, para Ayame era un día precioso.
Paseando tranquilamente entre las calles de Amegakure, podía sentir la suave caricia de la lluvia sobre su rostro. La gente la miraba al pasar, seguramente por el hecho de que no llevaba paraguas ni hacía ningún tipo de amago por cubrirse de la tormenta. En aquel momento ni siquiera lo pensaba, pero era muy probable que le cayera una buena regañina en cuanto llegara a casa.
«A esta aldea le falta verde...» Pensó, nostálgica. Sus ojos estaban cansados de ver asfalto, ladrillos y cemento por doquier. Amegakure era una ciudad gris sin más vida que la de los ciudadanos que circulaban por sus calles. Por eso, no era de extrañar que su lugar favorito se encontrara más allá, en el extenso lago que rodeaba la villa y donde un denso bosque había conseguido sobrevivir a la ciudad. Su pequeño y gran rincón personal.
Sus pasos la llevaron de manera inconsciente al Torreón de la Academia, y Ayame se detuvo bruscamente para contemplarla. ¿Había sido la rutina la que la había llevado allí? Torció el gesto, con un repentino sentimiento de inquietud aleteando en su pecho. Debería alejarse antes de que se diera la casualidad de que el grupo de abusones rondara cerca de allí y la vieran. Pero al sentimiento de inquietud le superaba el de una extraña nostalgia que se había apoderado de ella. Quizás fue aquel sentimiento lo que la impulsó a entrar en el edificio de piedra. Subió en el renqueante ascensor propulsado por energía hidráulica hasta uno de los pisos más altos y salió al exterior de una amplia terraza que se abría a la aldea.
Sin embargo, se detuvo bruscamente cuando escuchó un suave silbido que provenía desde la barandilla del fondo. No se esperaba encontrarse a nadie allí. Y mucho menos esperaba encontrarse a aquel chico de cabellos oscuros y revueltos hacia el lado derecho de su cabeza que silbaba una cancioncilla que ella no conocía. Le estaba dando la espalda, mirando hacia la aldea, y a juzgar por su actitud distraída, no había notado su presencia.
Si Ayame decidiera abandonar el lugar, él ni siquiera se daría cuenta de que había estado alguna vez allí. SIn embargo.
—¿Durru-san? —era su vecino, y él era una de las pocas personas que la había tratado de una forma cercana las pocas veces que habían intercambiado palabra. No sería cortés por su parte desaparecer así como así.
Quizás fuera el hecho de que adoraba la lluvia. Quizás fuera un efecto amplificado por la placa de metal que había obtenido hacía un par de días y que ahora llevaba orgullosa sobre la frente. Quizás fuera simplemente el granizado de sandía que degustaba tranquilamente apoyada en la barandilla de su terraza. Quizás fuera el hecho de que aquel día era su decimocuarto cumpleaños.
Fuera lo que fuese, para Ayame era un día precioso.
Paseando tranquilamente entre las calles de Amegakure, podía sentir la suave caricia de la lluvia sobre su rostro. La gente la miraba al pasar, seguramente por el hecho de que no llevaba paraguas ni hacía ningún tipo de amago por cubrirse de la tormenta. En aquel momento ni siquiera lo pensaba, pero era muy probable que le cayera una buena regañina en cuanto llegara a casa.
«A esta aldea le falta verde...» Pensó, nostálgica. Sus ojos estaban cansados de ver asfalto, ladrillos y cemento por doquier. Amegakure era una ciudad gris sin más vida que la de los ciudadanos que circulaban por sus calles. Por eso, no era de extrañar que su lugar favorito se encontrara más allá, en el extenso lago que rodeaba la villa y donde un denso bosque había conseguido sobrevivir a la ciudad. Su pequeño y gran rincón personal.
Sus pasos la llevaron de manera inconsciente al Torreón de la Academia, y Ayame se detuvo bruscamente para contemplarla. ¿Había sido la rutina la que la había llevado allí? Torció el gesto, con un repentino sentimiento de inquietud aleteando en su pecho. Debería alejarse antes de que se diera la casualidad de que el grupo de abusones rondara cerca de allí y la vieran. Pero al sentimiento de inquietud le superaba el de una extraña nostalgia que se había apoderado de ella. Quizás fue aquel sentimiento lo que la impulsó a entrar en el edificio de piedra. Subió en el renqueante ascensor propulsado por energía hidráulica hasta uno de los pisos más altos y salió al exterior de una amplia terraza que se abría a la aldea.
Sin embargo, se detuvo bruscamente cuando escuchó un suave silbido que provenía desde la barandilla del fondo. No se esperaba encontrarse a nadie allí. Y mucho menos esperaba encontrarse a aquel chico de cabellos oscuros y revueltos hacia el lado derecho de su cabeza que silbaba una cancioncilla que ella no conocía. Le estaba dando la espalda, mirando hacia la aldea, y a juzgar por su actitud distraída, no había notado su presencia.
Si Ayame decidiera abandonar el lugar, él ni siquiera se daría cuenta de que había estado alguna vez allí. SIn embargo.
—¿Durru-san? —era su vecino, y él era una de las pocas personas que la había tratado de una forma cercana las pocas veces que habían intercambiado palabra. No sería cortés por su parte desaparecer así como así.